Glenarvan y sus compañeros siguen avanzando bajo la guía de Thalcave por la inmensidad de las pampas argentinas. A medida que la expedición avanza, conocemos las sorprendentes peculiaridades de la vida en esta remota región del sur de América.
Las pampas argentinas se extienden desde el 34 al 40° de latitud austral. La palabra pampa se aplica muy justamente a esta región porque es un vocablo de origen araucano, que significa llanura de hierbas. Le dan un singular aspecto las mimosas arborescentes de su parte occidental, y las sustanciosas hierbas de su parte oriental. Esta vegetación está arraigada en una capa de tierra de aluvión que cubre la arenosa arcilla, amarilla o roja. Si el geólogo inspeccionase estos terrenos de la época terciaria, encontraría riquezas abundantes. Allí yacen infinidad de osamentas antediluvianas que atribuyen los indios a extinguidas razas de grandes armadillos, quedando sepultada bajo aquel polvo la historia primitiva de aquellas comarcas.
Las pampas americanas son una especialidad geográfica, como las sabanas de los Grandes Lagos o las estepas de Siberia. Su clima, siendo más continental que el de la provincia de Buenos Aires, es más extremado en sus calores y en sus fríos, lo que es debido, según la explicación de Paganel, a que el calor del verano, almacenado en el océano que lo absorbe, es restituido lentamente por éste durante el invierno, por cuya razón las islas gozan de una temperatura más uniforme que el interior de los continentes. Así es que el clima de las pampas occidentales carece de la igualdad que presenta en las costas, gracias a la proximidad del Atlántico. Está sometido a excesos repentinos y a modificaciones rápidas que hacen saltar incesantemente de un grado a otro las columnas termométricas. Allí en otoño, es decir, en abril y mayo, las lluvias son frecuentes y tempestuosas. Pero en la época del año en que atravesaban las pampas Glenarvan y sus compañeros, el tiempo era muy seco y la temperatura muy elevada.
Determinada la ruta que habían de seguir, partieron los expedicionarios al rayar el alba. El terreno, contenido por los arbolillos y arbustos, ofrecía una consistencia suficiente, no encontrando, ya, dunas ni la arena con que se forman, ni por consiguiente tampoco el polvo que el viento suspende en la atmósfera.
Los caballos marchaban a buen paso entre la paja brava, que es la hierba por excelencia de las pampas, y sirve de abrigo a los indios durante las tempestades. A grandes distancias, cada vez mayores, en algunos terrenos bajos y húmedos, brotaban sauces y cierta planta, el gygneirum argenteum, que se cría en las inmediaciones de las aguas dulces. Allí los caballos se aprovechaban de la ocasión, bebiendo tan copiosamente como si quisieran apagar no sólo la sed actual, sino también la sed venidera. Thalcave iba delante, batiendo la maleza para espantar las cholinas, víboras de la especie más peligrosa, a cuya mordedura ningún animal sobrevive más de una hora. El ágil Thaouka saltaba las matas y ayudaba a su amo a abrir paso a los caballos que le seguían.
En aquellas llanuras compactas y bien niveladas se andaba con facilidad y rapidez. No se producía en la naturaleza de la pradera modificación alguna, no habiendo en 100 millas a la redonda ni una piedra, ni un guijarro. Imposible sería encontrar otra monotonía semejante y tan obstinadamente prolongada. No había ni sombra de paisajes, de incidentes, de sorpresas naturales. Era preciso para interesarse en los pormenores del camino, ser un Paganel, uno de esos sabios entusiastas que ven siempre algo donde los demás no ven nada.
¿Y él qué veía? Ni él mismo hubiera podido decirlo. Todo lo más una mata, un tallo de hierba y le bastaba para sacar a relucir su inagotable facundia, y dar lecciones a Roberto que le escuchaba con agrado.
Durante la jornada del 29 de octubre, la llanura se desenvolvió delante de los viajeros con su uniformidad infinita. A cosa de las dos, pisaron los cascos de los caballos osamentas innumerables de bueyes, amontonadas y blanqueadas. Aquellos despojos no formaban una línea tortuosa como la que dejan a su paso los animales extenuados que caen uno tras el otro en el camino. Así es que nadie podía explicarse aquella reunión de esqueletos en un espacio relativamente limitado, ni el mismo Paganel, por más que se devanaba los sesos. Recurrió a Thalcave, el cual le respondió sin dificultad alguna.
