Un telegrama conduce a los colonos ante el «capitán Nemo»
El despertar del volcán. — La estación hermosa. — Reanudación de los trabajos. — La fiesta del 15 de octubre. — Un telegrama. — Una petición. — Una respuesta. — Partida hacia el corral. — La reseña. — El hilo suplementario. — La costa de basalto. — Durante la pleamar. — Durante la bajamar. — La caverna. — Una luz deslumbrante.
Los colonos, advertidos por el ingeniero, habían suspendido sus trabajos y contemplaban en silencio la cima del monte Franklin.
El volcán se había reanimado y los vapores habían penetrado en la capa mineral acumulada en el fondo del cráter. Pero los fuegos subterráneos ¿producirían alguna erupción violenta? Esta era una eventualidad acerca de la cual nada podía pronosticarse.
Sin embargo, aun admitiendo la hipótesis de una erupción, era probable que no fuera muy dañosa para el conjunto de la isla. No siempre son desastrosos los derramamientos de materias volcánicas y la isla había estado sometida a estas pruebas, como lo demostraban las corrientes de lava que surcaban las laderas septentrionales de la montaña. Además, la forma del cráter, la boca abierta en su borde superior debían proyectar la expansión de lava hacia las partes estériles de la isla y en dirección opuesta a las fértiles.
Sin embargo, lo pasado no era una garantía segura del porvenir. Con frecuencia en la cima de los volcanes se cierran antiguos cráteres y se abren otros nuevos, hechos que se han producido en los dos mundos, en el Tena, en Popocatépetl, en Orizaba; y en vísperas de una erupción hay motivo para temerlo todo. Bastaba un terremoto, fenómeno que acompaña alguna vez a las expansiones volcánicas, para que se modificara la disposición interior de la montaña y se abrieran nuevas vías a las lavas incandescentes.
Cyrus Smith explicó todo esto a sus compañeros y sin exagerar la situación, les dio a conocer el pro y el contra.
De todos nodos, nada podía hacerse. El Palacio de granito no parecía amenazado, a no ser que un temblor de tierra conmoviese el suelo. Pero la dehesa corría peligro, si se llegaba a abrir algún nuevo cráter en las pendientes meridionales del monte Franklin.
Desde aquel día los vapores no dejaron de coronar la cima de la montaña y aun pudo observarse que aumentaban tanto en altura como en espesor, sin que se levantase llama alguna entre sus gruesas volutas. El fenómeno se concentraba todavía en la parte inferior de la chimenea central.
Entretanto, con los buenos días se reanudaron los trabajos. Se apresuraba todo lo posible la construcción del buque y aprovechando el salto de agua de la playa, Cyrus Smith estableció una serrería hidráulica, que convirtió más rápidamente los troncos de árboles en tablas y vigas. El mecanismo de este aparato era tan sencillo como los que funcionan en las rústicas sierras de Noruega. No se trata de obtener más que dos movimientos: uno horizontal para la pieza de madera y otro vertical para la sierra y el ingeniero lo consiguió por medio de una rueda, dos cilindros y poleas convenientemente dispuestas.
A finales de septiembre el armazón del buque, que debía llevar aparejo de goleta, se levantaba en el arsenal. Las cuadernas estaban casi enteramente terminadas y mantenidos todos sus pares por una cintura provisional, podían apreciarse ya las formas de la embarcación. Aquella goleta, fina en popa y ancha en la proa, sería, sin duda alguna, apta para hacer una larga travesía en caso necesario; pero la colocación de los tablones de forro, de las vagras y del puente exigía todavía mucho tiempo. Afortunadamente había podido salvarse la clavazón del antiguo brick después de la explosión submarina. De los tablones y curvas mutilados, Pencroff y Ayrton habían arrancado los pernos, cabillas y una gran cantidad de clavos de cobre. Era trabajo ahorrado a los herreros, pero los carpinteros tenían todavía mucho que hacer.
Tuvieron que interrumpirse por espacio de una semana las obras de construcción para atender a las tareas de la recolección y almacenaje de las diversas cosechas que abundaban en la meseta de la Gran Vista. Pero terminadas estas tareas, consagraron todos los instantes a la construcción de la goleta.
