No hay esperanza para nuestros amigos expedicionarios, que han sido condenados a muerte con las primeras luces del día. Custodiados por feroces guerreros en el centro del campamento indígena, tratan de resistir con entereza en sus últimas horas. Sin embargo, una inesperada intervención del exterior les ofrece nuevas perspectivas y un rayo de esperanza...
Al desaparecer el sol al otro lado del lago Tauco, detrás de los cerros de Tuhalma y del Pukatapu, los cautivos fueron conducidos de nuevo a su encierro, del cual no debían ya salir hasta que los primeros resplandores del día doraran las cimas de los Wahiti Rangers.
Les quedaba una noche para prepararse a morir. A pesar del horror que les dominaba, cenaron todos juntos.
—Todas nuestras fuerzas —había dicho Glenarvan— no serán demasiadas para mirar la muerte cara a cara. Es preciso enseñar a esos bárbaros de qué modo saben morir los europeos.
Después de cenar, Lady Elena recitó en alta voz la oración de la tarde, que todos sus compañeros repitieron con la cabeza descubierta.
¿Quién no piensa en Dios teniendo la muerte delante?
Cumpliendo este deber, los prisioneros se abrazaron.
Mary Grant y Elena se echaron encima de una manta en un extremo de la choza. No tardó el sueño, que suspende todos los males, en cerrar sus párpados, y ambas, vencidas por la fatiga y los prolongados insomnios, se durmieron abrazadas.
Glenarvan llamó entonces aparte a sus amigos, y les dijo:
—Queridos compañeros, nuestra vida y la de esas pobres mujeres se hallan en manos de Dios. Si está escrito que hemos de morir mañana, no dudo que sabremos morir como hombres de corazón y como cristianos dispuestos a comparecer sin temor ante el Juez Supremo. Dios, que lee en el fondo de las almas, sabe que aspirábamos a un noble fin, y nuestra empresa no será a sus ojos grata, si en lugar del éxito encontramos la muerte. Él lo habrá querido. Por duro que sea su fallo no murmuraré contra Él. Pero la muerte que nos espera no es solamente la muerte, es el suplicio, tal vez la infamia, y esas dos mujeres…
La voz de Glenarvan, firme hasta entonces, se alteró, y calló para dominar su emoción. Después de una breve pausa, dijo al joven capitán:
—John, tú has prometido a Mary lo que he prometido yo a Lady Elena. ¿Qué has resuelto?
—Creo —respondió John Mangles— tener delante de Dios el derecho de cumplir mi promesa…
—¡Sí, John! Pero no tenemos armas…
—He aquí una —dijo John, enseñando un puñal—. Lo arranqué de las manos de Kara Teté cuando el salvaje cayó a vuestros pies. Milord: el que de los dos sobreviva al otro, cumplirá el deseo de Lady Elena y Mary Grant.
Después de estas palabras, reinó en la choza un profundo silencio que interrumpió el Mayor diciendo:
—Amigos míos, reservad para los últimos minutos este medio extremo. Yo soy poco partidario de lo que es irremediable.
—No he hablado por nosotros —respondió Glenarvan—. Sabremos arrostrar la muerte, cualquiera que sea. ¡Ah! Si estuviésemos solos, veinte veces os hubiera ya dicho: ¡Amigos míos, intentemos una salida! ¡Ataquemos a esos miserables! ¡Pero ellas! ¡Ellas…!
En aquel momento John levantó un poco el tapiz, y contó veinticinco indígenas de centinela junto a la puerta del Waré Atoua. Habían encendido una inmensa hoguera que despedía siniestros resplandores. Algunos salvajes estaban tendidos alrededor del fuego, y otros, de pie e inmóviles, se destacaban vigorosamente en negro sobre un fondo de llamas. Pero todos dirigían con frecuencia la vista hacia la choza confiada a su vigilancia.
Dícese que entre un carcelero que vigila y un preso que quiere huir, es el preso quien lleva la ventaja. En efecto, el interés de éste es mayor que el de aquél. El que vigila puede olvidarse de vigilar, pero el vigilado no puede olvidar que es vigilado. Con más frecuencia piensa el preso en fugarse, que el carcelero en impedir su fuga. Así se explican tantas y tan maravillosas evasiones.
Pero nuestros cautivos estaban vigilados por el odio y la venganza y no por un carcelero indiferente. Los salvajes no ataron a los presos porque comprendían que las ligaduras eran de todo punto innecesarias, habiendo veinticinco hombres que guardaban la única salida del Waré Atoua.