Un ¡imposible! del sabio y un ademán muy afirmativo del patagón excitaron la curiosidad de sus compañeros.
—¿A qué atribuye este osario? —preguntaron.
—Al fuego del cielo —respondió el geógrafo.
—¡Cómo! ¿Puede un rayo haber producido tan gran desastre? —dijo Tom Austin. ¿Puede haber exterminado un rebaño de quinientas cabezas?
—Thalcave lo asegura, y debe de ser cierto. Yo, por mi parte, lo creo a pies juntillas, porque sé que por su violencia, las tempestades de las pampas son infinitamente más terribles que las de las demás regiones del globo. ¡Ojalá no tengamos nosotros que experimentarlas!
—Mucho calor hace —dijo Wilson.
—El termómetro —respondió Paganel— debe señalar treinta grados a la sombra.
—No me extrañaría —dijo Glenarvan—, porque me siento cargado de electricidad. No creo que esta temperatura se sostenga.
—Pues yo —dijo Paganel— opino lo contrario, y me fundo en que no empaña el horizonte ni la más ligera nube.
—Tanto peor —respondió Glenarvan—, porque nuestros caballos están cansados. Y tú, muchacho, ¿no sientes demasiado calor? —añadió, dirigiéndose a Roberto.
—No, Milord —respondió el joven—; el calor me gusta; es una cosa muy buena.
—Sobre todo en invierno —hizo observar juiciosamente el Mayor, echando al aire una bocanada de humo de su cigarro.
A la caída de la tarde se detuvieron los viajeros cerca de un rancho abandonado, que consistía en una cabaña de ramas entrelazadas, cubiertas de bálago y consolidadas con barro. Esta cabaña estaba cerca de un estacada, que si bien medio podrida, era, sin embargo, suficiente para poner a los caballos fuera del alcance de las zorras, las cuales, durante la noche no atacan a los caballos directamente, pero roen los ronzales con que se les sujeta, y ellos al verse sueltos, aprovechan la ocasión para escaparse.
A algunos pasos del rancho había un hoyo abierto que servía de hornillo y contenía frías cenizas. Dentro de la cabaña se encontró una mala cama de cuero de buey, una marmita, un asador y una vasija para cocer el mate. El mate es una bebida fuerte, muy usada en América del Sur; es el té de los indios. Consiste en una infusión de hojas secadas a la lumbre y se sorbe, como las bebidas americanas, por medio de un tubo de paja. A petición de Paganel, preparó Thalcave algunas tazas de aquel brebaje, que supo a todos muy bien, y dio cierto realce a la habitual comida.
El sol del día 30 de octubre apareció envuelto en un celaje ardiente, y lanzó a torrentes sus rayos más abrasadores. Se preparaba para aquella jornada una temperatura excesiva, y por desgracia la llanura no ofrecía ningún abrigo. Se emprendió, sin embargo, resueltamente la ruta del este. Se encontraron con alguna frecuencia inmensos rebaños, que abrumados por el calor, ni fuerza tenían para pastar y permanecían perezosamente echados. No se veía pastor alguno, estando todas aquellas aglomeraciones de vacas, toros y bueyes bajo la custodia de algunos perros acostumbrados a mamar de las ovejas, cuando la sed les acosa. Aquellos toros son de índole apacible, y no tienen la aversión instintiva al color rojo que distingue a sus congéneres europeos.
—¡Eso consiste sin duda en que pacen la hierba de una república! —dijo Paganel, muy satisfecho de su chiste, tal vez demasiado francés.
Cerca del mediodía se presentaron en las pampas algunas variaciones de escenario que no podían pasar inadvertidos a los que estaban cansados de su monotonía. Los gramíneas empezaron a ser más raras. Dejaron sitio a las delgadas bardanas y a gigantescos cardos de 9 pies de altura que hubieran sido la dicha de todos los asnos de la Tierra. Algunos escuálidos espinos de un verde oscuro, plantas características de los terrenos secos, brotaban pobremente en algunos puntos. Hasta entonces la humedad retenida por la arcilla había permitido a los pastos cubrir la pradera y formar una mullida alfombra, que era un verdadero lujo de vegetación, pero luego la hierba, impotente y débil, dejaba ver la tierra a trechos, y revelaba la miseria del suelo, como los harapos que no bastan para cubrir la carne del mendigo.