Cuando llegaba la noche, los trabajadores estaban verdaderamente extenuados de cansancio. Con el fin de no perder tiempo, habían modificado las horas de la comida: comían a las doce y cenaban cuando les faltaba la luz del día. Entonces subían al Palacio de granito e iban pronto a la cama.
Algunas veces, sin embargo, la conversación, cuando recaía sobre algún punto interesante, retrasaba la hora del sueño. Los colonos, dando rienda a su imaginación, hablaban del porvenir, de los cambios que liaría en su situación un viaje de la goleta a las tierras más cercanas. Pero en medio de estos proyectos dominaba siempre el pensamiento de un regreso ulterior a la isla Lincoln. Jamás abandonarían aquella colonia, fundada con tanto trabajo y buen éxito y la cual, por efecto de las comunicaciones con América, recibiría un nuevo desarrollo. Pencroff y Nab esperaban concluir en ella sus días.
—Harbert —decía el marino—, ¿verdad que no abandonarás jamás la isla Lincoln?
—Jamás, Pencroff, sobre todo si tú te decides a quedarte en ella.
—Por descontado, hijo mío —respondía Pencroff— te esperaré. Me traerás a tu mujer y tus hijos y haré de tus pequeños famosos jeques.
—Convenido —replicaba Harbert, riendo y ruborizándose a la vez.
—¡Y usted, señor Cyrus —continuaba Pencroff entusiasmado— usted será siempre el gobernador de la isla! A propósito, ¿cuántos habitantes podrá mantener? ¡Diez mil por lo menos!
Conversando así dejaban hablar a Pencroff y de proyecto en proyecto, el periodista acababa por fundar un periódico, el «New Lincoln Herald».
Así es el corazón del hombre. El deseo de ejecutar obras de larga duración, que le sobrevivan, es la señal de su superioridad sobre todo lo que existe en el mundo. Es su dominación, es la justicia en el mundo entero.
Después de todo, ¿quién sabe si Jup y Top no tenían también su pequeña ilusión acerca del futuro?
Ayrton, silencioso, se decía interiormente que querría volver a ver a lord Glenarvan y mostrarse rehabilitado a los ojos de todos.
Una tarde, el 15 de octubre, la conversación, transcurrida entre hipótesis, se había prolongado más de lo acostumbrado. Eran las nueve de la noche y largos bostezos mal disimulados anunciaban la hora del sueño. Pencroff acababa de levantarse para dirigirse hacia su cama, cuando el timbre eléctrico situado en la sala sonó.
Todos estaban allí: Cyrus Smith, Gédéon Spilett, Harbert, Ayrton, Pencroff y Nab. No había ninguno de los colonos en la dehesa.
Cyrus Smith se levantó. Sus compañeros se miraron unos a otros, creyendo haber oído mal.
—¿Qué quiere decir esto? —exclamó Nab—. ¿Llama el diablo?
Nadie contestó.
—El tiempo está de tormenta —observó Harbert—. ¿No puede ser la influencia eléctrica que…?
Harbert no pudo terminar su frase. El ingeniero, hacia el cual todos dirigían sus miradas, sacudió la cabeza negativamente.
—Esperemos —dijo entonces Gédéon Spilett—. Si es un aviso, quienquiera que sea el que lo haya hecho lo volverá a repetir.
—Pero ¿quién quiere que sea? —exclamó Nab.
—Pues —repuso Pencroff— el que…
La frase del marino fue interrumpida por una nueva llamada del timbre. Cyrus Smith se dirigió hacia el aparato y dando la corriente al hilo, envió esta pregunta a la dehesa:
—¿Qué quieres?
Algunos instantes después la aguja se movía en el disco alfabético, dando esta respuesta a los habitantes del Palacio de granito:
—Venid corriendo a la dehesa.
—¡Por fin! —exclamó Cyrus Smith.
¡Sí, por fin iba a revelarse el misterio! Ante aquel inmenso interés que les impulsaba a correr a la dehesa, había desaparecido el cansancio y el deseo de reposo en los colonos. Sin haber pronunciado una palabra, en algunos instantes habían abandonado el Palacio de granito y estaban en la playa. Solamente Jup y Top se habían quedado. Podían pasar sin ellos.
La noche era muy oscura. La luna, nueva aquel día, había desaparecido al mismo tiempo que el sol. Como había dicho Harbert, gruesas nubes formaban una bóveda baja y pesada que impedía la irradiación de las estrellas. Solo algunos relámpagos de calor, reflejos de una tormenta lejana, iluminaban el horizonte.