Apoyada la choza contra la roca en que terminaba la empalizada, sólo era accesible por una estrecha lengua de tierra que la unía por delante a la plataforma del pah. Sus otros dos lados se elevaban por encima de acantilados cortados a pico que formaban un abismo de cien pies de profundidad. Imposible era bajar por allí. Tampoco había medio de huir por el fondo a que un enorme peñasco servía de coraza. La única salida era la entrada misma del Waré Atoua, y los maoríes guardaban la lengua de tierra que la unía con el pah a la manera de puente levadizo. Era, pues, imposible toda evasión, y así tuvo que reconocerlo Glenarvan, después de haber sondeado veinte veces las paredes de su encierro.
Entretanto, iban deslizándose las horas de aquella noche de angustias. Densas tinieblas habían invadido la montaña, sin que turbasen la profunda oscuridad la Luna y las estrellas. Algunas ráfagas de viento azotaban los costados del pah y reanimaban la hoguera de los indígenas, y el reflejo de las llamas enviaba rápidos resplandores al interior del Waré Atoua, que iluminaban un instante a los presos abismados en sus últimos pensamientos. Un silencio sepulcral reinaba en la choza.
Serían las cuatro de la mañana, cuando llamó la atención del Mayor un ligero ruido que parecía venir de detrás de los pies derechos del fondo, en la pared de la choza recostada en la peña. Viendo Mac Nabbs que el ruido, al cual fue indiferente en un principio, continuaba, fijó la atención, y excitada su curiosidad por su persistencia, aplicó, para apreciarlo mejor, el oído contra el suelo. Le pareció que escarbaban, que ahuecaban por la parte de afuera.
El Mayor, cuando estuvo seguro del hecho, se acercó a Glenarvan y a John Mangles, les sustrajo a sus dolorosos pensamientos y les condujo hacia el fondo de la choza.
—Escuchad —les dijo en voz baja, indicándoles que se inclinaran hacia el suelo.
El ruido era cada vez más perceptible, pudiéndose oír hasta el rechinar de las piedras bajo la presión de un instrumento agudo.
—Algún animal que escarba en su madriguera —dijo John Mangles.
Glenarvan se dio una palmada en la frente.
—¡Quién sabe! —dijo—. ¿Y si fuera un hombre?
—Hombre o animal —respondió el Mayor—, pronto saldremos de dudas.
Wilson y Olbinett se reunieron a sus compañeros, y todos se pusieron a horadar la pared, John con su puñal, y los otros con piedras arrancadas del suelo y con las uñas, mientras Mulrady, tendido en tierra, espiaba por debajo del tapiz el grupo de indígenas.
Los salvajes, inmóviles alrededor de la hoguera, no sospechaban nada de lo que sucedía a veinte pasos de ellos.
El suelo estaba formado de una tierra poco compacta, una especie de toba que cubría la roca silícea, gracias a la cual el agujero se ensanchó y profundizó rápidamente. Muy pronto no cupo la menor duda de que uno o más hombres, pegados a la pared del pah, abrían en ella una galería.
¿Cuál podía ser su objeto? ¿Tenían noticia de que había allí presos, o todo aquel trabajo era el resultado de una tentativa personal desesperada?
Los cautivos redoblaron sus esfuerzos. Brotaba sangre de sus lastimados dedos, pero seguían escarbando. En media hora llegó a tener el agujero media toesa de profundidad, y por los ruidos más acentuados se podía conocer que únicamente impedía ya una comunicación inmediata una delgada capa de tierra. Transcurrieron algunos minutos más, y de repente el mayor sacó la mano del agujero herida por una hoja aguda. Pudo reprimir un grito de dolor que estuvo a punto de escapársele.
John Mangles, con la hoja de su puñal, separó el cuchillo que salía ya fuera de tierra, y cogió la mano que lo empuñaba.
La mano era de mujer o de niño, y era además de piel blanca.
Era evidente que lo mismo los que escarbaban de fuera adentro, que los que escarbaban de dentro afuera, tenían interés en callar, pues nadie dijo una sola palabra:
—¿Si será Roberto? —murmuró Glenarvan.
Aunque pronunció este nombre en voz muy baja, Mary Grant, a quien despertó la agitación de sus compañeros, corrió hacia Glenarvan, y cogiendo aquella mano manchada de tierra la cubrió de besos.
—¡Tú! ¡Tú! —decía la joven, que no podía engañarse—. ¡Tú, mi Roberto!
—¡Sí, hermana de mi alma! —respondió Roberto—. ¡Aquí estoy para salvaros a todos! ¡Pero silencio!
—¡Heroico niño! —repetía Glenarvan.
—Vigilad a los salvajes de fuera —dijo Roberto.
Mulrady, momentáneamente distraído por la aparición del denodado niño, volvió en seguida a su puesto de observación.
—Todo va bien —dijo—. No hay más que cuatro guerreros velando, y los demás duermen.
—¡Valor! —respondió Wilson.
