Los expedicionarios se refugian en su huída en el monte donde estaba enterrado el jefe maorí que había sido asesinado por Glenarvan, convertido así en tabú para los maoríes. Pero la férrea vigilancia a que los indígenenas lo tenían sometido hacía inviable cualquier intento de fuga. Sin embargo, la fértil imaginación de Paganel, unida a la audacia de los expedicionarios, idea un ingenioso sistema de fuga que requerirá de los esfuerzos conjuntos de los fugitivos.
Al amanecer del día siguiente, 17 de febrero, los primeros rayos del sol despertaron a los refugiados del Maunganamu. Desde mucho antes de rayar el alba, los maoríes iban y venían al pie del cono, sin separarse de su línea de observación. Furiosos gritos saludaron la aparición de los europeos al salir éstos del recinto.
Todos dirigieron sus primeras miradas a las montañas circundantes, a los profundos valles sumergidos aún en las tinieblas, y a la superficie del lago Taupo, ligeramente rizada por las auras matinales.
Deseosos de conocer los proyectos de Paganel, todos formaron un círculo alrededor del sabio geógrafo y le interrogaron con la mirada.
Paganel respondió sin vacilar a la impaciente curiosidad de sus compañeros.
—Amigos míos —dijo—, la gran ventaja de mi procedimiento está en que aun en el caso de no conseguir con él nuestro objetivo, no empeorará nuestra situación en lo más mínimo. Pero no debe fracasar, y no fracasará.
—Decid pronto en qué consiste —dijo Mac Nabbs.
—Vais a juzgarlo —respondió Paganel—. La misma superstición de los indígenas, que ha hecho de esta montaña un lugar de asilo, nos ha de ayudar a salir de ella. Si consigo persuadir a Kai Koumou de que hemos sido víctimas de nuestra profanación, de que el rayo de venganza del cielo nos ha anonadado, y hemos muerto de una manera terrible, ¿no os parece que abandonará este cerro del Maunganamu para volver a su aldea?
—Es indudable —dijo Glenarvan.
—¿Y con qué horrible muerte nos amenazáis? —preguntó Lady Elena.
—Con la muerte de los sacrílegos, amigos míos —respondió Paganel—. Bajo nuestros pies están las llamas vengadoras. ¡Abrámosles paso!
—¡Cómo! ¿Queréis hacer un volcán? —exclamó John Mangles.
—Sí, un volcán artificial, un volcán improvisado, cuyos furores dirigiremos. Tenemos una provisión de vapores y fuegos subterráneos que no desean más que salir. Organicemos en provecho nuestro una erupción ficticia.
—¡Buena idea! —dijo el Mayor—. ¡Muy bien pensado, Paganel!
—Comprendéis —añadió el geógrafo— que fingiremos ser devorados por las llamas del Plutón zelandés, y desapareceremos espiritualmente en la tumba de Kara Teté…
—Donde permaneceremos tres o cuatro días, y hasta cinco, si es preciso, es decir, hasta que los salvajes, convencidos de nuestra muerte, desistan de sus hostilidades.
—Pero, ¿y si quieren cerciorarse de nuestro castigo —dijo Miss Grant— y suben a la montaña?
—No, mi querida Mary —respondió Paganel—, no subirán. La montaña es sagrada, y lo será aún más cuando haya devorado a sus profanadores.
—El proyecto está bien concebido —dijo Glenarvan—. No tiene en contra más que una contingencia: la de que los salvajes se obstinen en permanecer mucho tiempo aún al pie del Maunganamu y lleguemos a carecer de víveres. Pero esto no es probable, sobre todo si desempeñamos bien nuestro papel…
—¿Y cuándo empezará la función? —preguntó Lady Elena.
—Esta misma noche —respondió Paganel—, cuando reine la oscuridad más completa.
—De acuerdo —dijo Mac Nabbs—. Paganel, sois hombre ingenioso, y yo, que no me entusiasmo fácilmente, me atrevo a responder del éxito. ¡Ah! ¡Tunantes! ¡Vamos a ofrecerles un milagrillo que retrasará más de un siglo su conversión! ¡Perdónennos los misioneros!
El proyecto de Paganel quedó adoptado, y realmente, con las supersticiosas ideas de los maoríes podía y debía producir los resultados apetecidos. Faltaba su ejecución. La idea era buena, pero no era fácil ponerla en práctica. ¿No devorará el volcán a los atrevidos que le hayan abierto un cráter? ¿Podrán dominar y dirigir la erupción cuando hayan desencadenado sus vapores, sus llamas y sus lavas? ¿No se hundirá el cono entero en un abismo de fuego? Un proyecto tan temerario era poner la mano en fenómenos cuyo monopolio absoluto se ha reservado la Naturaleza.
