A bordo del Duncan reina el desánimo. Glenarvan está decidido a cumplir con su palabra y llevar a Ayrton a una isla desierta. Se dirigien a un islote situado en un remoto rincón del océano Pacífico, en el paralelo 37, cuando los hermanos Mary y Roberto escuchan, simultáneamente, un misterioso grito de auxilio que nadie más ha podido oir...
No tardó la tripulación en saber que las revelaciones de Ayrton no habían derramado ninguna luz sobre la misteriosa situación del capitán Grant. El desaliento a bordo fue profundo, porque todos esperaban que el contramaestre despejaría la incógnita, y el contramaestre nada sabía que pudiese poner al Duncan en el rastro de la Britannia.
No se modificó el derrotero que tenía trazado el yate. Sólo faltaba escoger la isla en que Ayrton debía quedar abandonado.
Paganel y John Mangles consultaron los mapas de a bordo. Precisamente en el paralelo 37° había un islote aislado, conocido con el nombre de María Teresa, peñón perdido en medio del océano Pacífico, relegado a la distancia de 3.500 millas de la costa americana y 1.500 de Nueva Zelanda. Al norte, las tierras más cercanas formaban el archipiélago de las Pomotou, bajo el protectorado francés. Al sur, no había nada hasta llegar al banco perpetuamente helado del polo austral. Ningún buque tocaba en aquella isla solitaria, ni llegaba a ella el eco de ningún ruido del mundo. Únicamente los pamperos y petreles, las aves de las tempestades, descansaban en sus playas durante sus largas travesías, y muchos mapas ni siquiera indicaban aquella roca, azotada por las olas del Pacífico.
Si hay algún punto en la Tierra en que deba hallarse el aislamiento absoluto, es precisamente en aquella isla, situada al margen de todas las comunicaciones humanas. Se dio a conocer su situación a Ayrton, y éste se conformó con vivir y morir lejos de sus semejantes. Se dirigió, pues, la proa hacia María Teresa. En aquel momento una línea rigurosamente recta, tirada desde la isla a la bahía de Talcahuano, hubiera pasado por el eje del Duncan.
Dos días después, a las dos de la tarde, el vigía dio la voz de tierra a la vista. Era María Teresa, baja, prolongada, que apenas sobresalía de las olas, y aparecía como un enorme cetáceo. Distaba aún 30 millas del yate, cuyo tajamar hendía el líquido elemento a una velocidad de 16 nudos por hora.
Poco a poco el perfil del islote se dibujó en el horizonte. El sol, declinando hacia su ocaso iluminaba con toda su luz su caprichosa silueta. Se destacaban a trechos algunas cimas poco elevadas, bañadas por los rayos del astro diurno.
A las cinco, John Mangles creyó distinguir una humareda ligera que subía al cielo.
—¿Es un volcán? —preguntó a Paganel, el cual observaba con el catalejo aquella tierra nueva.
—No sé —respondió el geógrafo—, María Teresa es una isla poco conocida, y pudiera muy bien ser que debiese su origen a una erupción submarina, y tuviese un cráter volcánico.
—¿Pero si la isla procede de una erupción —dijo Glenarvan—, no es de temer que en otra erupción desaparezca?
—No me parece probable —respondió Paganel—. Cuenta ya muchos siglos de existencia, lo que es una garantía. Cuando la isla Julia brotó del Mediterráneo, permaneció poco tiempo fuera de las olas. Desapareció pocos meses después de haber surgido.
—Bien —dijo Glenarvan—. ¿Crees, John, que podemos arrimarnos a tierra antes que sea de noche?
—No, Milord. No debo arriesgar el Duncan en medio de las tinieblas en una costa que desconozco. Me mantendré a poco vapor, navegando de vuelta y vuelta, y mañana al rayar el día enviaremos una lancha a tierra.
A las ocho de la noche, María Teresa, aunque sólo estaba a cinco millas a sotavento, no se presentaba más que como una larga sombra, apenas perceptible. Seguía el Duncan acercándose a ella.
A las nueve brilló en la oscuridad una luz, un resplandor bastante vivo, inmóvil y permanente.
—Se va confirmando el volcán —dijo Paganel, que observaba con atención.
—Sin embargo —respondió John Mangles—, a esta distancia deberíamos oír el estruendo de la erupción y el viento del este no nos trae el menor ruido.
—En efecto —dijo Paganel—, es un volcán que brilla, pero no habla. Parece, además, que tiene intermitencias como un faro giratorio.
—Tenéis razón —respondió John Mangles—, y, sin embargo, no estamos en una costa alumbrada. ¡Ah —exclamó—, otra luz! ¡Y ésta en la playa! ¡Mirad! ¡Se mueve! ¡Va de un lugar a otro!
John no se engañaba. Apareció una nueva llama, que parecía apagarse de cuando en cuando y se reanimaba súbitamente.