Era posible que algunas horas más tarde retumbase directamente el trueno sobre la isla. La noche se presentaba amenazadora. Pero por profunda que fuese la oscuridad, no podía detener a personas habituadas a recorrer el camino de la dehesa. Subieron la orilla izquierda del río de la Merced, llegaron a la meseta, pasaron el puente del arroyo de la Glicerina y avanzaron a través del bosque.
Caminaban a buen paso, poseídos de vivísima emoción. Ya no tenían la menor duda: iban a encontrar al fin la clave tan buscada del enigma, el nombre del ser misterioso tan profundamente interesado en la vida de los colonos, de influencia tan generosa y de tan potente acción. En efecto, para que aquel desconocido hubiera acudido tan oportunamente en su socorro en todas las ocasiones, ¿no era menester que participara de la existencia de los colonos, que conociese sus más pequeños pormenores y hasta que oyese lo que se hablaba en el Palacio de granito?
Cada uno, absorto en sus reflexiones, apresuraba el paso. Bajo aquella bóveda de árboles la oscuridad era tal, que la linde del camino no se veía. Ningún ruido, por otra parte, turbaba el silencio del bosque: aves y cuadrúpedos, a causa de la pesadez de la atmósfera, estaban inmóviles y silenciosos; no agitaba las hojas el menor soplo de aire; solamente los pasos de los colonos resonaban en la oscuridad sobre el endurecido suelo.
Durante el primer cuarto de hora de marcha el silencio no fue interrumpido más que por esta observación de Pencroff:
—Tendríamos que haber tomado un farol.
Y por esta respuesta del ingeniero:
—Ya encontraremos uno en la dehesa.
Cyrus Smith y sus compañeros habían salido del Palacio de granito a las nueve y doce minutos y a las nueve y cuarenta y siete habían recorrido una distancia de tres millas sobre las cinco que separaban la desembocadura del río de la Merced de la dehesa.
En aquel momento se extendieron sobre la isla relámpagos blanquecinos haciendo destacar los contornos del follaje en negro. Aquellos resplandores deslumbraban y cegaban a los colonos: evidentemente no podía tardar en desencadenarse la tormenta. Los relámpagos se hicieron poco a poco más rápidos y más luminosos. Se oía el tableteo de los truenos en las profundidades del cielo y la atmósfera era sofocante.
Los colonos caminaban como si hubieran sido empujados hacia adelante por una fuerza irresistible. A las diez y cuarto un vivo resplandor les mostró el recinto de la empalizada y apenas habían franqueado la puerta, estallaron los truenos con formidable violencia.
En un instante atravesaron el recinto y Cyrus Smith se encontraba ante la habitación.
Era posible que el desconocido ocupase la casa, puesto que de allí había debido partir el telegrama. Sin embargo, ninguna luz iluminaba la ventana.
El ingeniero llamó a la puerta. No obtuvo respuesta. Cyrus Smith abrió y los colonos entraron en la habitación, que estaba completamente a oscuras.
Nab echó yescas y un instante después estaba encendido el farol y registrada la casa en todos sus rincones… No había nadie. Todo estaba en el estado en que había sido dejado.
—¿Habremos sido víctimas de una ilusión? —murmuró Cyrus Smith.
No, no era posible. El telegrama decía: Venid corriendo a la dehesa.
Se acercaron a la mesa destinada al servicio del hilo. Todo estaba en su sitio: la pila, la caja que la contenía, el aparato de recepción y transmisión.
—¿Quién ha venido la última vez aquí? —preguntó el ingeniero.
—Yo, señor Smith —repuso Ayrton.
—¿Y eso fue…?
—Hace cuatro días.
—¡Una nota! —exclamó Harbert enseñando un papel que había encima de la mesa.
En aquel papel estaban escritas en inglés estas palabras: Seguid el alambre nuevo.
—¡En marcha! —exclamó Cyrus Smith, comprendiendo que el despacho no había partido de la dehesa, sino del retiro misterioso, puesto en relación con el Palacio de granito por medio de un alambre suplementario unido al antiguo.
