Aunque el inicio de la expedición avanza a buen paso en sus inicios, su tarea se complica cuando llegan a las estribaciones más agrestes de la cordillera de los Andes. En esa zona alta deben elegir un paso para atravesar la cordillera y ganar su flanco oriental, pero se encuentran con un obstáculo inesperado.
Hasta entonces la travesía de Chile no había presentado ningún accidente grave. Pero en lo sucesivo se presentaban los obstáculos y peligros que lleva consigo una marcha por las montañas, empezando la verdadera lucha con las dificultades naturales.
Antes de partir fue preciso resolver una cuestión importante. ¿Por qué paso se podría atravesar la cordillera de los Andes, sin separarse de la dirección requerida? Acerca del particular se preguntó al capataz:
—No conozco —respondió éste— más que dos pasos practicables en esta parte de la cordillera.
—¿El paso de Arica, sin duda —dijo Paganel—, descubierto por Valdivia y Mendoza?
—Precisamente.
—¿Y el de Villarica, situado al sur del nevado del mismo nombre?
—Justo.
—Pues bien, amigo, esos dos pasos tienen el inconveniente de llevarnos más al norte o más al sur de lo que nos conviene.
—¿Tenéis —preguntó el Mayor— algún otro que proponemos?
—Naturalmente —respondió Paganel—; hay el paso de Antuco, situado en la pendiente volcánica, a 37° 30', es decir, a cerca de medio grado de nuestro derrotero. Se encuentra a mil toesas20 de altura escasamente, y fue reconocido por Zamudio de la Cruz.
—¿Y vos, capataz —preguntó Glenarvan—, conocéis este paso?
—Sí, Milord, lo he atravesado, y no os lo proponía porque es todo lo más, una vereda para el ganado de la que se aprovechan los pastores indios de las vertientes orientales.
—Pues bien, amigo —respondió Glenarvan—, por donde pasan los caballos, carneros y bueyes de los pehuenches, pasaremos también nosotros, y puesto que nos mantiene en línea recta, iremos por el paso de Antuco.
Se dio inmediatamente la señal de marcha, y la comitiva penetró en el valle de las Lejas, entre grandes moles de caliza cristalizada. Subían los viajeros una cuesta casi insensible. A cosa de las once, tuvieron que rodear un lago de poca consideración, receptáculo natural y punto de cita pintoresco de todos los ríos de las cercanías, que llegaban a él murmurando y se confundían tranquilamente. Encima del lago se extendían espaciosos llanos cubiertos de gramíneas, donde pastaban los rebaños indios. Se encontró luego un pantano que se prolongaba de sur a norte, y del cual se salió bien por el instinto de los mulos. A la una apareció en la cresta de una roca, que coronaba con sus desmanteladas almenas, el fuerte Ballenero. Más adelante, las pendientes se hacían ásperas y pedregosas, y los guijarros, desprendidos por los cascos de los mulos, rodaban al pasar, formando ruidosas cascadas de piedras.
A cosa de las tres, se destacaron nuevas ruinas pintorescas de un fuerte destruido cuando el levantamiento en 1770.
—Decididamente, como si las montañas por sí solas —dijo Paganel— no bastaran a separar a los hombres, estos las fortifican.
Desde aquel punto el camino se hizo difícil y hasta peligroso. El ángulo de las pendientes se abrió más y más, se prolongaron los picos, y los precipicios se ahondaron de una manera espantosa. Los mulos avanzaban con prudencia, con la cabeza gacha, olfateando el camino. Se andaba en fila. Algunas veces, al volver un violento recodo, la madrina desaparecía, y la caravana se guiaba entonces por el lejano ruido de sus cascabeles. Con frecuencia también, las caprichosas revueltas del camino dividían la columna en dos líneas paralelas, y el capataz podía hablar a los mulateros, al paso que una grieta que tenía apenas 2 toesas de anchura, pero 200 de profundidad, interponía entre ellos un inaccesible abismo.