—¿Estará habitada la isla? —dijo Glenarvan.
—Por salvajes, si acaso —respondió Paganel.
—En cuyo caso no podemos dejar en ella al contramaestre.
—No —respondió el Mayor—, sería mal regalo hasta para salvajes.
—Buscaremos alguna otra isla desierta —dijo Glenarvan, que no pudo menos de sonreírse ante los escrúpulos de Mac Nabbs—. He prometido a Ayrton salvar su vida, y quiero cumplir mi promesa.
—Por lo que pudiera ser, desconfiemos —añadió Paganel—. Los zelandeses tienen el bárbaro ardid de engañar a los navegantes con luces movedizas para atraerles, como en otro tiempo los habitantes de Cornualles. Bien puede ser que conozcan el engaño los indígenas de María Teresa.
—Arriba un cuarto a la banda —gritó John al timonel—. Mañana al amanecer sabremos a qué atenernos.
En aquel momento Mary Grant y Roberto subieron a la toldilla.
Los dos hijos del capitán, apoyados en la batayola, miraron con tristeza el mar fosforescente y la luminosa estela del Duncan. Mary pensaba en el porvenir de Roberto. Roberto pensaba en el porvenir de su hermana. Los dos pensaban en su padre. ¿Existía aún aquel padre adorado? ¿Había que renunciar a él? ¡No, no! ¿Qué sería sin él la vida? ¿Qué sería de ellos sin él? ¿Qué hubiera sido de ellos ya sin Lord Glenarvan y Lady Elena?
El niño, hecho hombre por el infortunio, adivinaba los pensamientos que atormentaban a su hermana.
Tomó entre las suyas la mano de Mary y le dijo:
—Mary, no se debe nunca desesperar enteramente. Acuérdate de las lecciones que nos daba nuestro padre. La perseverancia lo puede todo en la Tierra, decía. Tengamos, pues, la perseverancia inquebrantable que él tenía y que le hacía superior a todo. Hasta ahora tú has trabajado para mí, hermana mía; ahora quiero trabajar yo para ti.
—¡Roberto mío! —respondió la joven.
—Quiero decirte una cosa —añadió Roberto—. ¿No te enfadarás si te la digo, Mary?
—¿Por qué me he de enfadar, hermano mío?
—¿Y me dejarás hacer…?
—¿Qué quieres decir? —preguntó Mary, súbitamente inquieta.
—¡Hermana mía! Seré marino…
—¡Me abandonarás! —exclamó la joven, estrechando la mano de Roberto.
—¡Sí, hermana mía, seré marino como mi padre, marino como el capitán John! ¡El capitán John! ¡Tú tendrás, como yo, confianza en el cariño que nos profesa! ¡Me ha prometido hacer de mí un buen marino, y practicaré con él buscando juntos a nuestro padre! ¿No quieres, hermana mía? ¡Es nuestro deber, o al menos el mío, hacer por nuestro padre lo que él hubiera hecho por nosotros! Mi vida se debe toda entera a un solo objeto: buscar, buscar hasta morir al que nunca nos hubiera abandonado. ¡Querida Mary, cuán bueno era nuestro padre!
—¡Y tan noble, tan generoso! —respondió Mary—. ¿Sabes, Roberto, que era ya una de las glorias de nuestro país, y que éste le hubiera contado entre sus grandes hombres, si la suerte no le hubiera detenido en su carrera?
—¡Sí, lo sé! —exclamó Roberto.
Mary Grant estrechó a Roberto contra su corazón. El tierno niño sintió que caían sobre su frente algunas lágrimas.
—¡Mary! ¡Mary! —exclamó—. ¡Digan nuestros amigos lo que quieran, yo espero aún y esperaré siempre! ¡Un hombre como mi padre no muere antes de haber cumplido su misión!
Mary Grant no pudo responder. La ahogaban los sollozos. La idea de que se practicarían nuevas tentativas para averiguar el paradero de Harry Grant, pues la abnegación del joven capitán no reconocía ningún límite, hacía entrechocar en su alma los más vivos sentimientos.
—¿El capitán John espera aún? —preguntó.
—Sí —respondió Roberto—. Es un hermano que no nos abandonará jamás. Seré marino, ¿no es verdad, hermana? ¡Marino para buscar a mi padre con él! ¿No quieres?
—Sí, quiero —respondió Mary—. ¡Pero separarnos! —murmuró.
—No te quedarás sola, Mary. Lo sé. Mi amigo John me lo ha dicho. Lady Elena no te permitirá separarte de ella. Tú eres mujer; puedes, debes aceptar sus beneficios. Sería ingratitud rehusarlos. ¡Pero un hombre, mi padre me lo ha dicho mil veces, un hombre debe labrar él mismo su suerte!
