Una vez aclarada la equivocación que condujo al pasajero del camarote número seis a confundir el Duncan con el Scotia, nos enteramos de que se trata de un célebre geógrafo francés llamado Santiago Paganel. Este sabio tenía intención de viajar a la India para hacer investigaciones geográficas sobre el terreno, pero sus planes quedan irremediablemente retrasados...
La gracia con que dijo todo esto el secretario de la Sociedad de Geografía, probaba que era un hombre muy amable. Lord Glenarvan sabía, además, perfectamente con quién estaba hablando; conocía el nombre y el mérito de Santiago Paganel, cuyos trabajos geográficos, memorias sobre los descubrimientos modernos insertas en los boletines de la Sociedad y correspondencia con el mundo entero, le acreditaban como uno de los sabios más distinguidos de Francia. Así es que Glenarvan tendió cordialmente la mano a su huésped inesperado.
—Y ahora que están hechas nuestras presentaciones —añadió—, ¿me permitiréis, Monsieur Paganel haceros una pregunta?
—Cuantas queráis, Milord —respondió Santiago Paganel—; tendré siempre mucho gusto en conversar con vos.
—¿Llegasteis anteanoche a bordo de este buque?
—Sí, Milord, anteayer a las ocho. Pasé del Cáledonian railway a un carruaje, y del carruaje al Scotia, en el que había reservado desde París el camarote número seis. La noche estaba oscura. A nadie vi a bordo. Rendido por un viaje de treinta horas y sabiendo que es una buena precaución para evitar el mareo acostarse al llegar y no moverse durante los primeros días de travesía, me metí en la cama inmediatamente, donde he dormido como un lirón —no creáis que exagero— por espacio de treinta y seis horas.
Los que oían a Santiago Paganel sabían ya a qué atenerse acerca de su presencia a bordo. El viajero francés, equivocando el buque, se había embarcado mientras la tripulación del Duncan se hallaba en la ceremonia de Saint-Mungo. Todo estaba explicado. ¿Pero qué iba a decir el sabio geógrafo, luego que supiese el nombre y el destino del buque en que se encontraba?
—Así, pues, Monsieur Paganel —dijo Glenarvan—, ¿es Calcuta el punto de partida de vuestros viajes?
—Sí, Milord. Durante toda mi vida he acariciado la idea de ver la India. Voy, al fin, a realizar mi sueño dorado en la patria de los elefantes y de los taugs.
—¿No os sería indiferente, señor Paganel, visitar otro país?
—No, Milord, me sería hasta desagradable; porque tengo recomendaciones para Sommerset, el gobernador general de las Indias, y tengo que desempeñar una misión de la Sociedad Geográfica.
—¿Conque tenéis una misión?
—Sí; tengo que intentar un viaje útil y curioso, cuyo programa ha sido redactado por mi sabio amigo y colega Monsieur Vivian de Saint-Martin. Se trata de seguir las huellas de los hermanos Schlagintweit, del coronel Waugh, de Hodgson, de los misioneros Huc y Gabet, de Moorcroft, de Webb, de Monsieur Julio Remy y de otros varios viajeros célebres. Quiero triunfar donde pereció desgraciadamente, en 1846, el misionero Krick; quiero, en una palabra, reconocer el curso del Yurú-Dzangho-Tchú, que riega el Tíbet a lo largo de 1.500 kilómetros, rodeando la base septentrional del Himalaya, y saber, en fin, si este río no se junta con el Brahmaputra al nordeste de Assam. La medalla de oro, Milord, está asegurada al viajero que llegue a realizar este viaje, que es uno de los más vivos desiderata de la geografía de las Indias.
Paganel estaba magnífico. Hablaba con una animación soberbia, dejándose llevar rápidamente en alas de su imaginación, tan imposible de refrenar como el Rin en las cataratas del Schafouse.
