Las fuerzas de la naturaleza desatan un terremoto en la cordillera de los Andes, y nuestros amigos son violentamente arrastrados ladera abajo. Milagrosamente consiguen sobrevivir, pero uno de ellos no aparece, y su angustiosa búsqueda parece no dar resultados...
Forman la vertiente oriental de la cordillera de los Andes, largas pendientes que insensiblemente se van perdiendo hasta llegar a la llanura, en la que se detuvo súbitamente el cerro que arrastraba a los viajeros. En aquella nueva comarca, tapizada de abundantes pastos y poblada de árboles magníficos, hacían brillar sus dorados frutos un número incalculable de manzanos, plantados en tiempos de la conquista, que formaban verdaderos bosques. Parecía un rincón de la opulenta Normandía trasladada a aquellas regiones, y en cualquier otra circunstancia hubiera sorprendido a los viajeros aquella transición súbita del desierto al oasis, de las nevadas cumbres a las verdes praderas, del invierno al verano.
El terreno había recobrado su inmovilidad absoluta. El terremoto había terminado, y sin duda las fuerzas subterráneas ejercían más lejos su acción devastadora, porque la cordillera de los Andes se halla siempre en algún punto agitada y conmovida. La conmoción última había sido sumamente violenta, tanto que modificó enteramente la línea de las montañas. Se destacaba del fondo azul del cielo un nuevo panorama de cumbres, crestas y picos, y el guía de las pampas hubiera buscado inútilmente sus puntos de orientación acostumbrados.
Se preparaba un admirable día. Los rayos del sol que se acababan de levantar de su húmedo lecho del Atlántico se deslizaban por las llanuras argentinas, y se sumergían ya en las aguas del otro océano. Eran las ocho de la mañana.
Lord Glenarvan y sus compañeros, reanimados por los cuidados del Mayor, volvieron poco a poco a la vida. Habían sufrido un espantoso aturdimiento, pero nada más. Se hallaban ya al pie de la cordillera, y motivos hubieran tenido para congratularse de un medio de locomoción en que nada pusieron de su parte, si uno de ellos, el más débil, un niño, Roberto Grant, no hubiera desaparecido.
Todos simpatizaban con aquella intrépida criatura. Paganel le profesaba un afecto particular, y lo mismo el Mayor, no obstante su frialdad característica, y principalmente Glenarvan. Éste, cuando supo la desaparición de Roberto, se sintió desesperado. Se representaba al pobre niño sepultado en un abismo, llamando inútilmente a aquel a quien daba el nombre de segundo padre.
—¡Amigos míos! ¡Amigos míos! —dijo sin poder contener las lágrimas. ¡Le hemos de buscar, le hemos de encontrar a toda costa! ¡No podemos abandonarle! Me ataréis a una cuerda y me bajaréis. Quiero que se haga, ¿lo oís? El cielo haga que aún no haya expirado. ¿Cómo, sin él, habíamos de atrevernos a buscar a su padre? ¿Con qué derecho salvaríamos al capitán Grant habiendo su salvación costado la vida a su hijo?
Los compañeros de Glenarvan le escuchaban silenciosos; comprendían que el noble Lord buscaba una esperanza a que asirse, y bajaban los ojos.
—¡Conque —exclamó Glenarvan— ya me habéis oído! ¡Calláis! ¡No tenéis ninguna esperanza!
Hubo una pausa, después de la cual Mac Nabbs tomó la palabra y dijo:
—¿Cuál de vosotros, amigos míos, recuerda el instante en que desapareció Roberto?
Nadie respondió.
—¿Al menos —añadió el Mayor—, me diréis junto a quién se hallaba Roberto durante el descenso?
—Junto a mí —respondió Wilson.
—Pues bien, ¿hasta qué momento le has visto junto a ti? Haz memoria. Habla.
—He aquí todo lo que yo recuerdo —respondió Wilson. Roberto Grant se hallaba a mi lado, con las manos convulsivamente asidas a una mata de liquen, menos de dos minutos antes del choque que puso fin a nuestro descenso.
—¡Menos de dos minutos! ¡Recuerda bien, Wilson! ¡Los minutos han debido parecerte siglos! ¿No te engañas?
—No creo engañarme… Sí, eso es…, menos de dos minutos.
—Bien —dijo Mac Nabbs. ¿Se encontraba Roberto a tu izquierda o a tu derecha?
—A mi izquierda. Recuerdo que su poncho azotaba mi cara.
—¿Y tú, respecto a nosotros, cómo te encontrabas?
—También a la izquierda.
—Roberto no ha podido, por consiguiente, desaparecer más que por aquel lado, y teniendo en cuenta el tiempo transcurrido desde su desaparición, debe haber caído en la parte de la montaña, comprendida entre el llano y dos millas más arriba. Esta extensión es la que debemos reconocer, dividiéndonos en grupos que recorran las diferentes zonas y le encontraremos.
