En casa del colono irlandés nuestros amigos se llevan una gran sorpresa, al encontrarse con el contramaestre del Britannia, que consiguió sobrevivir al naufragio y les relata sus peripecias. Este personaje alienta sus ánimos de manera que planifican la exploración del contienente australiano para buscar a Harry Grant.
No es posible expresar la sorpresa que produjeron estas palabras.
Glenarvan se levantó de un salto, y dejando caer su silla exclamó:
—¿Quién ha hablado?
—Yo —respondió uno de los criados de Paddy O’Moore, sentado a un extremo de la mesa.
—¡Tú, Ayrton! —dijo el colono, no menos asombrado que Glenarvan.
—¡Yo! —respondió Ayrton con voz conmovida pero firme—. ¡Yo, un escocés como vos, Milord! ¡Yo, uno de los náufragos de la Britannia!
Esta declaración produjo un efecto indescriptible. Mary Grant, atónita, casi loca de alegría, se arrojó en brazos de Lady Elena. John Mangles, Roberto y Paganel se levantaron de sus asientos y se acercaron precipitadamente a aquel individuo que Paddy O’Moore acababa de llamar Ayrton.
Era un hombre de unos cuarenta y cinco años, de fisonomía ruda, cuya mirada fulminante se perdía bajo un arco superciliar profundamente hundido. A pesar de su delgadez se adivinaba que debía de estar dotado de un vigor poco común. Era todo él hueso y músculos y según una expresión escocesa, no perdía el tiempo criando carne floja. Mediana estatura, anchas espaldas, continente decidido, enérgicas e inteligentes facciones, aunque muy duras, predisponían en su favor, aumentando la simpatía que inspiraba las huellas de una miseria reciente impresa en su semblante. Se veía que había padecido mucho, si bien parecía hombre capaz de arrostrar y vencer las mayores penalidades.
Así había parecido a primera vista a Glenarvan y a sus amigos. La personalidad de Ayrton se imponía al momento. Glenarvan, interpretando los deseos y sentimientos de todos, apremió a Ayrton con preguntas a las que él respondió en el acto. El encuentro de Glenarvan y de Ayrton había evidentemente producido en los dos una emoción recíproca.
Así es que las primeras preguntas de Glenarvan carecían de método y como hechas a pesar suyo.
—¿Sois uno de los náufragos de la Britannia? —preguntó.
—Sí, Milord, el contramaestre del capitán Grant —respondió Ayrton.
—¿Salvado con él después del naufragio?
—No, Milord, no. En aquel momento terrible, yo estaba separado, arrancado de sobre cubierta, arrojado a la costa.
—¿No sois, pues, ninguno de los dos marineros de que el documento hace mención?
—No. Yo no conocía la existencia de semejante documento. Cuando el capitán lo arrojó al mar yo no estaba ya a bordo.
—¿Pero el capitán? ¿El capitán?
—Le creía ahogado, desaparecido, abismado con toda la tripulación de la Britannia. Creía ser yo el único que se había salvado.
—¡Pero vos habéis dicho que el capitán Grant vive!
—No. He dicho si el capitán Grant vive…
—Habéis añadido: está en el continente australiano.
—En efecto, no puede estar en otra parte.
—¿No sabéis, pues, dónde está?
—No, Milord, os lo repito, le creía sepultado en las olas o hecho pedazos en las rocas. Por vos he sabido que tal vez vive aún.
—Pero entonces, ¿qué sabéis? —preguntó Glenarvan con impaciencia.
—Lo que he dicho. Si el capitán Grant vive, está en Australia.
—¿Dónde ocurrió el naufragio? —preguntó entonces el Mayor Mac Nabbs.
Ésta era la primera pregunta que había que hacer, pero en la turbación causada por tan inesperado incidente, Glenarvan, impaciente por saber ante todo dónde se hallaba el capitán Grant, no se informó del sitio en que la Britannia se había perdido. Desde aquel momento, la conversación, hasta entonces incoherente, pasaba de una idea a otra, en que se mezclaban los hechos y se invertían las fechas, tomó un giro más racional, y muy pronto los pormenores de aquella oscura historia aparecieron ante todos muy claros y muy precisos.