La vegetación herbácea luchaba aún contra la invasión de la piedra, pero iba ya de capa caída, como se dice vulgarmente, se batía en retirada, y el triunfo próximo del reino mineral sobre el vegetal no parecía ya dudoso. Algunos rastros de lava de un color ferruginoso, erizados de cristales amarillos en forma de agujas, permitían reconocer la proximidad del volcán de Antuco. Las rocas, acumuladas unas sobre otras y amenazando caer, se sostenían contra todas las leyes del equilibrio. Era evidente que los cataclismos habían de modificar fácilmente su aspecto, y al considerar aquellos picos sin aplomar, aquellas cúpulas torcidas, aquellas colinas mal sentadas, era fácil ver que aún no había llegado para aquella región montañosa la hora de la estabilidad definitiva.
En estas condiciones era difícil reconocer el camino. La agitación casi incesante de la armazón de los Andes altera con frecuencia el trazado, y los puntos que sirven de señal para orientarse dejan de estar donde estaban. Así es que el capataz vacilaba, se paraba, miraba alrededor, interrogaba la forma de las rocas, buscaba en las piedras quebradizas las huellas de los indios. La orientación era imposible.
Glenarvan seguía al conductor paso a paso sin desviarse de él una línea. Echaba de ver cuánto aumentaban sus perplejidades las dificultades del camino, y no se atrevía a preguntarle nada. Pensaba, tal vez sin razón, que el instinto de los mulateros es como el de los mulos, y que lo mejor que se puede hacer es confiarse a él ciegamente.
Durante una hora siguió el capataz errando a la ventura, pero ganando incesantemente las más elevadas zonas de la montaña. Tuvo al cabo que detenerse. En el fondo de un valle poco extenso, había una de esas gargantas estrechas que los indios llaman quebradas. Cerraba la salida un muro de pórfido cortado a pico. El capataz, después de buscar un paso inútilmente, se apeó, se cruzó de brazos y esperó. Se acercó a él Glenarvan.
—¿Os habéis extraviado? —preguntó.
—No, Milord —respondió el capataz.
—Sin embargo, no estamos en el paso de Antuco.
—En él estamos.
—¿No os engañáis?
—No. He aquí los restos de una hoguera que ha servido a los indios y las huellas que ha dejado su ganado.
—Pues bien, siendo así como decís, está claro que han pasado.
—Han pasado, pero ya no volverán a pasar. El último terremoto ha vuelto impracticable el camino que había.
—Ha vuelto impracticable el camino para los mulos —respondió el Mayor—, pero no para los hombres.
—Eso —respondió el capataz— ya es harina de otro costal, no es cuenta mía. Yo he hecho lo que he podido. Mis mulos y yo estamos dispuestos a retroceder si queréis que vayamos a buscar los otros pasos de la cordillera.
—¿Necesitaremos mucho tiempo?
—No bajará de tres días.
Glenarvan oía silencioso las palabras del capataz, el cual se hallaba evidentemente dentro de las condiciones del contrato. Sus mulos no podían ir más lejos. Sin embargo, cuando propuso retroceder, Glenarvan se volvió a sus compañeros y les dijo:
—¿Queréis pasar, no obstante los obstáculos?
—Queremos seguiros —respondió Tom Austin.
—Y hasta precederos —añadió Paganel. ¿De qué se trata en resumidas cuentas? De pasar una cordillera de montañas, cuyas opuestas vertientes ofrecen un descenso incomparablemente más fácil. Hecho esto, encontraremos a los baqueanos argentinos que nos guiarán por las pampas, y caballos ligeros como el viento, acostumbrados a galopar en las llanuras. Adelante, pues, sin vacilar.
—¡Adelante! —gritaron los compañeros de Glenarvan.
—¿Vos no nos acompañáis? —preguntó éste al capataz.
—Soy conductor de mulos —respondió el mulatero.
—Como queráis.
—Nos pasaremos sin él —dijo Paganel. Al otro lado de ese murallón, encontraremos los senderos de Antuco, y yo me comprometo a conduciros a la falda de la montaña tan directamente como el guía más práctico de las cordilleras.