Nadie añadió una palabra. Los seis hombres, trepando por las pendientes de la cordillera, se escalonaron en diferentes alturas y empezaron su exploración. Se mantenían constantemente a la derecha de la línea del descenso, registrando las más pequeñas quebraduras, bajando al fondo de precipicios cegados en parte por las piedras, de las cuales salieron algunos con las ropas destrozadas y los pies y las manos ensangrentados, después de haber expuesto su vida. Toda aquella porción de los Andes, exceptuando algunas mesetas inaccesibles, fue escrupulosamente examinada durante largas horas, sin que nadie pensase en descansar. ¡Infructuosas pesquisas! El niño había encontrado en la montaña, no sólo la muerte, sino también una tumba, cuya losa, que era tal vez un enorme peñasco, se habría cerrado sobre él para siempre.
A la una, Glenarvan y sus compañeros se hallaban en el fondo del valle quebrantados y anonadados. Glenarvan se hallaba poseído del más violento dolor, sin hablar apenas, sin que saliesen de sus labios más que estas palabras entrecortadas por los suspiros:
—¡No me marcharé! ¡No me marcharé!
Todos comprendieron que aquella obstinación se había convertido en una idea fija, y la respetaron.
—Aguardemos —dijo Paganel al Mayor y a Tom Austin. Descansemos un rato y reparemos nuestras fuerzas, de lo cual tenemos mucha necesidad, ya sea para volver a empezar nuestras pesquisas, ya sea para continuar nuestro camino.
—Sí —respondió Mac Nabbs—, quedémonos, ya que Edward quiere quedarse. Aún espera; pero ¿qué espera?
—Dios lo sabe —dijo Tom Austin.
—¡Pobre Roberto! —exclamó Paganel enjugándose los ojos.
Numerosos árboles se levantaban en el valle. El Mayor escogió un grupo de frondosos algarrobos para establecer un campamento provisional. Algunas mantas, las armas y un poco de tasajo y arroz era todo lo que quedaba a los viajeros. Corría no lejos un río, cuyas aguas estaban aún turbias a consecuencia del alud. Mulrady encendió un poco de lumbre sobre la hierba y luego ofreció a su amo una bebida caliente y confortante. Glenarvan la rehusó y continuó tendido sobre su poncho y profundamente abatido.
Así pasó todo el día. Llegó la noche, serena y tranquila como la anterior, y mientras sus compañeros permanecían inmóviles, aunque no dormidos, él volvió a subir las cuestas de la cordillera, buscando, esperando siempre una voz que le llamase. Se aventuró a lo lejos, solo, escuchando y comprimiendo los latidos de su corazón, llamando a Roberto Grant.
El pobre Lord permaneció toda la noche vagando por la montaña. Paganel y el Mayor le seguían para prestarle auxilio en aquellas peligrosas cuestas y en las márgenes de los abismos a las que le arrastraba su inútil imprudencia. Pero sus últimos esfuerzos fueron estériles, y a sus gritos de ¡Roberto, Roberto!, mil veces repetidos, no respondió más que el eco de aquel nombre tan querido.
Llegó el día. Preciso fue ir a buscar a Glenarvan a los lejanos cerros, y a pesar suyo traerle al campamento. Su desesperación era horrible. ¿Quién había de atreverse a hablar de marchar y proponerle que abandonase aquel valle funesto? Los víveres escaseaban, y no lejos debían encontrarse los guías argentinos de los que había hablado el mulatero, y los caballos necesarios para atravesar las pampas. Retroceder era más difícil que seguir adelante, y, además, el océano Atlántico era el punto de cita que se había dado al Duncan. Estas graves razones no permitían un largo retraso, y en interés de todos era necesario partir en seguida.
Mac Nabbs intentó arrancar a Glenarvan de su dolor. Habló mucho rato, sin que al parecer su amigo le oyese. Glenarvan movía la cabeza. Algunas palabras, sin embargo, entreabrieron sus labios.
—¿Partir? —dijo.
—¡Sí!, partir.
—¡Aguardemos una hora!
—Sí, una hora —respondió el digno Mayor.
Y pasada la hora, Glenarvan pidió por Dios que le concediesen otra. Parecía un sentenciado a muerte implorando la prolongación de su existencia. Así permanecieron hasta cerca del mediodía. Entonces Mac Nabbs, siguiendo el parecer de todos, dijo sin vacilar a Glenarvan que era preciso partir, dependiendo de una pronta resolución, la vida de sus compañeros.
—¡Sí, sí! —respondió Glenarvan. ¡Partamos, partamos!
Pero al hablar así, sus miradas evitaban las de Mac Nabbs, y se fijaron en un punto negro que aparecía como una mancha en el aire. De repente, levantó la mano y permaneció inmóvil, como si estuviese petrificado.
—¡Allí —dijo—, allí! ¡Mirad, mirad!
Todas las miradas se volvieron al cielo, siguiendo la dirección tan imperiosamente indicada. El punto negro crecía visiblemente. Era un ave que se cernía a una altura inconmensurable.
—Un cóndor —dijo Paganel.