—Monsieur Jacques Paganel —dijo Lord Glenarvan después de un breve silencio—, es seguramente un buen viaje el que vais a emprender, y por él os quedará la ciencia reconocida; pero no quiero prolongar por más tiempo vuestro error, y debo deciros que, al menos por ahora, tendréis que renunciar al placer de visitar las Indias.
—¡Renunciar! ¿Y por qué?
—Porque volvéis la espalda a la península india.
—¡Cómo! El capitán Burton…
—Yo no soy el capitán Burton —respondió John Mangles.
—¿Pero el Scotia?
—Este buque no es el Scotia.
No sería posible describir el asombro de Paganel. Miró sucesivamente a Lord Glenarvan, que permanecía serio, a Lady Elena y a Mary Grant, cuyas facciones expresaban un simpático sentimiento; a John Mangles, que se sonreía, y al Mayor, que no pestañeaba; después, encogiéndose de hombros y pasando las gafas de la frente a los ojos, dijo:
—¡Qué chasco!
Pero en aquel momento tropezó su mirada con la rueda del timón, en que se leían estas palabras:
«Duncan-Glasgow»
—¡El Duncan!, ¡el Duncan! —exclamó con verdadera desesperación.
Después, precipitándose por la escotilla de popa, entró en su camarote.
Así que desapareció el desventurado sabio, nadie a bordo, exceptuando el Mayor, pudo conservar su seriedad, y hasta los marineros se rieron. ¡Equivocarse de railway! ¡Se comprende! ¡Tomar el tren de Edimburgo por el de Dumbarton! ¡Pase también! Pero equivocarse de buque, y navegar hacia Chile, queriendo ir a las Indias, ya es un exceso de distracción inconcebible.
—Nada me asombra —dijo Lord Glenarvan— en Santiago Paganel, cuyas distracciones le han hecho célebre. Una vez metió el Japón en un célebre mapa, que publicó de América, lo que no le impide ser un sabio distinguido, y uno de los mejores geógrafos de Francia.
—¿Pero qué vamos a hacer de ese pobre señor? —dijo Lady Elena. No podemos llevárnoslo a la Patagonia.
—¿Por qué no? —respondió gravemente Mac Nabbs. Nosotros no tenemos la culpa de sus distracciones. Supongamos que se hallara en un tren. ¿Le haría detenerse?
—No, pero bajaría en la próxima estación —contestó Lady Elena.
—Pues bien —dijo Glenarvan—, eso mismo podrá hacer, si quiere, a nuestra primera arribada.
En aquel momento, Paganel, avergonzado y cariacontecido, volvió a subir a la toldilla, después de haberse asegurado de que tenía a bordo su equipaje. Repetía incesantemente estas palabras: ¡el Duncan!, ¡el Duncan! No hubiera podido encontrar otras en su vocabulario. Iba y venía, examinando la arboladura del yate, interrogando el mudo horizonte de alta mar. Volvió al fin a acercarse a Lord Glenarvan.
—¿Y este Duncan va…? —dijo.
—A América, señor Paganel.
—¿Y más especialmente…?
—A Concepción.
—¡A Chile! ¡A Chile! —exclamó el desventurado geógrafo. ¡Y mi misión de la India! ¿Qué van a decir Monsieur de Quatrefages, presidente de la comisión central, y Monsieur D’Avezaz, y Monsieur Cortambert, y Monsieur Vivian de Saint-Martin? ¿Cómo me he de volver a presentar dignamente a las sesiones de la Sociedad?
—Calma, señor Paganel —respondió Glenarvan—, no os desesperéis. Todo puede arreglarse, y no habréis sufrido más que un retraso relativamente de poca importancia. El Yarú-Dzangho-Tchú os aguardará todo el tiempo que queráis en las montañas del Tibet. Pronto tocaremos en la isla de Madeira, y allí no faltará algún buque para volver a Europa.
—Os doy gracias, Milord, y no hay más que hacer que resignarse. Pero no se puede negar que la aventura es extraordinaria, y que sólo a mí suceden estas cosas. ¡Y mi camarote, que lo tengo tomado a bordo del Scotia!