Ayrton respondió a la pregunta de Mac Nabbs en los siguientes términos:
—Cuando fui arrebatado del castillo de proa donde estaba arriando los foques, la Britannia navegaba hacia la costa de Australia. Se hallaba a menos de dos cables. El naufragio ocurrió, pues, en aquel mismo punto.
—¿A los treinta y seis grados de latitud? —preguntó John Mangles.
—A los treinta y siete grados —respondió Ayrton.
—¿En la costa del oeste?
—No. En la del este —replicó al momento el contramaestre.
—¿Y en qué época?
—En la noche del 27 de junio de 1862.
—¡Eso es! ¡Eso es! —exclamó Glenarvan.
—Ya veis, pues, Milord —añadió Ayrton—, que he podido justamente decir: si el capitán Grant vive aún se le debe buscar en el continente australiano, y no en otra parte.
—¡Y le buscaremos y le encontraremos y le salvaremos, amigo mío! —exclamó Paganel—. ¡Ah! Precioso documento —añadió con la mayor buena fe—, preciso es confesar que has caído en manos de personas muy perspicaces.
Es seguro que nadie oyó las vanidosas palabras de Paganel.
Glenarvan y Lady Elena, Mary y Roberto se habían congregado alrededor de Ayrton, y le estrechaban las manos. Parecía que la presencia de aquel hombre era una prueba segura de la salvación de Harry Grant. Puesto que el marinero había salido sano y salvo de los peligros del naufragio, ¿por qué el capitán no se había de haber librado también de la catástrofe? Ayrton repetía con convicción que el capitán Grant debía haberse salvado como él, y que probablemente vivía. No podía decir dónde; pero había de ser necesariamente en el continente. Respondía a las mil preguntas que se le dirigían, con una inteligencia y una precisión notables. Miss Mary, mientras él hablaba, tenía una de sus manos entre las suyas. ¡Era compañero de su padre, uno de los marinos de la Britannia! ¡Había vivido cerca de Harry Grant, corrido con él los mares, desafiado los mismos peligros! Mary no podía separar sus miradas de aquella ruda fisonomía, y lloraba de felicidad.
Hasta entonces nadie había pensado siquiera en poner en duda la veracidad e identidad del contramaestre. Únicamente el Mayor, y tal vez también John Mangles, algo más recelosos, se preguntaban si las palabras de Ayrton merecían entera confianza. Su encuentro imprevisto podía excitar algunas sospechas. Verdad era que Ayrton había citado hechos y fechas ciertos, y algunas particularidades que daban mucho peso a lo que decía. Pero las minuciosidades, por exactas que sean, no constituyen una certeza, y se ha notado que generalmente la mentira se apoya en la precisión de los pormenores. Mac Nabbs reservó, pues, su opinión, y se abstuvo de pronunciarse en pro ni en contra.
En cuanto a John Mangles, sus dudas no resistieron mucho tiempo a las palabras del marinero y se convenció de que era verdaderamente un compañero del capitán Grant, cuando le oyó hablar a la joven de su padre. Ayrton conocía perfectamente a Mary y a Roberto. Les había visto en Glasgow en el momento de zarpar la Britannia. Recordó su presencia en el almuerzo de despedida servido a bordo a los amigos del capitán, a cuyo almuerzo asistió el sheriff Mac Intyre. Roberto, que tenía apenas diez años, quedó a cargo del contramaestre Dick Turner, y se le escapó para subir a los masteleros de juanete.
—Es verdad, es verdad —dijo Roberto Grant.
Y Ayrton recordaba mil bagatelas por el estilo, a las que no parecía dar la importancia que les daba John Mangles. Y cuando dejaba de hablar, Mary le decía con voz dulce:
—¡Habladnos, Monsieur Ayrton, habladnos más de nuestro padre!
El contramaestre satisfizo lo mejor que pudo los deseos de la joven. Glenarvan no quería interrumpirle, a pesar de que se agolpaban en su mente veinte cuestiones más útiles; pero Lady Elena, mostrándole la alegría de Mary, detenía sus palabras.