Glenarvan arregló la cuenta al capataz y le despidió con mulas y zagales. Entre los siete viajeros se repartieron las armas, los instrumentos y algunos víveres. Todos acordaron emprender inmediatamente la marcha, y viajar, si era preciso, una parte de la noche. En la escarpa de la izquierda serpenteaba un sendero escabroso por el cual no hubieran podido andar los mulos. Las dificultades del tránsito fueron considerables, pero después de dos horas de fatigas y revueltas, Glenarvan y sus compañeros se hallaron en el paso de Antuco.
Estaban entonces en la parte andina, propiamente dicha, que dista poco de la arista superior de las cordilleras, pero no distinguieron la menor apariencia de camino abierto ni de paso determinado. Toda aquella región acababa de ser trastornada por los últimos terremotos, y fue preciso elevarse cada vez más por las crestas de la cordillera. Paganel se puso de bastante mal humor al ver que el camino no estaba libre, y comprendió las rudas fatigas que había que arrostrar para ganar la cima de los Andes, cuya altura media está comprendida entre 11.000 y 12.000 pies. Afortunadamente, el tiempo estaba tranquilo y él cielo sereno, y la estación era favorable. Pero en invierno, desde mayo a octubre, la ascensión hubiera sido impracticable, porque basta la intensidad del frío para acabar con los viajeros, y los que resisten el rigor de las temperaturas sucumben a la violencia de los temporales, que así se llaman ciertos huracanes particulares de aquellas regiones, que todos los años siembran de cadáveres las gargantas de las cordilleras.
Toda la noche se pasó subiendo, siempre subiendo. A fuerza de agarrarse con las uñas se pudo poner el pie en mesetas casi inaccesibles. Hubo que salvar de un salto despeñaderos anchos y profundos; dándose unos a otros la mano, con los brazos se remplazaba las cuerdas, y los hombros servían de escalones. Aquellos hombres intrépidos parecían una compañía de volatineros entregada a toda la locura de los juegos de Ícaro21. Entonces tuvieron mil ocasiones de ejercitarse el vigor de Mulrady y la destreza de Wilson. Los dos bravos escoceses se multiplicaban, y más de una vez sin su abnegación y su valor no hubiera podido pasar la caravana. Glenarvan no perdía de vista al joven Roberto, cuya edad y natural viveza le volvían imprudente. Paganel avanzaba con todo el ardor de un verdadero francés. El Mayor no se movía más que lo estrictamente necesario y se elevaba de una manera insensible. ¿Había notado él mismo que hacía muchas horas que estaba subiendo? Es dudoso. Tal vez se figuraba estar bajando.
A las cinco de la mañana los viajeros habían alcanzado una altura de 7.500 pies, determinada por observación barométrica. Se hallaban entonces en las mesetas secundarias, último límite de la región arborescente. Allí saltaban algunos animales que hubieran labrado la dicha de un cazador, y ellos lo conocían porque desde muy lejos huían a la aproximación de los hombres. Entre ellos se veía la llama, animal precioso de las montañas, que remplaza sin desventaja al carnero, al buey y al caballo, y vive donde no viviría el mulo. Entre ellos se veía la chinchilla, pequeño roedor apacible y tímido, de magnífica y solicitada piel, que ocupa un término medio entre la liebre y el gerbo, dándole sus extremidades posteriores la apariencia de un canguro. No hay nada tan agradable como ver a ese ligero animal saltando de un árbol a otro a la manera de una ardilla.
—Ese animal no es todavía un pájaro —decía Paganel—, pero ya no es un cuadrúpedo.
No eran, sin embargo, aquellos animales los únicos habitantes de la montaña. A la altura de 9.000 pies, en el límite de las nieves perpetuas, vivían rumiantes de incomparable belleza; la alpaca, de largo y sedoso pelo, y esa especie de cabra sin cuernos, elegante y altiva, llamada vicuña por los naturalistas, y célebre por la finura de su lana. Pero no había que pensar en aproximarse a ellas, que bastante hacían con dejarse ver, huyendo con tanta velocidad como si tuviesen alas y deslizándose sin ruido por alfombras de nieve que deslumbraban con su blancura.
El aspecto de las regiones se había metamorfoseado enteramente.