—¿Y qué será de nuestra querida casa de Dundee, tan llena de recuerdos?
—¡La conservaremos, hermanita! Todo eso está ya bien arreglado por nuestro amigo John y por Lord Glenarvan. El noble Lord te tendrá en su palacio de Malcolm como si fueses su hija. Así se lo ha dicho a mi amigo John, y John me lo ha repetido. Tú estarás allí como en tu casa teniendo con quién hablar de nuestro padre, hasta que John y yo te lo presentemos un día. ¡Ah! ¡Qué hermoso día será aquél! —exclamó Roberto radiante de entusiasmo.
—¡Hermano mío, hijo mío! —respondió Mary—. ¡Cuán feliz sería nuestro padre si pudiese oírte! ¡Cómo te pareces, Roberto mío, a nuestro padre tan adorado! Cuando seas hombre, serás como él, serás él mismo.
—¡Dios te oiga, Mary! —dijo Roberto con santo y filial orgullo.
—¿Pero cómo pagaremos a Lord y Lady Glenarvan lo mucho que les debemos? —añadió Mary Grant.
—¡Oh! ¡Muy fácilmente! —añadió Roberto con su confianza de niño—. ¡Se les ama, se les venera, se les bendice, se les abraza, y un día, a la primera ocasión que se presente, se hace uno matar por ellos!
—Al contrario, vive por ellos —exclamó la joven, cubriendo de besos la frente de su hermano—. Ellos lo preferirán…, y yo también.
Después, entregándose a la corriente de sus ensueños, los dos hijos del capitán se miraron silenciosos en la vaga oscuridad de la noche. Sin embargo, mentalmente, aún conversaban, y se interrogaban, y se respondían. El mar tranquilo se mecía en prolongadas ondulaciones, y con la hélice agitaba en la sombra luminosos remolinos.
Entonces se produjo un incidente extraño y verdaderamente sobrenatural. El hermano y la hermana, por una de esas comunicaciones magnéticas que unen misteriosamente entre sí las almas simpáticas, experimentaron a la vez y en el mismo instante una alucinación idéntica.
De en medio de las olas, alternativamente oscuras y luminosas, Mary y Roberto creyeron que se desprendía una voz profunda y quejumbrosa que hizo vibrar todas las fibras de su corazón.
—¡A mí! ¡A mí! —gritaba la voz que los dos hermanos creyeron oír.
—Mary —dijo Roberto—, ¿has oído? ¿Has oído?
E inclinándose los dos hacia el mar, interrogaron las profundidades de la noche.
Pero nada vieron, no vieron más que la sombra sin fin que ante ellos se extendía.
—Roberto —dijo Mary, pálida de ansiedad—, he creído… Sí, he creído, como tú… ¡Estamos los dos calenturientos y delirantes, Roberto mío…!
Pero un nuevo grito llegó a sus oídos, y la ilusión fue entonces tan completa, que los dos hermanos prorrumpieron en la misma exclamación salida del fondo de su alma.
—¡Mi padre! ¡Mi padre…!
Aquello era demasiado para Mary Grant. Quebrantada por la conmoción, cayó desvanecida en brazos de su hermano.
—¡Socorro! —gritó éste—. ¡Mi hermana! ¡Mi padre! ¡Socorro!
El timonel corrió hacia la joven. Acudieron los marineros que estaban de guardia, y luego John Mangles, Lady Elena y Glenarvan, súbitamente despertados.
—¡Mi hermana se muere, y mi padre está allí! —gritaba Roberto señalando las olas.
Nadie comprendía sus palabras.
—Sí —repetía—. ¡Mi padre está allí! ¡He oído la voz de mi padre! ¡Mary la ha oído también!
Y en aquel momento, Mary Grant, vuelta en sí de su desmayo, extraviada, loca, exclamaba igualmente:
—¡Mi padre! ¡Mi padre está allí!
La desgraciada joven, levantándose e inclinándose por la batayola, quería arrojarse al mar.
—¡Milord! ¡Lady Elena! —repetía juntando las manos—. ¡Os digo que mi padre está allí! ¡Os aseguro que he oído su voz que salía del seno de las olas como un lamento, como un último adiós!
Entonces nuevos espasmos y nuevas convulsiones atacaron a la pobre joven, que no tuvo fuerzas para sostenerse, y fue preciso llevarla a su camarote, donde Lady Elena la siguió para cuidarla, en tanto que Roberto repetía:
—¡Mi padre! ¡Mi padre está allí! ¡Estoy de ello seguro, Milord!
Los testigos de aquella dolorosa escena comprendieron que los dos hijos del capitán habían sido juguete de una ilusión. ¿Pero cómo desimpresionar sus sentidos, tan violentamente engañados?
Glenarvan lo intentó. Cogió por la mano a Roberto, y le dijo:
—¿De veras has oído la voz de tu padre?