Thalcave hizo observar los síntomas de aquella sequedad creciente.
—No me disgusta esta variación de paisaje —dijo Tom Austin—; empezaba ya a fastidiarme tanta hierba, tanta hierba.
—Sí —respondió el Mayor—, pero mientras hay hierba hay agua.
—Agua por ahora no nos falta —dijo Wilson—, y algún río encontraremos en el camino.
Si Paganel hubiera oído semejante respuesta, no hubiera dejado de decir que los ríos son raros entre el Colorado y las sierras de la provincia argentina; pero en aquel momento explicaba a Glenarvan un hecho sobre el cual éste acababa de llamar su atención.
Hacía algún tiempo que la atmósfera estaba impregnada de un olor como de humo, y sin embargo no aparecía visible ningún fuego en el horizonte, ni la menor humareda revelaba un incendio, más o menos lejano. No se podía, pues, atribuir aquel fenómeno a una causa natural. Muy pronto llegó a ser tan fuerte aquel olor de hierba quemada, que causó sorpresa a todos, menos a Paganel y Thalcave. El geógrafo, que no se sentía nunca apurado para explicar un hecho, dio a sus amigos la siguiente respuesta:
—No vemos el fuego —dijo—, y, sin embargo, olemos el humo. Pero es el caso que no hay humo sin fuego, según dice el refrán, y este refrán es tan verdadero en América como en Europa. Hay, pues, fuego en alguna parte. Como las pampas están tan poco accidentadas, que no hay obstáculo alguno que se oponga a la circulación de las corrientes atmosféricas, se percibe con frecuencia el olor de las hierbas que se queman a una distancia de setenta y cinco millas.
—¿Setenta y cinco millas? —replicó el Mayor, que no parecía estar muy convencido.
—Sí —afirmó Paganel. Pero añado que esos incendios se propagan en gran escala y llegan a tomar proporciones formidables.
—¿Quién prende fuego a las praderas? —preguntó Roberto.
—Algunas veces el rayo, cuando la hierba está agostada por los calores, y algunas veces también la mano de los indios.
—¿Con qué objeto?
—Creen, no sé si con fundamento o sin él, que las gramíneas brotan mejor en las pampas, después de un incendio. Éste, además, puede ser un medio de vivificar el suelo por la acción de las cenizas. Mas yo creo que estos incendios tienen principalmente por objeto destruir miríadas de garrapatas, insectos parásitos que molestan mucho al ganado.
—Pero ése es un medio enérgico —dijo el Mayor— que debe costar la vida a algunas de las bestias que vagan por la llanura.
—Algunas se pierden; ¡pero hay tantas!
—No reclamo por ellas, ni me hago su abogado —respondió Mac Nabbs—; allá se las compongan. Pero, ¿y los viajeros que atraviesan las pampas? ¿No puede ocurrir que sean sorprendidos y queden envueltos en las llamas?
—Sin duda —exclamó Paganel, con visible satisfacción—; lo que decís sucede algunas veces, y por mi parte, no sentiría presenciar ese espectáculo.
—¡Oh, venerable sabio! —exclamó Glenarvan. Lleváis vuestro amor a la ciencia al extremo de haceros quemar vivo por ella.
—No tal, querido Glenarvan; pero he leído a Cooper, y Media de Cuero me ha enseñado la manera de detener el fuego, arrancando la hierba alrededor de sí, en un radio de muchas toesas. No hay nada más sencillo, y no temo, por lo mismo, la aproximación de un incendio y hasta lo deseo.
Pero los deseos de Paganel no se realizaron, y si quedó aquel día medio asado, lo debió únicamente al calor de los rayos del sol, que estaban despidiendo fuego. Los caballos jadeaban bajo la influencia de aquella temperatura tropical. No había que esperar más sombra que la que procediese de alguna ligera nube que pasase por delante del inflamado disco. Cuando esto sucedía, la sombra corría por la llanura, empujada por los vientos del oeste, y los jinetes procuraban mantenerse en ella, hasta que los caballos, fatigados, se quedaban atrás, y el astro del día bañaba de nuevo con una lluvia de fuego el terreno calcinado de las pampas.