Grandes témpanos de hielo, azulados en algunas escarpas, se levantaban en todas direcciones y reflejaban los primeros rayos del sol. La ascensión fue entonces muy peligrosa. No se podía dar un paso sin sondear primero la nieve para reconocer los derrumbaderos. Wilson se había colocado a la cabeza de la fila y tanteaba con el pie los ventisqueros. Sus compañeros ponían exactamente el pie en sus huellas, y se abstenían de levantar la voz, porque el menor ruido, agitando las capas de aire, podía provocar la caída de moles de nieve suspendida a 700 u 800 pies de la cabeza de los viajeros.
Éstos habían llegado entonces a la región de los arbustos, los cuales, 250 toesas más arriba, cedieron su imperio a las gramíneas y a los cactos. A 11.000 pies estas plantas abandonaron también el suelo árido, y desapareció hasta el último vestigio de vegetación. Los viajeros no habían hecho más que un alto, que fue a las cuatro, para reparar sus fuerzas con un ligero almuerzo, y renovando su energía sobrehumana prosiguieron la ascensión y desafiaron peligros incesantemente mayores. Tuvieron que ganar agudas aristas y pasar por encima de precipicios que no se atrevía a medir la mirada. De trecho en trecho, cruces de madera eran indicios de multiplicadas catástrofes. A las dos de la tarde, una inmensa meseta sin apariencia alguna de vegetación, un verdadero desierto, se extendía entre picos descarnados. El aire era seco y el cielo tenía un azul transparente; en aquella altura no se conocen las lluvias y los vapores sólo se resuelven en nieve y en granizo. Algunos picos de pórfido o de basalto taladraban el blanco sudario como los huesos de un esqueleto, y a cada instante fragmentos de cuarzo, descoyuntados por la acción del aire, rodaban con un ruido mate que la poca densidad de la atmósfera volvía casi imperceptible.
La caravana, a pesar de su valor, sentía agotarse sus fuerzas. Glenarvan, viendo el cansancio de sus compañeros, se arrepentía de haberse internado tanto en la montaña. Roberto luchaba desesperadamente contra la fatiga, pero ya no podía más.
A las tres, Glenarvan se detuvo.
—Es preciso descansar —dijo, conociendo que nadie haría semejante proposición.
—¿Descansar? —dijo Paganel. No tenemos aquí dónde guarecemos.
—Por mí no, Milord —respondió el valeroso niño. Aún puedo andar…, no os detengáis.
—Te llevaremos, hijo mío —respondió Paganel—, pero es preciso ganar a toda costa la vertiente oriental. Allí hallaremos también alguna choza donde refugiarnos. Pido otras dos horas de marcha.
—¿Sois todos del mismo parecer? —preguntó Glenarvan.
—Sí —respondieron sus compañeros.
Mulrady añadió:
—Yo me encargo del niño.
Y se volvió a tomar la dirección del este, continuando por espacio de otras dos horas aquella ascensión espantosa. Se subía incesantemente para llegar a las últimas cumbres de la montaña. La rarificación del aire producía esa opresión dolorosa conocida con el nombre de puna. La sangre brotaba de las encías y de los labios por falta de equilibrio, y tal vez también por la influencia de las nieves, que a una gran altura vician evidentemente la atmósfera. La falta de densidad tenía que suplirse con inspiraciones frecuentes, activando de este modo la circulación, lo que fatigaba tanto a los viajeros como la reverberación de los rayos del sol en las capas de nieve. Por mucha que fuese la fuerza de voluntad de aquellos hombres más que valientes, llegó un momento en que los más vigorosos desfallecieron, y el vértigo, ese terrible mal de las montañas, no sólo destruía su energía física, sino también su energía moral. No se lucha impunemente contra fatigas de ese género. Pronto empezaron a menudear los tropezones y las caídas, y los que caían no avanzaban ya más que a gatas, arrastrándose de rodillas.
La extenuación iba a poner término a aquella ascensión demasiado prolongada, y Glenarvan consideraba, no sin terror, la inmensidad de las nieves y el frío de aquella región funesta y la sombra que empezaba a rodear sus solitarias cumbres, cuando el Mayor se detuvo y dijo con su flema habitual:
—Una choza.