—Sí, un cóndor —respondió Glenarvan. ¿Quién sabe? ¡Viene, baja! ¡Aguardemos!
¿Qué esperaba Glenarvan? ¿Se había extraviado su razón? ¿Quién sabe?, había dicho. Paganel no se había engañado. El cóndor se hacía a cada instante más visible. Esta ave magnífica, adorada en otro tiempo por los incas, es el rey de los Andes meridionales, en cuyas regiones alcanza un desarrollo extraordinario. Su fuerza es tan prodigiosa, que con frecuencia precipita bueyes en los abismos. Acomete a los carneros, cabras y becerros errantes por las llanuras, y los eleva a grandes alturas suspendiéndolos de sus garras. No es raro verle cernerse a 20.000 pies del suelo, es decir, más allá de un límite que el hombre no puede traspasar. Desde allí, invisible a los ojos más perspicaces, pasea sus penetrantes miradas por las regiones terrestres y distingue los objetos más diminutos con un poder de visión que asombra a los naturalistas.
¿Qué había visto, pues, aquel cóndor? ¡Un cadáver! ¡El cadáver de Roberto Grant!
—¿Quién sabe? —repitió Glenarvan sin perderle de vista.
La enorme ave se acercaba, ya cerniéndose sin batir las alas, ya cayendo con la velocidad de los cuerpos inertes abandonados en el espacio. Luego describió anchos círculos a menos de 100 toesas del suelo, y entonces se le vio perfectamente. Medía más de 15 pies de un extremo a otro de las alas. Éstas, que eran muy poderosas, lo sostenían en el fluido aéreo casi sin moverse, porque es propio de las grandes aves volar con una calma majestuosa, al paso que los insectos, para sostenerse en el aire, tienen necesidad de mil movimientos de alas por segundo.
El Mayor y Wilson habían cogido sus carabinas, pero Glenarvan les detuvo con un gesto. El cóndor daba vueltas alrededor de una meseta inaccesible situada a un cuarto de milla en los flancos de la cordillera. Giraba con una rapidez vertiginosa, abriendo y cerrando sus formidables garras y sacudiendo su cartilaginosa cresta.
—¡Allí, allí! —exclamó Glenarvan.
Le asaltó de repente un presentimiento.
—¡Si Roberto viviera aún! —exclamó con un acento terrible. Esa ave… ¡Fuego, amigos, fuego!
Pero demasiado tarde. El cóndor se había ocultado detrás de las eminencias del cerro. ¡Pasó un segundo, un segundo que la aguja debió tardar un siglo en recorrer! En seguida apareció otra vez la enorme ave con un pesado cuerpo en las garras que le obligaba a levantarse más pausadamente.
Todos exhalaron un grito de horror. El cuerpo inanimado que aparecía suspendido de las garras del cóndor, era el de Roberto Grant. El ave le había asido por las ropas, y se balanceaba en el aire a menos de 150 pies del campamento. Había visto a los viajeros, y procurando huir con su pesada presa, sacudía violentamente con las alas las capas atmosféricas.
—¡Ah! —exclamó Glenarvan. Que el cadáver de Roberto se estrelle contra los peñascos, antes que servir de pasto…
Sin terminar la frase cogió la carabina de Wilson y se la echó a la cara. Pero su brazo temblaba y no podía fijar la puntería. Se turbaban sus ojos.
—Dejadme a mí —dijo el Mayor.
Y tranquilamente, con la mano segura y con el cuerpo inmóvil, apuntó al ave que se hallaba ya a 300 pies de distancia.
Pero no había aún puesto el dedo en el gatillo de su carabina, cuando sonó un tiro en el fondo del valle; salió una blanca humareda entre dos rocas de basalto, y el cóndor, herido en la cabeza, cayó poco a poco dando vueltas, sostenido por sus grandes alas desplegadas que formaban un verdadero paracaídas. No había soltado su presa, y cayó con cierta lentitud a diez pasos de las márgenes del riachuelo.
—¡A él, a él! —exclamó Glenarvan.
Y sin cuidarse de averiguar por de pronto de dónde había salido aquel disparo providencial, se precipitó hacia el cóndor. Sus compañeros le siguieron corriendo.
Cuando llegaron, el ave había muerto, y el cuerpo de Roberto desaparecía bajo sus enormes alas. Glenarvan se arrojó sobre el cuerpo del niño, lo arrancó de las garras del cóndor, lo depositó sobre la hierba y aplicó el oído al pecho de aquel cuerpo inanimado.
Nunca de labios humanos ha brotado un grito más penetrante de alegría que el que sucedió a estas palabras de Glenarvan:
—¡Vive, vive aún!
Roberto fue al momento desnudado y se le roció el rostro con agua fresca. Hizo un movimiento, abrió los ojos, miró y pronunció algunas palabras.
—¡Ah, vos, Milord…! ¡Padre mío…!
Glenarvan no pudo responder, le ahogaba la conmoción que agitaba su alma, y lloró al lado de aquel niño tan milagrosamente salvado.