En esta conversación Ayrton contó la historia de la Britannia y su viaje en los mares del Pacífico. Mary Grant conocía de él una gran parte, pues las noticias del buque alcanzaban a mayo de 1862. Durante aquel período de un año, Harry Grant tocó sucesivamente en las principales tierras de Oceanía, en las Hébridas, en Nueva Guinea, en Nueva Zelanda y en Nueva Caledonia, experimentando la mala voluntad de las autoridades inglesas, porque su buque era mal visto en las colonias británicas.
Sin embargo, había encontrado un punto importante en la costa occidental de la Papuasia, en que le pareció fácil el establecimiento de una colonia escocesa, y asegurada su prosperidad, porque, en efecto, un buen puerto de escala en el camino de las Molucas y Filipinas debía atraer numerosos buques, sobre todo cuando la apertura del canal de Suéz hubiese suprimido la ruta del cabo de Buena Esperanza. Harry Grant era de los que en Inglaterra preconizaban la obra de Monsieur De Lesseps y no oponían a un gran interés internacional rivalidades políticas.
Después del reconocimiento de la Papuasia, la Britannia fue a renovar sus víveres en El Callao, de cuyo puerto zarpó el 30 de mayo de 1862, para regresar a Europa por el océano Indico y por el derrotero de El Cabo. Tres semanas después de su partida, desmanteló al buque una tempestad espantosa. Hubo que picar los palos. Se declaró en los fondos una vía de agua que no se pudo dominar, y la tripulación quedó muy pronto extenuada y sin fuerzas. Las bombas eran insuficientes para achicar el buque, que por espacio de ocho días fue juguete de los huracanes. Seis pies de agua tenía en la sentina. Poco a poco se iba a pique. Durante la tempestad habían perdido las lanchas, y fuerza era morir a bordo cuando en la noche del 22 de junio, como lo había perfectamente comprendido Paganel, se descubrió la costa oriental de Australia. El buque fue arrojado a ella. El choque fue terrible. En aquel momento Ayrton, arrebatado por una ola, fue arrojado en medio de las rompientes y perdió el conocimiento. Cuando volvió en sí, se hallaba en poder de los indígenas, que le llevaron al interior del continente.
Desde entonces, nunca más oyó hablar de la Britannia, y supuso, no sin razón, que había sucumbido con todos sus tripulantes en los peligrosos arrecifes de Twofold Bay.
Aquí terminaba el relato concerniente al capitán Grant que arrancó más de una vez dolorosas exclamaciones. El Mayor no podía, sin cometer una injusticia, poner en duda su autenticidad. Pero después de la historia de la Britannia, la historia particular de Ayrton debía ofrecer un interés de actualidad aún más palpitante.
En efecto, gracias al documento, no se podía dudar de que Grant, con dos de sus marineros, había, lo mismo que Ayrton, sobrevivido al naufragio. De la suerte del uno se podía racionalmente deducir la suerte del otro. Por lo mismo se suplicó a Ayrton que refiriese sus aventuras, y las refirió con mucha sencillez y laconismo.
El marinero, náufrago, cautivo de una tribu indígena, fue conducido a las regiones interiores regadas por el Darling, a 400 millas al norte del paralelo 37. Allí vivió muy miserablemente, porque miserable era también la tribu, pero no le maltrataron. Pasó dos largos años de esclavitud penosa, pero sin abandonarle nunca la esperanza de recobrar la libertad. Estaba, para salvarse, al acecho de todas las ocasiones, aunque su evasión le obligase a arrostrar innumerables peligros.
Durante una noche del mes de octubre de 1864, burló la vigilancia de los indígenas y desapareció en la profundidad de inmensos bosques. Alimentándose de raíces, de helechos comestibles, de gomas de mimosas, anduvo errante un mes en medio de aquellas vastas soledades guiado por el sol durante el día, por las estrellas durante la noche, con frecuencia abatido por la desesperación. De esta manera atravesó pantanos, ríos, montañas, toda la parte inhabitada del continente muy rara vez hollada por la planta de los viajeros que han trazado los itinerarios más atrevidos. Moribundo, extenuado, llegó por fin a la granja hospitalaria de Paddy O’Moore, donde a cambio de su trabajo había encontrado una feliz existencia.
—Y si Ayrton está contento de mí —dijo el colono irlandés cuando éste terminó su narración—, yo también lo estoy de él. Es un hombre inteligente y honrado, un buen trabajador, y si él quiere, la morada de Paddy O’Moore será por mucho tiempo la suya.
