Glenarvan y sus compañeros de viaje debían decidir qué derrotero tomar en las próximas horas. Las esperanzas de encontrar al capitán Grant seguían desvanecidas, y únicamente cabía alguna posibilidad de éxito en tal empresa si Ayrton, o Ben Joyce, dijera el lugar exacto del naufragio de la Britannia, a lo que se negaba obstinadamente...
Ayrton se presentó. Atravesó la cubierta con paso seguro y subió la escalera de la toldilla. Sus ojos estaban sombríos, sus dientes apretados, sus puños cerrados convulsivamente. Su rostro no revelaba fanfarronería ni humildad.
Al llegar delante de Lord Glenarvan se cruzó de brazos silencioso y sereno, aguardando a que le interrogase.
—¡Ayrton —dijo Glenarvan—, al fin nos vemos vos y nosotros a bordo de aquel Duncan que queríais entregar a los bandidos acaudillados por Ben Joyce!
Los labios del contramaestre temblaron ligeramente. Un rubor rápido se pintó en sus mejillas, pero no lo causó el remordimiento sino la vergüenza de la derrota. Se hallaba preso en aquel yate del que pensaba hacerse dueño, y su suerte iba a decidirse en muy pocos instantes.
Sin embargo, no respondió. Glenarvan aguardó con paciencia. Pero Ayrton se obstinó en guardar absoluto silencio.
—Hablad, Ayrton, ¿qué tenéis que decir? —añadió Glenarvan.
Ayrton vaciló; las arrugas de su frente se hicieron más profundas.
—No tengo nada que decir, Milord —expresó con voz tranquila—. He cometido la torpeza de dejarme prender. Haced de mí lo que os parezca.
Calló y dirigió la vista a la costa que se extendía al oeste, afectando la mayor indiferencia por lo que pasaba en torno suyo. Hubiérase dicho que nada tenía que ver con aquel grave asunto. Glenarvan había resuelto armarse de paciencia. Tenía un vivo interés en enterarse de ciertas circunstancias de la misteriosa existencia de Ayrton, especialmente de las que se referían a Harry Grant y a la Britannia. Siguió interrogando con extraordinaria dulzura y sin dejarse llevar de la violenta cólera que en su corazón ardía.
—Creo, Ayrton —añadió—, que no os negaréis a responder a ciertas preguntas que deseo haceros. Decidme, ante todo, si debo llamaros Ayrton o Ben Joyce. ¿Sois o no el contramaestre de la Britannia?
Ayrton permaneció impasible y sordo.
Glenarvan, que empezaba a fruncir las cejas, continuó interrogando al contramaestre.
—¿Queréis decirme cómo salisteis de la Britannia y por qué os hallabais en Australia?
La misma impasibilidad y el mismo silencio.
—Oídme, Ayrton. Os interesa hablar. Se os podrá tener en cuenta una franqueza que es vuestro último recurso. Por última vez, ¿queréis contestar a mis preguntas?
Ayrton volvió la cabeza hacia Glenarvan y le miró fijamente:
—Milord —dijo—, nada tengo que responder. No sois vos, sino la justicia, quien debe aducir pruebas contra mí.
—Ninguna cosa más fácil que las pruebas —respondió Glenarvan.
—¿Fáciles, Milord? —replicó Ayrton con tono burlón—. Me parece que Vuestro Honor corre demasiado. Os aseguro que el mejor juez del Temple Bar se vería muy apurado conmigo. ¿Quién diría por qué he venido a Australia no estando el capitán Grant para manifestarlo? ¿Quién probará que yo soy el Ben Joyce señalado por la Policía, no habiéndome ésta tenido nunca en su poder y hallándose en libertad mis compañeros? ¿Quién, a excepción de vos, podrá acusarme, no digo de un crimen, sino de una acción vituperable? ¿Quién puede afirmar que yo he querido apoderarme de un buque y entregarlo a los desertores de presidio? Nadie, ¿lo oís?, nadie. Tenéis sospechas, está bien; pero se necesitan pruebas para condenar a un hombre, y no las tenéis. Hasta que se pruebe lo contrario, no soy más que Ayrton, contramaestre de la Britannia.
Ayrton se había animado hablando y volvió luego a su primera indiferencia. Se figuraba sin duda que su declaración terminaría el interrogatorio, pero Glenarvan volvió a tomar la palabra, y dijo:
—Ayrton, no soy el juez encargado de proceder contra vos. Eso no es de mi incumbencia. Importa que se definan bien nuestras situaciones respectivas. Nada os pido que pueda comprometeros. Eso pertenece a la justicia. Pero sabéis cuál es la empresa que persigo, y podéis con una palabra hacernos encontrar el rastro que hemos perdido. ¿Queréis hablar?