Paganel había previsto estas dificultades, pero contaba obrar con prudencia y no llevar las cosas al último extremo. Bastaba la apariencia para engañar a los maoríes, y no había necesidad de recurrir a la terrible realidad de una erupción.
¡Cuán largo pareció aquel día! ¡Todos contaron sus interminables horas! Todo estaba preparado para la evasión. Con los víveres del Oudoupa se habían formado ligeros paquetes. Algunas mantas y todas las armas de fuego que se encontraron en la tumba del jefe componían el bagaje. No es necesario decir que estos preparativos se hicieron dentro de la empalizada, ocultándose de los salvajes.
A las seis, el stewart sirvió una comida abundante, pues nadie podía prever dónde y cuándo volverían a probar bocado en los valles del distrito. Comieron, pues, todos por anticipación, si así puede decirse. El mejor plato se componía de media docena de ratas grandes, cogidas por Wilson y asadas en el suelo. Lady Elena y Mary Grant no quisieron en manera alguna probar de aquella carne tan estimada en Nueva Zelanda, pero los demás la saborearon como verdaderos maoríes. Era en realidad excelente y muy sabrosa, y de los seis roedores, roídos a su vez, no quedaron más que los huesos.
Llegó el crepúsculo de la tarde. El sol desapareció detrás de un parapeto de densas nubes de tempestuoso aspecto. Algunos relámpagos surcaban el horizonte, y un trueno lejano rodó por las profundidades del cielo.
Paganel saludó a la tempestad que favorecía sus designios, completando el aparato escénico. Los salvajes se sienten supersticiosamente conmovidos por los grandes fenómenos de la Naturaleza. Para los neozelandeses el trueno es la voz irritada de su Noui Atoua, y el relámpago es la fulguración de sus ojos enojados. Parecía, pues, que la divinidad venía en persona a castigar a los profanadores de la sagrada tumba, infractores del tabú.
A las ocho, la cumbre del Maunganamu desapareció envuelta en una oscuridad siniestra. El cielo preparaba un fondo negro al torrente de llamas que iba a desencadenar la mano de Paganel.
Los maoríes no podían ya ver a los fugitivos. El momento de obrar había llegado.
Era preciso proceder rápidamente. Glenarvan, Paganel, Mac Nabbs, Roberto, el stewart y los dos marineros, pusieron simultáneamente manos a la obra.
El sitio para el cráter se eligió a la distancia de treinta pasos de la tumba de Kara Teté. Era, en efecto, importante que el Oudoupa fuese respetado por la erupción, pues desapareciendo él, había desaparecido el tabú o carácter sagrado de la montaña. Paganel había visto un enorme peñasco, en torno del cual brotaban vapores bastante intensos. El peñasco cubría un pequeño cráter natural abierto en el cono, y se oponía nada más que con su peso a la salida de las llamas subterráneas. Si se conseguía arrancarle de su alvéolo, los vapores y las lavas habían de escaparse inmediatamente por la abertura desobstruida.
Con estacas arrancadas de la empalizada del Oudoupa, los trabajadores se hicieron espeques, y atacaron vigorosamente la pesada mole, la cual no tardó en moverse bajo la acción de tantos esfuerzos mancomunados.
Le abrieron una especie de zanja en el mismo plano inclinado de la vertiente para que se deslizase por ella, y a medida que la levantaban, adquirían violencia las trepidaciones de la tierra.
Sordos rugidos de llamas y silbidos: de hornaza circulaban bajo la corteza adelgazada. Los audaces trabajadores manejaban el fuego de la tierra como verdaderos cíclopes, sin hablar una palabra.
De pronto, algunas grietas que vomitaban bocanadas de ardientes vapores le indicaron que aquel sitio era peligroso; pero haciendo un último esfuerzo, arrancaron el peñasco, que cayó rodando por la pendiente y desapareció en la llanura.
Cedió entonces la adelgazada capa, y una columna incandescente subió al cielo en medio de estrepitosas detonaciones, y arroyos de agua hirviendo y de lava se precipitaron hacia el campamento de los indígenas y los valles interiores.
El cono entero se estremeció, y pudo creerse que se sumergía en un abismo sin fondo.
Glenarvan y sus compañeros tuvieron apenas el tiempo suficiente para sustraerse a los ataques de la erupción, y huyeron hacia el recinto del Oudoupa, no sin que les cayesen encima algunas gotas de agua elevadas a la temperatura de 94°. El agua que brotaba olía fuertemente a azufre.