Ayrton dio gracias al irlandés con un ademán, y esperó que le dirigieran nuevas preguntas, si bien comprendía que la legítima curiosidad de sus oyentes debía estar ya satisfecha. ¡A qué nueva pregunta habría de contestar a Glenarvan! Iba por lo tanto a ocuparse de la combinación del plan que se debía seguir aprovechándose del encuentro de Ayrton y de los datos por él suministrados, cuando el Mayor, dirigiéndose al marinero, le dijo:
—¿Erais contramaestre a bordo de la Britannia?
—Sí —respondió Ayrton sin titubear.
Pero comprendiendo que había dictado la pregunta del Mayor un sentimiento de desconfianza, una duda, aunque tal vez muy ligera, añadió:
—Salvé del naufragio mi asiento de plaza a bordo.
Y salió inmediatamente del comedor en que estaban reunidos todos para ir a buscar el documento oficial. No estuvo fuera un minuto, pero Paddy O’Moore tuvo tiempo de decir:
—Milord, os respondo de la honradez de Ayrton. En dos años que está en mi casa, no me ha dado motivo alguno de queja. Conozco la historia de su naufragio y de su cautiverio. Es un hombre leal, digno de toda vuestra confianza.
Glenarvan iba a responder que él no había dudado ni un solo instante de la buena fe de Ayrton, cuando éste volvió a entrar y presentó su asiento de plaza a bordo en toda regla. Era un papel firmado por los armadores de la Britannia y el capitán Grant, cuya letra y rúbrica reconoció Mary perfectamente. En él constaba que Tom Ayrton, marinero de primera clase, estaba alistado como contramaestre a bordo de la fragata Britannia de Glasgow. No cabía, pues, la menor duda acerca de la identidad de Ayrton, pues era difícil admitir que se hallase en su poder el documento sin pertenecerle.
—Ahora —dijo Glenarvan— apelo a los consejos de todos, y provoco una discusión inmediata sobre lo que conviene hacer. Vuestras opiniones, Ayrton, serán tenidas muy en cuenta, y os las agradeceré con toda mi alma.
Ayrton reflexionó breves instantes, y respondió en los siguientes términos:
—Os doy gracias, Milord, por la confianza que os merezco y de que espero hacerme digno. Tengo algún conocimiento de este país, de las costumbres de los indígenas, y si puedo seros útil…
—¡Quién lo duda! —respondió Glenarvan.
—Opino como vos —añadió Ayrton— que el capitán Grant y sus dos marineros salvaron la vida en el naufragio; pero atendiendo a que no han alcanzado las posesiones inglesas, pues si las hubiesen alcanzado habrían reaparecido, no dudo que les cupo la misma suerte que a mí, y que son cautivos de una tribu de naturales.
—Repetís, Ayrton, los argumentos que hice yo valer —dijo Paganel—. Es evidente que los náufragos, como ellos temían, están en poder de los indígenas. ¿Pero debemos opinar que han sido, como vos, arrastrados al norte del paralelo 37?
—Es de suponer —respondió Ayrton—; las tribus enemigas no suelen permanecer en las inmediaciones de los distritos sometidos a los ingleses.
—Lo cual complicará mucho nuestras pesquisas —dijo Glenarvan bastante desconcertado—. ¿Cómo encontrar las huellas de los cautivos en el interior de un continente tan vasto?
Un prolongado silencio acogió esta observación. Lady Elena interrogaba frecuentemente con su mirada a todos sus compañeros, sin obtener respuesta. El mismo Paganel, contra su costumbre, estaba mudo. Le faltaba su ordinario ingenio. John Mangles iba a largos pasos de un lado a otro de la sala, como si estuviese sobre la cubierta de un buque en un gran apuro.
—¿Y vos, Monsieur Ayrton, qué haríais? —preguntó entonces Lady Elena al marinero.
—Yo, señora —respondió al momento Ayrton—, me embarcaría a bordo del Duncan, e iría derecho al lugar del naufragio. Allí tomaría consejo de las circunstancias y de los indicios que buenamente me ofreciese la casualidad.