Ayrton, con un movimiento de cabeza, manifestó su firme resolución de permanecer callado.
—¿Queréis decirme dónde está el capitán Grant? —preguntó Glenarvan.
—No, Milord —respondió Ayrton.
—Indicadme al menos dónde naufragó la Britannia.
—Tampoco.
—Ayrton —respondió Glenarvan con un tono casi suplicante—, si sabéis dónde está Harry Grant, ¿queréis decírselo a esas pobres criaturas que no esperan más que una palabra de vuestra boca?
Ayrton vaciló. Sus facciones se contrajeron. Pero murmuró en voz baja:
—No puedo, Milord.
Y añadió con violencia, como reconviniéndose por un instante de debilidad:
—¡No! ¡No hablaré! ¡Hacedme colgar de una verga si queréis!
—¡Colgar! —exclamó Glenarvan, dominado por un brusco movimiento de cólera.
Después, haciéndose dueño de sí mismo, respondió con voz grave:
—Ayrton, aquí no hay jueces ni verdugos. En el primer punto en que toquemos se os entregará a las autoridades inglesas.
—¡No deseo otra cosa! —replicó el contramaestre. Se volvió con paso mesurado y tranquilo a la cámara de proa, que le servía de cárcel, quedando dos marineros de vigilancia, con orden de espiar todos sus movimientos.
Los testigos de aquella escena se retiraron llenos de indignación y desesperados.
¿Qué podía ya hacer Glenarvan habiéndose estrellado contra la obstinación de Ayrton? Evidentemente, no podían hacer más que proseguir el proyecto formado en Edén de regresar a Europa, renunciando al propósito de acometer nuevamente la empresa que tan mal éxito había obtenido, porque las huellas de la Britannia parecían irrevocablemente perdidas, y el documento no se prestaba a ninguna interpretación nueva. No había ningún otro país en el derrotero del 37° paralelo, y, por consiguiente, lo único que podía hacer el Duncan era volver a Escocia.
Glenarvan, después de consultar a sus amigos, trató más especialmente con John Mangles la cuestión de la vuelta. John inspeccionó las carboneras, que todo lo más tenían combustible para quince días, y era por tanto preciso proveerse en el primer punto de escala.
John propuso a Glenarvan poner la proa hacia la bahía de Talcahuano, en que el Duncan había ya renovado sus víveres antes de emprender su viaje de circunnavegación. El trayecto era directo y se hallaba precisamente en la línea del 37° paralelo. Después, el yate, debidamente abastecido, podría dirigirse al sur, doblando el cabo de Hornos, y volver a Escocia por los derroteros del Atlántico.
Adoptado este plan, se dio al maquinista orden de forzar la presión. Media hora después estaba asestado el bauprés del Duncan hacia la bahía de Talcahuano. A las seis de la tarde, las últimas montañas de Nueva Zelanda se perdían en las tibias brumas del lejano horizonte.
Empezaba, pues, el viaje de regreso. ¡Cuán triste travesía para aquellos animosos investigadores que volvían al puerto sin el capitán Grant! Así es que la tripulación, tan contenta al salir de Escocia, tan llena de confianza en un principio, abatida ahora y desalentada, emprendía tristemente el camino de Europa. Ni a uno solo de aquellos bravos marineros halagaba la idea de volver a su país, y todos, durante mucho tiempo aún, hubieran de buena gana arrostrado los peligros del mar en busca de Harry Grant.
A los hurras que acogieron a Glenarvan al volver a bordo, sucedió luego el desaliento. Nada de aquellas comunicaciones incesantes entre los pasajeros, nada de aquellas conversaciones que tanto ayudaban durante el camino a matar el tiempo. Cada cual iba por su lado, o se aislaba en su camarote, y muy rara vez aparecía alguno sobre cubierta.
El hombre en quien ordinariamente se exageraban los sentimientos de a bordo, alegres o tristes, Paganel, que en caso de necesidad hubiera inventado la esperanza, Paganel permanecía cariacontecido, cabizbajo y hasta huraño. Apenas se le veía. Su locuacidad natural, su viveza francesa, se habían convertido en mutismo y abatimiento. Hasta parecía el más desalentado de todos. Si Glenarvan hablaba de empezar nuevamente sus pesquisas, Paganel meneaba la cabeza como si no esperase ya nada y estuviese completamente convencido de la imposibilidad de conocer el paradero de los náufragos de la Britannia. Los daba por irrevocablemente perdidos.