Nab tomó el farol encendido y todos salieron de la dehesa. La tempestad se desencadenaba con violencia, disminuyendo sensiblemente el intervalo que separaba cada relámpago de cada trueno. El meteoro iba pronto a dominar el monte Franklin y en toda la isla, a la luz de sus fulgores intermitentes, podía verse la cima del volcán coronada de un penacho de vapores.
En toda la parte de la dehesa que separaba la casa del recinto de la empalizada no había ninguna comunicación telegráfica. Pero después de haber pasado la puerta, el ingeniero corrió derecho al primer poste y vio a la luz de un relámpago que un nuevo alambre bajaba desde el aislador a tierra.
—¡Aquí está! —dijo.
Aquel hilo seguía por el suelo, pero en toda su longitud estaba envuelto en una sustancia aislante como la que envuelve los cables submarinos, lo que aseguraba la libre transmisión de las corrientes eléctricas. Por su dirección parecía penetrar en los bosques y en los contrafuertes meridionales de la montaña; por consiguiente, corría hacia el oeste.
—¡Sigámoslo! —dijo Cyrus Smith.
Guiados por la luz del farol y el resplandor de los relámpagos, los colonos se lanzaron por el camino trazado por el alambre. El tableteo del trueno era continuo y su violencia tal, que era imposible oír una palabra. Por otra parte, no se trataba de hablar, sino de seguir adelante. Cyrus Smith y sus compañeros empezaron a subir el contrafuerte que había entre el valle de la dehesa y el río de la Cascada, que atravesaron en su parte más estrecha. El alambre, unas veces tendido sobre las ramas bajas de los árboles, otras por el suelo, los guiaba.
El ingeniero había supuesto que el alambre se detendría en el fondo del valle y que allí estaría el retiro del desconocido. Pero no fue así. Hubo que subir el contrafuerte del sudoeste y descender después a aquella meseta árida terminada por la muralla de basaltos tan extrañamente amontonados. De cuando en cuando uno u otro de los colonos se agachaba, tocaba el alambre con la mano y rectificaba la dirección, si era necesario. No había duda que aquel hilo corría directamente hacia el mar. Allí, en alguna profundidad de las rocas ígneas, se abría la morada tan infructuosamente buscada hasta entonces.
El cielo era todo fuego. Un relámpago no esperaba al otro; chispas eléctricas caían sobre la cima del volcán y se precipitaban en el cráter en medio del humo espeso; en algunos instantes hubiera podido creerse que el monte proyectaba llamas.
A las once menos minutos, los colonos habían llegado a los altos peñascos que dominaban el océano al oeste. El viento se había levantado y la resaca mugía a quinientos pies más abajo. Cyrus Smith calculó que sus compañeros y él habían recorrido una milla y media desde la dehesa. En aquel punto el alambre pasaba entre las rocas, siguiendo la pendiente bastante ruda de un barranco estrecho y caprichosamente formado. Los colonos entraron por allí a riesgo de provocar algún hundimiento de rocas mal equilibradas y de ser precipitados al mar. El descenso era muy peligroso, pero no miraban el peligro, no eran dueños de sí mismos y una irresistible atracción les llevaba hacia aquel punto misterioso como el imán llama al hierro. Descendieron casi inconscientemente aquel barranco, que, en pleno día, hubieran considerado como impracticable. Las piedras rodaban y resplandecían como bólidos inflamados cuando atraviesan las zonas de luz. Cyrus Smith iba a la cabeza y Ayrton cerraba la marcha: unas veces caminaban paso a paso, otras se deslizaban por la roca resbaladiza, luego se levantaban y continuaban su camino.
Por fin, el alambre, describiendo un ángulo brusco, tocó las rocas del litoral, verdadero semillero de escollos, que debían ser batidos por las grandes mareas. Los colonos habían llegado al límite inferior de la muralla basáltica. Encontraron un estrecho pasadizo, que corría horizontal y paralelamente al mar. El alambre lo seguía y por él entraron los colonos. No habían andado cien pasos, cuando el pasadizo, inclinándose hasta formar una pendiente moderada, llegaba así al nivel de las olas.
El ingeniero tomó el alambre y vio que se hundía en el mar. Sus compañeros, detenidos por él, estaban estupefactos. Un grito de decepción, casi de desesperación, se escapó de sus pechos. ¿Habría que precipitarse al mar en busca de una caverna submarina? En el estado de sobreexcitación moral y física en que se encontraban no hubieran vacilado en hacerlo. Sin embargo, una reflexión del ingeniero les detuvo.