En un instante se ensanchó el agujero suficientemente, y Roberto pasó de los brazos de su hermana a los de Lady Elena. Llevaba arrollada alrededor de su cuerpo una larga cuerda de phormium.
—¡Hijo mío! ¡Hijo mío! —murmuró la joven Lady—. ¡No te han matado los salvajes!
—No, señora —respondió Roberto—. No sé cómo pude librarme de que no me vieran; durante el tumulto salí del recinto, y por espacio de dos días he permanecido oculto en los arrecifes, de los cuales salía de noche con el deseo de veros. Con mantas y ramas me he construido una mala escala a fuerza de paciencia; por casualidad he encontrado una especie de cueva abierta en la misma peña en que se apoyaba esta choza; no he tenido que hacer más que profundizar unos cuantos pies en una tierra blanda, y aquí estoy.
Veinte besos mudos fueron la única respuesta que obtuvo Roberto.
—¿Está abajo Paganel? —preguntó Glenarvan.
—¿Monsieur Paganel? —respondió el niño sorprendido por la pregunta.
—Sí. ¿Nos espera?
—No, Milord. ¿No está aquí Monsieur Paganel?
—No está, Roberto —respondió Mary Grant.
—¡Cómo! ¿No le has visto? —preguntó Glenarvan—. ¿No os habéis encontrado en el tumulto? ¿No os escabullisteis juntos?
—No, Milord —respondió Roberto, aterrado al saber la desaparición de su amigo Paganel.
—Partamos —dijo el Mayor—, no perdamos un minuto. Dondequiera que se encuentre Paganel, no puede encontrarse peor que nosotros aquí. ¡Partamos!
En efecto, los momentos eran preciosos. Preciso era evadirse cuanto antes. La evasión no ofrecía más dificultad que una pared casi perpendicular de unos veinte pies, pues la escarpa se convertía en una cuesta bastante suave hasta llegar al pie de la montaña. Desde la cuesta podían los evadidos llegar en muy poco tiempo a los valles inferiores, al paso que los maoríes, si advertían la fuga, tendrían que dar un largo rodeo para alcanzarles, pues ignoraban la existencia de la galería abierta entre el Waré Atoua y el declive exterior.
Después de tomar todas las precauciones necesarias, los cautivos se enhebraron, si así puede decirse, uno tras otro, por la estrecha galería y se encontraron en la gruta. John Mangles, antes de abandonar la choza, hizo desaparecer todos los escombros y se deslizó a su vez por la abertura, que tapó cuidadosamente con los groseros tapices de la choza misma. La galería estaba completamente oculta.
Hallándose ya todos en la cueva, tenían que descender por la pared perpendicular hasta la escarpa, y este descenso hubiera sido impracticable si no se hubiese provisto Roberto de la cuerda de phormium.
Se echó mano de ella, y atándola por un extremo a un vuelo de la roca, la dejaron colgando.
John Mangles, antes que sus compañeros fiasen su salvación a aquellas hebras de phormium retorcidas, quiso probar su resistencia, y le pareció que ésta no era mucha, siendo por lo tanto preciso tomar precauciones, pues una caída podía ser fatal.
—La cuerda —dijo— no puede resistir más que el peso de dos cuerpos, y hemos de proceder teniendo en cuenta esta circunstancia. Que bajen primero Lord y Lady Glenarvan, y cuando hayan llegado a la escarpa sacudan tres veces la cuerda para indicar que podemos seguirles.
—Yo bajaré primero —dijo Roberto—. He descubierto en la parte baja de la escarpa una especie de excavación profunda, en que los primeros que bajen podrán esconderse y aguardar a los demás.
—Baja, hijo mío —dijo Glenarvan estrechándole la mano.
Roberto desapareció por la abertura de la gruta. Un minuto después, la cuerda, tres veces sacudida, indicó que había llevado a cabo felizmente su descenso.
Tocó el turno a Glenarvan y Lady Elena. La oscuridad era aún profunda, pero algunas tintas cenicientas matizaban ya las cimas que se erguían al este.
El frío penetrante de la mañana reanimó a la joven Lady. Se sintió más fuerte y empezó su peligrosa evasión.
Glenarvan primero y en seguida Lady Elena se deslizaron a lo largo de la cuerda hasta el punto en que la pared perpendicular descansaba en la parte superior de la escarpa. Luego Glenarvan, precediendo a su esposa, inició el descenso.
Buscaba las matas de hierba y los arbustos que podían ofrecerle un punto de apoyo, y después de probar su resistencia, colocaba en ellos el pie de Lady Elena. Algunos pájaros despertados de improviso volaban chillando, y los fugitivos se estremecían cuando una piedra desprendida de su alvéolo rodaba con estrépito hasta el pie de la montaña.