Había, sin embargo, a bordo un hombre que podía decir algo acerca de la catástrofe, y su silencio se prolongaba. Era Ayrton. No era dudoso que aquel miserable conocía, ya que no la verdadera situación actual del capitán, al menos el lugar del naufragio. Pero era evidente que Grant, si se le encontraba, sería un testigo contra él, y por lo mismo el contramaestre callaba con una obstinación invencible, que encolerizaba muy especialmente a los marineros, deseosos de jugarle una mala pasada.
Muchas veces, Glenarvan volvió a la carga para arrancar a Ayrton el secreto de que le creía depositario, pero promesas y amenazas fueron igualmente inútiles. Tan lejos llevaba Ayrton su terquedad y se explicaba ésta tan difícilmente, que el Mayor llegó a creer que no sabía absolutamente nada y el geógrafo participaba de su opinión, con tanto más motivo cuanto que la opinión de Mac Nabbs corroboraba las ideas particulares de Paganel respecto del paradero de Harry Grant.
Pero si Ayrton nada sabía, ¿por qué no confesaba su ignorancia? ¿En qué podía esta confesión perjudicarle? Su silencio aumentaba la dificultad de formar un nuevo plan. ¿Del encuentro del contramaestre en Australia se debía deducir la presencia de Harry Grant en aquel continente? Fuerza era obligar a toda costa a Ayrton a explicarse sobre el particular.
Lady Elena, en vista de la infructuosidad de las gestiones de su marido, le pidió permiso para luchar a su vez contra la obstinación del contramaestre. Donde un hombre había sido vencido, tal vez una mujer triunfaría por medio de su dulce influencia. ¡No es ésta la eterna historia del huracán de la fábula, que no pudo arrancar la capa de los hombros del viajero, y se la quitó inmediatamente el menor rayo del sol!
Glenarvan, conociendo la inteligencia de su esposa, la dejó en libertad de obrar.
Aquel día, 5 de marzo, Ayrton fue conducido a la habitación de Lady Elena. Se quiso que Mary Grant asistiese a la entrevista, porque la influencia de la joven podía ser grande, y Lady Elena no quería prescindir de ningún medio que pudiese contribuir al buen éxito.
Una hora permanecieron encerradas las dos mujeres con el contramaestre de la Britannia, pero no se traslució nada de su conversación. Lo que ellas dijeron, los argumentos que emplearon para arrancar al bandido su secreto, todos los pormenores del interrogatorio permanecieron ignorados. Cuando se separaron de Ayrton, no pareció que hubiesen conseguido su objetivo, y en sus rostros se reflejaba un verdadero desaliento.
Así es que cuando el contramaestre fue de nuevo conducido a su encierro, los marineros le acogieron al pasar con violentas amenazas. Él se contentó con encogerse de hombros, lo que aumentó el furor de la tripulación, habiendo necesidad, para contenerla, de la enérgica intervención de John Mangles y de Lord Glenarvan.
Pero Lady Elena no se dio por vencida. Quiso luchar hasta el último instante contra aquella alma sin piedad, y al día siguiente fue ella misma a la cámara de Ayrton, para evitar las escenas que provocaba su paso por la cubierta del yate.
Dos largas horas permaneció la amable y bondadosa escocesa con el jefe de los bandidos. Glenarvan, dominado por una agitación nerviosa, se paseaba por las inmediaciones de la cámara, tan pronto decidido a agotar hasta el último extremo todos los medios de éxito a su alcance como a arrancar a su esposa de aquella penosa entrevista.
Pero cuando Lady Elena reapareció, sus facciones respiraban confianza. ¿Había arrancado el secreto y tocado en el corazón del miserable alguna fibra de misericordia?
Mac Nabbs, que la vio salir, no pudo reprimir un movimiento de incredulidad, que era muy natural y lógico.
Sin embargo, circuló inmediatamente entre la tripulación el rumor de que el contramaestre había al cabo cedido a las súplicas de Lady Elena. La noticia se propagó como una corriente eléctrica. Todos los marineros se reunieron sobre cubierta, con más prontitud que si el silbato de Tom Austin les hubiese llamado a la maniobra.
Glenarvan había corrido inmediatamente al encuentro de su esposa.
—¿Ha hablado? —preguntó.
—No —respondió Lady Elena—. Pero cediendo a mis súplicas, Ayrton desea veros.
—¡Ah! ¡Querida Elena, habéis triunfado!
—Lo espero, Edward.
—¿Habéis hecho alguna promesa que deba ratificar?
—Una sola, querido; le he prometido que emplearíais toda vuestra influencia en dulcificar la suerte reservada al desgraciado.
—Bien, mi querida Elena. Que venga Ayrton ahora mismo.
Lady Elena se retiró a su camarote, acompañada de Mary Grant, y el contramaestre fue conducido a la sala común, donde Lord Glenarvan le esperaba.