Cyrus Smith condujo a sus compañeros a una anfractuosidad de las rocas y les dijo:
—Esperemos. El mar está alto; cuando baje, el camino quedará abierto.
—Pero ¿qué le induce a creer…? —preguntó Pencroff.
—¡No nos hubiera llamado, si no pudiéramos llegar hasta él!
Cyrus Smith había hablado con tal convicción, que nadie osó replicarle. Su observación, por otra parte, era lógica y había que admitir que se abría al pie de la muralla una abertura practicable durante la marea baja, que las olas cubrían en aquel momento.
Todo se reducía a esperar algunas horas. Los colonos se metieron silenciosamente en una especie de pórtico abierto en una roca. Empezaba a caer la lluvia y en breve las nubes, desgarradas por el rayo, se convirtieron en torrente.
Los ecos repercutían el estampido del trueno y le daban una sonoridad grandiosa.
La emoción de los colonos era inmensa. Mil pensamientos extraños y sobrenaturales atravesaban su cerebro evocando alguna aparición grande y sobrehumana, única que habría podido corresponder a la idea que se habían formado del genio misterioso de la isla.
A las doce de la noche, Cyrus Smith, llevándose el farol, descendió hasta el nivel de la playa, para observar la disposición de las rocas. Hacía dos horas ya que bajaba la marea. El ingeniero no se había equivocado: empezaba a sobresalir entre las aguas la bóveda de una vasta excavación. Allí, el alambre conductor, formando un recodo en ángulo recto, se introducía al interior.
Cyrus Smith volvió al lado de sus compañeros y les dijo:
—Dentro de una hora la abertura será practicable.
¿Luego existe? —preguntó Pencroff.
—¿Lo dudaba usted? —repuso Cyrus Smith.
—Pero esta caverna estará llena de agua hasta cierta altura —observó Harbert.
—O esta caverna está completamente seca —contestó Cyrus Smith— y entraremos a pie, o no lo está y tendremos un medio de transporte a nuestra disposición.
Transcurrió una hora. Todos descendieron a la playa bajo la lluvia. En tres horas la marea había bajado quince pies y el arco trazado por la bóveda sobresalía sobre el nivel del piar ocho pies por lo menos. Era como el arco de un puente bajo el cual pasaban las olas cubiertas de espuma.
Al agacharse, el ingeniero vio un objeto negro, que flotaba en la superficie del mar y lo atrajo hacia sí. Era una canoa, amarrada por una cuerda a una punta interior de la pared. Aquella canoa era de cobre trabajado con pernos y tenía en el fondo, bajo los bancos, los remos.
—¡Embarquemos! —dijo Cyrus Smith.
Un instante después los colonos habían entrado en la canoa.
Nab y Ayrton manejaban los remos, Pencroff iba al timón, Cyrus Smith a proa y el farol, puesto sobre la roda, alumbraba el camino.
La bóveda, muy baja, a través de la cual pasaba la canoa, se levantaba luego, pero la oscuridad era demasiado profunda y la luz del farol demasiado insuficiente, para que pudiera reconocerse la extensión de aquella caverna, su anchura, su elevación y profundidad. En aquella construcción subterránea y basáltica reinaba un silencio imponente. Ningún ruido exterior penetraba en ella y los estallidos del trueno o del rayo no podían atravesar sus espesas paredes.
En algunos puntos del globo existen estas cavernas inmensas, especie de criptas naturales que se remontan a la época geológica. Unas están invadidas por las aguas del mar, otras contienen en sus entrañas lagos enteros. Tales son la gruta de Fingal en la isla de Staffa, una de las Hébridas; las de Margat, en la bahía de Douarnenez, en Bretaña; las Bonifacio, en Córcega; las de Lyse-Fjord, en Noruega y en fin, la inmensa caverna de Mammuth, en Kentucky, de quinientos pies de altura y de más de veinte millas de longitud. En muchos puntos del globo la naturaleza ha abierto esas criptas y las ha conservado para admiración de los hombres.
Respecto a la que exploraban los colonos, ¿se extendía hasta el centro de la isla? Hacía un cuarto de hora que navegaba la canoa siguiendo las indicaciones del ingeniero, cuando este gritó:
—¡Más a la derecha!