Cuando Wilson dijo que no faltaría provisión de agua, pues todos llevaban la suficiente para ir tirando, no contaba con la sed inextinguible que devoró a sus compañeros durante aquella jornada, y cuando añadió que encontrarían algún riachuelo en el camino, no sabía lo que decía. En efecto, no sólo faltaban los ríos, porque la planicie del terreno no les ofrecía ningún lecho favorable, sino que hallaban cegados los pantanos artificiales, abiertos por los indios. Viendo que de milla en milla se multiplicaban los síntomas de sequedad, Paganel hizo algunas observaciones a Thalcave, y le preguntó dónde esperaba encontrar agua.
—En el lago Salinas —respondió el indio.
—¿Y cuándo llegaremos a él?
—Mañana por la tarde.
Los argentinos, cuando viajan por las pampas, abren ordinariamente pozos, y encuentran agua a la profundidad de algunas toesas. Pero los viajeros, careciendo de las herramientas necesarias, no tenían este recurso. Fue, pues, preciso ponerse a ración, y si bien nadie sufría una sed insoportable, nadie tampoco la pudo apagar completamente.
Al anochecer se hizo alto, después de una marcha de 30 millas. Todos contaban con una buena noche para descansar de las fatigas del día, y precisamente pasaron la peor noche de todas, envueltos en una nube impertinente de mosquitos y otros cínifes. Su presencia anunciaba una variación del viento, y, en efecto, el viento pasó a otro cuadrante y saltó al norte. Con los vientos del sur o del sudoeste los molestos mosquitos desaparecen generalmente.
Paganel no era como el Mayor, que conservaba su calma en medio de las pequeñas miserias de la vida. Paganel se indignaba contra los reveses de la suerte. Dio al diablo todos los mosquitos habidos y por haber, y echó muy de menos el agua acidulada con que hubiera mitigado el escozor de sus picaduras. Por más que el Mayor procuró consolarle diciéndole que debía considerarse feliz por no tener que habérselas más que con dos especies de insectos de las tres mil que cuentan los naturalistas, se levantó con un humor de perros.
No se hizo, sin embargo, rogar para emprender la marcha al rayar el alba, pues se quería llegar aquel mismo día a Salinas. Los caballos estaban rendidos y muertos de sed, y aunque los viajeros les sacrificaron una parte de su ración de agua, la que les podían dar era muy insuficiente. La sequedad era mayor aún, y el calor no menos intolerable bajo el soplo del norte, que es el simún de las pampas y levanta nubes de polvo.
Durante aquella jornada, la monotonía del viaje fue momentáneamente interrumpida. Mulrady, que caminaba delante, retrocedió para decir a sus compañeros que se aproximaba una partida de indios. Aquel encuentro fue apreciado de distintas maneras. Glenarvan pensó en los datos que aquellos indígenas podrían suministrarle acerca de los náufragos de la Britannia. A Thalcave no le agradó mucho tropezar en el camino con los indios nómadas de la pradera, a quienes trataba siempre de evitar por considerarles merodeadores y ladrones. Siguiendo sus instrucciones, los expedicionarios formaron un grupo compacto y prepararon sus armas. Era preciso estar muy prevenidos para lo que pudiera ocurrir.
Pronto divisaron todos el destacamento indio, que se componía únicamente de diez indígenas, lo que tranquilizó al patagón. Los indios se colocaron a unos cien pasos de distancia, pudiéndoles examinar muy fácilmente. Pertenecían todos a la raza pampera que barrió completamente, en 1833, el general Rosas. Su frente alta y combada, su elevada estatura, su color aceitunado, les hacían verdaderos tipos de la raza india. Iban vestidos con pieles de guanaco o de mofetas, y llevaban, además de una lanza, que tenía veinte pies de longitud, cuchillos, hondas, bolas y lazos. Manejaban el caballo con toda la destreza de los mejores jinetes.
Se detuvieron a cien pasos y al parecer conferenciaron, gritando y gesticulando. Glenarvan se adelantó hacia ellos, pero apenas anduvo unos cuantos pasos, echaron a correr dando media vuelta, y desaparecieron con una velocidad increíble. Los caballos de los viajeros estaban demasiado cansados para seguirles la pista.
—¡Cobardes! —exclamó Paganel.
—Huyen demasiado pronto para ser gentes honradas —dijo Mac Nabbs.
—¿Qué indios son ésos? —preguntó Paganel a Thalcave.
—Gauchos —respondió el patagón.
—Gauchos —repitió Paganel, volviéndose a sus compañeros. No teníamos necesidad de tomar tantas precauciones. Nada había que temer.