Entonces el cono, las lavas y los detritos volcánicos, se confundieron en una sola hoguera, y torrentes de fuego surcaron las laderas del Maunganamu. El fuego de la erupción iluminó las montañas próximas, y una intensa reverberación daba un aspecto fantástico a los profundos valles.
Todos los salvajes se habían levantado, aullando, mordidos por las lavas que hervían en medio de su vivac. Aquéllos a quienes no alcanzó el río de fuego huyeron y subieron a las colinas circundantes, y luego se volvieron, aterrados, y contemplaron aquel espantoso fenómeno, aquel volcán con el que la cólera de su dios castigaba a los audaces profanadores de la montaña sagrada.
Y en los momentos en que disminuía algo el estrépito de la erupción, se les oía repetir un grito sacramental:
—¡Tabú! ¡Tabú! ¡Tabú!
Era enorme la cantidad de vapores, piedras hechas ascua y lavas, que se escapaban de aquel cráter del Maunganamu, que no era ya un simple géiser, como los que hay en Islandia cerca del monte Hecla, sino el monte Hecla mismo. Hasta entonces toda aquella supuración volcánica había estado contenida bajo la capa de tierra más superficial del cono, porque bastaban a su expansión las válvulas del Tougariro; pero cuando se le abrió una nueva salida, se precipitó con gran violencia, y aquella noche, por una ley de equilibrio, debieron perder las demás erupciones su intensidad acostumbrada.
Una hora después de la primera aparición de aquel volcán en la escena del mundo, anchos arroyos de lava corrían en todas direcciones por los flancos del cerro, y se vieron salir de sus agujeros, corriendo por la encendida tierra, legiones de ratas.
Durante toda la noche, al mismo tiempo que bramaba la tempestad en las alturas del cielo, la erupción del cono no dejó de alarmar a Glenarvan. La lava devoraba los bordes del mismo cráter y lo ensanchaba.
Los fugitivos, ocultos detrás de la estacada, seguían los espantosos progresos del fenómeno.
Llegó la mañana, sin que el furor volcánico se moderase. Se mezclaban con las llamas densos vapores amarillentos, y por todas partes serpenteaban torrentes de lava.
Glenarvan, con los ojos en acecho y el corazón palpitante, paseó sus miradas por todos los intersticios de la empalizada y observó el campamento de los indígenas.
Los maoríes habían huido a los cerros vecinos, lejos de alcance del volcán. Algunos cadáveres, tendidos al pie del cono, estaban carbonizados por el fuego. Más lejos, hacia el pah, las lavas habían alcanzado unas veinte chozas que aún humeaban. Los zelandeses, formando corrillos, contemplaban con religioso temor la cumbre del Maunganamu, coronada de humo.
Kai Koumou apareció en medio de sus guerreros, y Glenarvan le reconoció al instante. El feroz caudillo avanzó hasta la base del cono por el lado que habían respetado las lavas, pero no dio un paso más.
Extendiendo los brazos como un brujo que exorciza, hizo unos cuantos ademanes, cuya significación comprendieron los fugitivos. Como Paganel había previsto, Kai Koumou consagraba de un modo más riguroso la vengadora montaña.
Poco después, los indígenas fueron desapareciendo por los tortuosos senderos que bajaban hasta el pah.
—¡Parten! —exclamó Glenarvan—. ¡Abandonan su puesto! ¡Loado sea Dios! ¡Nuestra estratagema ha tenido buen éxito! ¡Mi querida Elena, mis buenos compañeros, ahora estamos muertos, estamos enterrados! ¡Pero esta noche resucitaremos, saldremos de la tumba y huiremos de estas tribus bárbaras!
Nadie es capaz de figurarse la alegría que reinó en el Oudoupa. La esperanza había renacido en todos los corazones. Los animosos compañeros olvidaban el pasado, prescindían del porvenir y no pensaban más que en el presente. Y, sin embargo, no era cosa fácil llegar a algún establecimiento europeo en medio de aquellas comarcas desconocidas. Pero una vez burlado Kai Koumou, se creían libres de todos los salvajes de Nueva Zelanda.
El Mayor no pudo disimular el soberano desprecio que le inspiraban los maoríes, y no encontraba para calificarles expresiones bastante duras. Parecía que él y Paganel habían apostado a cuál de los dos vertía más improperios contra ellos. Les trataron de brutos, de estúpidos, de asnos; les llamaron idiotas del Pacífico, salvajes de Bedlam, cretinos de las antípodas, etcétera. Eran inagotables.
Un día entero debía transcurrir aún antes de la evasión definitiva, y este día se invirtió en discutir un plan de fuga. Por fortuna, Paganel había conservado su mapa de Nueva Zelanda, y pudo buscar en él los caminos más seguros.