—Bien —dijo Glenarvan—; pero tendremos que esperar a que se haya reparado el Duncan.
—¡Ah! ¿Habéis sufrido averías?
—Sí —respondió John Mangles.
—¿Graves?
—No, pero requieren para su reparación herramientas de que carecemos a bordo. Se ha torcido una de las palas de la hélice, y no se puede reparar más que en Melbourne.
—¿No podéis ir a la vela? —preguntó el contramaestre.
—Sin duda, pero por poco que deje el viento de favorecernos, el Duncan necesitará mucho tiempo para llegar a Twofold Bay, y de todos modos será preciso que vaya a Melbourne.
—Pues bien —exclamó Paganel—, que vaya a Melbourne, y nosotros iremos a la bahía Twofold.
—¿Y cómo? —preguntó John Mangles.
—Atravesando Australia como hemos atravesado América, siguiendo el paralelo 37.
—¿Pero y el Duncan? —repuso Ayrton, insistiendo de una manera muy particular.
—El Duncan se nos reunirá o nosotros nos reuniremos al Duncan según el caso. Si en nuestra travesía encontramos al capitán Grant, volveremos juntos a Melbourne. Si, por el contrario, proseguimos nuestras investigaciones hasta la costa, el Duncan nos tomará en ella. ¿Quién hace objeciones a este plan? ¿El Mayor acaso?
—No —respondió Mac Nabbs—, si la travesía de Australia es practicable.
—Tan practicable es —respondió Paganel— que propongo a Lady Elena y a Miss Grant que nos acompañen.
—¿Habláis formalmente, Paganel? —preguntó Glenarvan.
—Muy formalmente, querido Lord. Es un viaje de trescientas cincuenta millas únicamente. A doce millas por día, apenas durará un mes, es decir, el tiempo necesario para las reparaciones del Duncan. ¡Ah!, si se tratase de atravesar el continente australiano por una latitud más baja, si fuese menester cruzarlo en su mayor anchura, pasar esos inmensos desiertos en que falta el agua y el calor es abrasador, si quisiéramos, en fin, intentar lo que no han intentado aún los más audaces viajeros, la cosa variaría de aspecto. Pero el paralelo 37 corta la provincia de Victoria, país tan inglés como la misma Inglaterra, con carreteras y caminos de hierro, y poblado en la mayor parte de su extensión. Este viaje se puede hacer en coche, si se quiere, o en carreta, lo que es preferible. Es un paseo como de Londres a Edimburgo, y nada más.
—¿Pero y las fieras? —preguntó Glenarvan, que quería hacer todas las objeciones posibles.
—No hay fieras en Australia.
—¿Y los salvajes?
—Están en otra latitud, y además, no son crueles como los de Nueva Zelanda.
—Pero, ¿y los escapados de presidio?
—Los hay en las colonias del este, pero no en las provincias meridionales de Australia. La provincia de Victoria no se ha contentado con expulsarlos, sino que ha promulgado una ley excluyendo de su territorio a los penados de las demás provincias que han cumplido su condena. En este mismo año, el Gobierno Victoriano ha amenazado a la compañía peninsular con privarla de su subvención, si sus buques siguen tomando combustible en los puertos de Australia occidental en que son admitidos los desertores de presidio. ¿Cómo no sabéis eso, vos, inglés?
—En primer lugar —respondió Glenarvan—, no soy inglés.
—Lo que ha dicho Monsieur Paganel es muy exacto —dijo entonces Paddy O’Moore—. No sólo la provincia de Victoria, sino que también Australia meridional, Queensland y la misma Tasmania están de acuerdo para expulsar de su territorio a los deportados fugitivos. En el tiempo que hace que habito yo esta granja, no he oído hablar de un solo desertor de presidio.
—Lo que es yo, nunca he encontrado ninguno —respondió Ayrton.
—Ya lo veis, amigos míos —repuso Paganel—, pocos salvajes, ninguna fiera, ningún presidiario fugado; no se puede decir otro tanto de muchas comarcas de Europa. ¿Conque es cosa convenida?
—¿Qué os parece, Elena? —preguntó Glenarvan.
—Lo que parece a todos, querido Edward —respondió Lady Elena volviéndose hacia sus compañeros—. ¡En marcha! ¡En marcha!