—Sí, Milord. ¡Allí, en medio de las olas! Gritaba: ¡A mí! ¡A mí!
—¿Y has reconocido su voz?
—¡Sí, he reconocido su voz! ¡Oh, sí! ¡Os lo juro! ¡Mi hermana la ha oído y reconocido como yo! ¿Cómo queréis que nos hayamos engañado los dos? ¡Milord, volemos al auxilio de mi padre! ¡Una lancha! ¡Una lancha!
Glenarvan se convenció de que era imposible desengañar al pobre niño. Con todo, hizo una última prueba y llamó al timonel.
—Hawkins —le preguntó—, ¿estabais en el timón cuando se desmayó Miss Mary?
—Sí, Milord —respondió Hawkins.
—¿Y no habéis visto ni oído nada?
—Nada.
—Ya lo ves, Roberto.
—Si hubiera sido el padre de Hawkins —respondió el joven con indomable energía—, Hawkins no diría que no ha oído nada. ¡Era mi padre, Milord! ¡Mi padre! ¡Mi padre…!
La voz de Roberto se extinguió en un sollozo. Pálido y mudo, perdió a su vez el conocimiento.
Glenarvan le hizo llevar a su cama, y la pobre criatura, rendida por la conmoción, cayó en un sopor profundo.
—¡Pobres huérfanos! —dijo John Mangles—. ¡Dios les somete a pruebas demasiado terribles!
—Sí —respondió Glenarvan—, el exceso de dolor habrá producido en los dos a un mismo tiempo una alucinación análoga.
—¡En los dos! —murmuró Paganel—. ¡No deja de ser raro! La ciencia pura no admitiría semejante coincidencia.
Y después, mirando a su vez el mar, Paganel hizo señal a todos que callasen, y escuchó atentamente.
El silencio era profundo. Paganel cogió la bocina y llamó con toda la fuerza de sus pulmones. Nadie le respondió.
—¡Es cosa rara! —repetía el geógrafo, volviendo a su camarote—. No basta para explicar el fenómeno una íntima simpatía de pensamientos y dolores.
A las cinco de la mañana del día siguiente, 8 de marzo, los pasajeros, entre ellos Roberto y Mary, pues fue de todo punto imposible impedirles salir de su camarote, estaban sobre cubierta en el Duncan. Todos querían examinar aquella tierra que la víspera no habían hecho más que entrever confusamente.
Los anteojos se pasearon ávidamente por los principales puntos de la isla, que el yate costeaba a una milla de distancia. La mirada podía distinguir los más insignificantes accidentes del terreno.
De repente, Roberto lanzó un grito. Pretendía estar viendo dos hombres que corrían y gesticulaban, en tanto que otro agitaba una bandera.
—¡El pabellón de Inglaterra! —exclamó John Mangles, que había cogido su anteojo.
—¡Verdad es! —exclamó Paganel, volviéndose de pronto hacia Roberto.
—Milord —dijo éste muy agitado y tembloroso—. Milord, si no queréis que vaya a la isla a nado, mandad echar un bote al agua. ¡Ah! ¡Milord! ¡Os pido de rodillas que me dejéis llegar el primero a tierra!
Nadie a bordo se atrevía a hablar. ¡Cómo era posible que en aquel islote atravesado por el paralelo 37° hubiese tres hombres, tres náufragos, tres ingleses! ¡Y contrayéndose a los acontecimientos de la víspera, todos meditaron acerca de aquella voz oída por Roberto y Mary en el silencio de la noche…! Los dos hermanos no se habían tal vez engañado enteramente; podía muy bien haber llegado a ellos un grito, ¿pero era su padre quien lo dio? ¡No! ¡Mil veces no! Y pensando en la horrible decepción que aguardaba a las pobres criaturas, no había quien no temiese que aquella prueba fuera superior a sus fuerzas. ¿Pero cómo oponerse a que se sometiesen a ella? Glenarvan no tuvo valor para tanto.
—¡La lancha! —exclamó.
En un minuto la lancha fue echada al agua, y los dos hijos del capitán, Glenarvan, John Mangles y Paganel, saltaron a ella, que se separó rápidamente del yate, impelida por los remos de seis vigorosos marineros.
Al llegar a diez toesas de la costa, Mary lanzó un grito desgarrador:
—¡Padre mío!
Había un hombre en la playa colocado entre otros dos. Su estatura era elevada, y su fisonomía, dulce y atrevida a un mismo tiempo, ofrecía una expresiva mezcla, una armoniosa combinación de las hermosas facciones de Mary y Roberto Grant. Era el hombre que con tanta frecuencia habían descrito los dos hermanos. Su corazón no les había engañado. ¡Era su padre! ¡Era el capitán Grant!
El capitán oyó el grito de Mary, abrió los brazos y cayó como herido por un rayo.