—¡Ah! En cuanto al Scotia, podéis renunciar a él por ahora.
—Pero —dijo Paganel después de haber examinado de nuevo el buque—, ¿no es el Duncan un yate de recreo?
—Sí, señor —respondió John Mangles—, y pertenece a Su Honor Lord Glenarvan.
—Que os suplica que uséis ampliamente de su hospitalidad —dijo Glenarvan.
—Mil gracias, Milord —respondió Paganel. Os agradezco en el alma vuestra cortesía; pero permitidme una simple observación: la India es un hermoso país, ofrece a los viajeros sorpresas maravillosas, y sin duda estas señoras no lo conocen. Pues bien, bastaría que el timonel diese una vuelta a la rueda, para que el yate Duncan navegase con tanta facilidad hacia Calcuta como hacia Concepción, y puesto que se trata de un viaje de recreo…
Los movimientos de cabeza que acogieron la proposición de Paganel no permitieron a éste acabarla de expresar y quedó como cortado.
—Monsieur Paganel —dijo entonces Lady Elena—, si no se tratase más que de un viaje de recreo, os respondería: vamos todos a las Indias, y Lord Glenarvan no se opondría a ello. Pero el Duncan va a recoger, para devolverlos a su patria, algunos náufragos abandonados en las costas de la Patagonia y no puede desistir de un propósito tan humanitario.
En poco tiempo el viajero francés fue puesto al corriente de la situación, y no sin conmoverse, supo el providencial encuentro de los documentos, la historia del capitán Grant y la generosa protección de Lady Elena.
—Señora —dijo—, permitidme en cuanto habéis hecho admirar vuestra conducta, y admirarla sin reserva. Que vuestro yate continúe su rumbo, pues yo no podría perdonarme nunca el haberle ocasionado un solo día de retraso.
—¿Queréis asociaros a nuestras investigaciones? —preguntó Lady Elena.
—Es imposible, señora, tengo que cumplir mi misión. Desembarcaré en el primer punto en que toquéis…
—En Madeira, pues —dijo John Mangles.
—Sea. Me hallaré a 180 leguas de Lisboa, y aguardaré allí medios de transporte.
—De acuerdo, Monsieur Paganel —dijo Glenarvan—, todo se hará a medida de vuestro deseo, y entretanto me considero feliz pudiéndoos ofrecer algunos días de hospitalidad a bordo. ¡Ojalá no os fastidiéis mucho en nuestra compañía!
—¡Oh, Milord! —exclamó el sabio. En medio de todo ha sido para mí una dicha equivocarme de una manera tan agradable. Sin embargo, es una situación muy ridícula la de un hombre que se embarca para las Indias y se hace a la vela para América.
A pesar de esta reflexión melancólica, Paganel se conformó con un retraso que no podía evitar. Se manifestó amable, alegre y hasta distraído; encantó a las señoras con su buen humor, y antes de terminar el día era ya amigo de todo el mundo. A petición suya, le enseñaron el famoso documento, y lo estudió con cuidado y minuciosamente. No le pareció posible otra interpretación que la que se le había dado. Mary Grant y su hermano le interesaron vivamente, y les dio buenas esperanzas. Su manera de entrever los acontecimientos y el buen éxito infalible que predijo al Duncan arrancaron a la joven una sonrisa. La verdad es, que sin la misión especial que se lo impedía, él se hubiera lanzado también en busca del capitán Grant.
Respecto a Lady Elena, cuando él supo que era hija de William Tuffnel, prorrumpió en una explosión de interjecciones admirativas. Había conocido a su padre. ¡Qué sabio tan audaz! ¡Cuántas cartas se escribieron cuando William Tuffnel fue miembro corresponsal de la Sociedad! ¡Era él, él mismo quien le había presentado a Malte-Brun! ¡Qué encuentro tan feliz! ¡Qué gusto viajar con la hija de William Tuffnel!
Por último, pidió a Lady Elena permiso para abrazarla, en lo que consintió Lady Glenarvan, aunque fuese algo improper.