Habían llegado a la mitad de la escarpa, cuando John Mangles dijo desde la entrada de la gruta:
—¡Deteneos!
Glenarvan, asido con una mano de una mata de tetrágonos, y sosteniendo con la otra a su esposa, se detuvo casi sin respirar.
Wilson había dado la señal de alerta. Habiendo oído algún ruido en el exterior del Waré Atoua, entró de nuevo en la choza, levantó el tapiz de la puerta, y observó a los maoríes. A una señal suya, John detuvo a Glenarvan.
En efecto, uno de los salvajes que estaban de guardia, sorprendido por algún rumor insólito, se había levantado y acercado al Waré Atoua. En pie, a dos pasos de la choza, escuchaba con la cabeza inclinada. Permaneció en esta actitud un minuto largo como una hora, con el oído atento y la vista en acecho. Después meneando la cabeza como hombre que se ha engañado, volvió a unirse con sus compañeros, cogió un haz de leña y lo arrojó a la hoguera medio apagada, cuyas llamas se avivaron. Su rostro, vivamente iluminado, no revelaba ninguna preocupación, y después de observar los primeros resplandores del alba que blanqueaban el horizonte, se tendió cerca del fuego para calentar sus miembros ateridos.
—Todo va bien —dijo Wilson.
John hizo seña a Glenarvan para que siguiera bajando.
Glenarvan se deslizó suavemente por la escarpa, y Lady Elena y él pusieron el pie en el estrecho sendero en que les aguardaba Roberto.
La cuerda fue tres veces sacudida, y John Mangles a su vez, precediendo a Mary Grant, siguió el peligroso camino.
Llegado abajo sin novedad con Mary, ambos se reunieron a Lord y Lady Glenarvan en el escondrijo indicado por Roberto.
Cinco minutos después, todos los fugitivos, felizmente evadidos del Waré Atoua, salían de su retiro provisional, y evitando las márgenes habitadas del lago, se hundían por angostos senderos en lo más profundo de las montañas.
Andaban rápidamente, procurando alejarse de todos los puntos desde donde pudieran ser vistos. No hablaban, y se deslizaban como sombras por entre la maleza. ¿Adónde iban? No lo sabían, pero estaban libres.
A las cinco aproximadamente empezó a apuntar el día. Azulados matices jaspeaban elevadas fajas de nubes. Las brumosas cimas se desprendían de los vapores matutinos. No debía tardar en aparecer el astro, el cual, en lugar de señalar la hora del suplicio, iba a anunciar la fuga de los condenados a sufrirlo.
Era, pues, preciso antes que llegase el fatal momento, que los fugitivos estuviesen fuera del alcance de los salvajes, a fin de hacerles con la distancia perder la pista. Pero no podían andar muy de prisa, porque las sendas eran escabrosas. Lady Elena subía las cuestas sostenida, o por mejor decir, llevada por Glenarvan, y Mary Grant se apoyaba en el brazo de John Mangles. Roberto, feliz y triunfante, con el corazón lleno de alegría por el éxito obtenido, abría la marcha, y los dos marineros la cerraban.
Media hora más y el sol aparecería en el horizonte.
Durante media hora los fugitivos anduvieron a ciegas y al azar. No estaba con ellos Paganel para dirigirles; Paganel, objeto de sus alarmas, cuya ausencia era una sombra negra que oscurecía su felicidad. Sin embargo, se dirigían hacia el este todo lo posible, y en esta dirección los guiaba una magnífica aurora. Llegaron a una altura de 500 pies sobre el nivel del lago Taupo, sintiendo vivamente el frío de la alborada. Formas indecisas de colinas y cerros se escalonaban progresivamente, y Glenarvan no deseaba más que perderse en las montañas.
Apareció, en fin, el sol delante de los fugitivos.
De pronto un aullido terrible, compuesto de cien gritos, resonó en el aire. Procedía del pah, cuya exacta situación ignoraba Glenarvan entonces. Además, un tupido velo de brumas, tendido bajo sus pies, le impedía distinguir los valles profundos.
Pero ninguna duda podía caber a los fugitivos de que su evasión había sido descubierta. ¿Escaparían a la persecución de los indígenas? ¿Habrían sido vistos? ¿No les harían traición sus propias huellas?
En aquel momento se elevó la niebla y distinguieron a trescientos pies debajo de ellos el frenético enjambre de indígenas.
Habían, pues, sido descubiertos. Resonaron nuevos aullidos, con los cuales se mezclaron ladridos de perros, y la tribu entera, después de haber intentado en vano escalar la roca del Waré Atoua, se precipitó fuera de la fortaleza, y se lanzó por los senderos más cortos, en persecución de los prisioneros que huían de su venganza.