Después de la discusión, los fugitivos resolvieron dirigirse al este, hacia la bahía Plantey. Tendrían que atravesar regiones desconocidas, pero probablemente desiertas. Los viajeros, acostumbrados ya a superar los obstáculos de la Naturaleza, a triunfar de las dificultades físicas, lo único que temían era el encuentro de los maoríes. Querían, pues, evitarlo a toda costa y ganar la playa oriental, donde los misioneros habían fundado algunos establecimientos. Además, aquella porción de isla se había librado hasta entonces de los desastres de la guerra, y no estaban los campos recorridos por partidas de indígenas.
En cuanto a la distancia que separaba el lago Taupo de la bahía Plantey, se podía apreciar en 100 millas, que andando diez al día eran diez días de marcha. No se andarían seguramente sin fatigas, pero aquella denodada gente no contaba los pasos. Una vez alcanzadas las misiones, podrían los viajeros reponerse en ellas y aguardar alguna ocasión favorable para dirigirse a Auckland, que seguía siendo el término del proyectado viaje.
De acuerdo todos en estos varios puntos, siguieron vigilando a los indígenas hasta que llegó la noche. Ni uno solo quedaba ya al pie de la montaña, y cuando las sombras nocturnas invadieron los valles del Taupo, ninguna hoguera indicó tampoco la presencia de los maoríes en la base del cono. El camino estaba libre.
La noche era oscura, y a las nueve dio Glenarvan la señal de marcha. Sus compañeros y él, armados y equipados a expensas de Kara Teté, empezaron a bajar prudentemente las cuestas del Maunganamu. John Mangles y Wilson rompieron la marcha, con la vista y el oído muy atentos. Se detenían al menor ruido e interrogaban todas las sombras. Todos se deslizaban como arrastrándose por la escarpa del monte para confundirse mejor con él.
A 200 pies debajo de la cumbre, John Mangles y su marino llegaron al peligroso sendero tan obstinadamente defendido por los indígenas. Si desgraciadamente los maoríes, más astutos que los fugitivos, habían fingido retirarse para atraerlos, si no habían sido engañados por el fenómeno volcánico, en aquel mismo sitio debía revelarse su presencia. Glenarvan, a pesar de toda su confianza y a despecho de las chanzas de Paganel, no pudo dejar de estremecerse. Iba a decidirse su salvación y la de todos durante los diez minutos que se necesitaban para franquear la cresta. Sentía latir el corazón de Lady Elena, apoyada en su brazo.
No pensaba, sin embargo, en retroceder, ni John tampoco. El joven capitán, seguido de todos y protegido por una oscuridad completa, trepó por la escarpada cresta, deteniéndose siempre que alguna piedra se desprendía y rodaba hasta el fondo de la loma. Si los salvajes estaban aún emboscados, aquellos extraños ruidos debían provocar una doble descarga.
No iban los fugitivos muy de prisa, deslizándose como serpientes por aquella inclinada cresta. Cuando John Mangles hubo alcanzado el punto más bajo, apenas le separaban 25 pies de la meseta en que la noche antes acampaban los indígenas. Desde allí había de subir una cuesta bastante rápida, que tenía menos de media milla e iba a perderse en un bosque.
Después de haber bajado sin ningún accidente, empezaron los viajeros a subir silenciosos. El bosque no se veía, pero se sabía que estaba allí, y en él, con tal que no hubiese preparada una celada, Glenarvan esperaba hallar la seguridad apetecida. Sabía que desde aquel momento le faltaba la protección del tabú. La parte ascendente de la cresta no pertenecía ya al Maunganamu, sino al sistema orográfico que erizaba la parte oriental del lago Taupo.
Los viajeros estaban, pues, expuestos no sólo al fuego de los indígenas, sino que también a un combate cuerpo a cuerpo.
Durante diez minutos, los fugitivos se fueron elevando casi insensiblemente hacia las mesetas superiores. John no distinguía aún el bosque, pero no debía distar de él más allá de 200 pies.
Se paró de pronto y casi retrocedió. Se le había figurado sorprender algún ruido en la sombra. Su vacilación hizo detenerse también a sus compañeros.
John permaneció inmóvil bastante tiempo para alarmar a los que le seguían, cuyas angustias no pueden expresarse. ¿Se verían obligados a retroceder para ganar de nuevo la cumbre del Maunganamu?
Pero John, viendo que no se repetía ningún ruido, prosiguió su ascensión por el estrecho sendero de la loma.
No tardó el bosque en destacarse vagamente entre las sombras, y los fugitivos, al llegar a él, se ocultaron bajo el espeso follaje de los árboles.