—¿Por qué? —dijo el Mayor.
—Porque los gauchos son campesinos inofensivos.
—¿Lo creéis así, Paganel?
—Es indudable. Éstos nos han tomado por ladrones y han huido.
—Pues yo creo —respondió Glenarvan, muy contrariado por no haber podido comunicarse con aquellos indígenas, quienes quiera que fuesen—, que han tenido miedo y no se han atrevido a atacarnos.
—Soy de la misma opinión —dijo el Mayor—, porque, si no me engaño, los gauchos, lejos de ser inofensivos, son ni más ni menos que unos bandoleros.
—¿De dónde habéis sacado eso? —exclamó Paganel.
Y empezó a discutir con calor aquella tesis etnológica, tanto que llegó a sacar al Mayor de su estado de cachaza habitual, y le arrancó esta respuesta impropia de Mac Nabbs en todas las discusiones:
—Creo que andáis equivocado, Paganel.
—¿Equivocado? —replicó el sabio.
—Sí. El mismo Thalcave, que sabe a que atenerse, ha tomado a esos indios por malhechores.
—Pues Thalcave ha estado en un error —respondió Paganel con cierta displicencia. Los gauchos son agricultores, pastores y nada más, y así lo hice constar yo mismo en una Memoria que publiqué sobre los indígenas de las pampas, que fue muy bien recibida del público.
—Pues en vuestra Memoria habéis dejado consignado un error, Monsieur Paganel.
—¿Un error, Monsieur Mac Nabbs?
—Por distracción, sin duda —replicó el Mayor con insistencia—, pero podréis subsanarlo en la fe de erratas de vuestra próxima edición.
Paganel, muy herido en su amor propio al oír discutir sus conocimientos geográficos y hasta chancearse con ellos, empezó a salirse de sus casillas.
—Sabed, Monsieur Mac Nabbs —dijo—, que mis libros no tienen necesidad de una fe de erratas de esa especie.
—En esta ocasión la tienen —respondió Mac Nabbs, que se obstinaba a su vez.
—¡Estáis hoy muy pendenciero! —replicó Paganel.
—¡Y vos muy áspero! —contestó el Mayor.
La discusión, como se ve, tomaba un mal giro inesperado, no obstante versar sobre una bagatela, y Glenarvan juzgó conveniente intervenir.
—Indudablemente —dijo— hay algo de espíritu de contradicción en el uno y de excesiva susceptibilidad en el otro, lo que extraña mucho en los dos.
El patagón, sin comprender de qué se trataba, había adivinado fácilmente que los dos amigos disputaban. Se sonrió, y dijo tranquilamente:
—Eso es efecto del viento norte.
—¡El viento norte! —exclamó Paganel. ¿Qué tiene que ver una cosa con otra?
—Mucho —respondió Glenarvan—; el viento norte es quien os pone de tan mal humor. He oído decir que exalta mucho el sistema nervioso en el sur de América.
—¡Por san Patricio! ¡Tenéis razón, Edward! —dijo el Mayor, y soltó una carcajada.
Pero Paganel, verdaderamente encolerizado, no quiso abandonar la discusión, y se volvió contra Glenarvan, cuya intervención no le hizo gracia.
—¿De veras, Milord, tengo exaltado el sistema nervioso?
—Sí, Paganel; por el viento norte, que hace cometer muchos crímenes en las pampas, como la tramontana en la campiña de Roma.
—¡Crímenes! —repitió el sabio. ¿Tengo yo la facha de un facineroso que quiere cometer crímenes?
—No digo eso precisamente.
—Decid de una vez que quiero asesinaros.
—Mucho lo temo —respondió Glenarvan sin poder contener la risa. Afortunadamente, el viento del norte no dura más que un día.
Todos aplaudieron la respuesta de Glenarvan, por lo que Paganel picó con ambas espuelas su caballo y se fue delante de todos para desahogar solo su mal humor. Un cuarto de hora después, no se acordaba ya de nada.
El buen carácter del sabio sufrió una alteración instantánea, pero debida, como había dicho muy bien Glenarvan, a una causa enteramente exterior.
A las ocho de la noche, Thalcave, que se había adelantado algo para explorar el terreno, distinguió las orillas del deseado lago. Un cuarto de hora después, la comitiva se apeaba en las márgenes del Salinas. Pero allí les aguardaba un desengaño horrible. El lago estaba seco.