La embarcación, modificando su rumbo, vino a rozar la pared de la derecha. El ingeniero quería, con razón, reconocer si el alambre continuaba a lo largo de aquella pared. El alambre estaba allí sujeto a las puntas salientes de las rocas.
—¡Adelante! —volvió a decir Cyrus Smith.
Los dos remos, sumergiéndose en las oscuras aguas, pusieron de nuevo en movimiento la embarcación.
Así continuaron por espacio de otro cuarto de hora: desde la abertura de la caverna debían haber recorrido al menos media milla, cuando se oyó de nuevo la voz de Cyrus Smith que gritó:
—¡Alto!
La canoa se detuvo y los colonos observaron una viva luz, que iluminaba la enorme cripta tan profundamente abierta en las entrañas de la isla. Entonces pudieron ver aquella caverna, cuya existencia nadie hubiera sospechado.
A una altura de cien pies se redondeaba una bóveda sostenida por columnas de basalto, que parecían haber sido fundidas en el mismo molde. Arcos irregulares, molduras caprichosas se apoyaban sobre aquellas columnas, que la naturaleza había levantado en las primeras épocas de la formación del globo. Los fustes basálticos, encajados uno en otro, medían de cuarenta a cincuenta pies de altura y el agua, mansa y tranquila, cualesquiera que fuesen las agitaciones exteriores, bañaba sus bases. El resplandor del foco de luz visto por el ingeniero, apoderándose de cada arista prismática y sembrándolas de puntos luminosos, penetraba, por decirlo así, en las paredes como si hubieran sido diáfanas y transformaba en otros tantos carbunclos resplandecientes las menores puntas del subterráneo.
A consecuencia de un fenómeno de reflexión, el agua presentaba en su superficie esta diversidad de brillo, de suerte que la canoa flotaba entre dos zonas resplandecientes. No podía haber duda sobre la naturaleza de la irradiación proyectada por el centro luminoso, cuyos rayos claros y rectilíneos se quebraban en todos los ángulos y en todas las molduras de la cripta. Aquella luz procedía de un foco eléctrico y su color blanco dejaba adivinar su origen. Allí estaba el sol de aquella caverna y la llenaba toda.
A una señal de Cyrus Smith cayeron los remos en el agua haciendo saltar una verdadera lluvia de carbunclos y la canoa se dirigió hacia el foco luminoso y se encontró en seguida a medio cable de distancia.
En aquel sitio la ancha sábana de agua medía unos trescientos cincuenta pies y se podía ver más allá del centro resplandeciente un enorme muro basáltico, que cerraba la salida por aquel lado. La caverna se había ensanchado considerablemente y el mar formaba en ella un pequeño lago. Pero la bóveda, las paredes laterales y la del fondo, todos aquellos prismas, todos aquellos cilindros, todos aquellos conos estaban bañados en el fluido eléctrico hasta parecer que su resplandor nacía de ellos, hubiera podido decirse que sudaban luz aquellas piedras talladas como diamantes de gran precio.
En el centro del lago flotaba sobre la superficie de las aguas, inmóvil y silencioso, un enorme objeto fusiforme.
El resplandor que proyectaba salía por sus costados como por dos bocas de horno que hubiesen sido caldeadas al rojo blanco. Aquel aparato parecía el cuerpo de un enorme cetáceo, tenía unos doscientos cincuenta pies de longitud y se elevaba diez o doce pies sobre el nivel del mar.
La canoa se acercó a él lentamente. Cyrus Smith se había levantado y puesto en la proa, miraba poseído de una violenta agitación. Luego, de repente, asiendo el brazo del periodista, exclamó:
—¡Es él, tiene que ser él!
Después se dejó caer sobre el banco de la canoa, murmurando un nombre que solo fue oído por Gédéon Spilett.
Sin duda el periodista conocía aquel nombre, porque produjo en él un efecto prodigioso y respondió con voz sorda:
—¡Él! ¡Un hombre fuera de la ley!
—¡Él! —dijo Cyrus Smith.
Por orden del ingeniero, la canoa se acercó al singular aparato flotante por el costado izquierdo, del cual se escapaba un haz luminoso a través de una espesa vidriera. Cyrus Smith y sus compañeros subieron sobre la plataforma. Vieron una carroza abierta y entraron por la abertura. Al extremo inferior de la escalera se dibujaba un callejón interior iluminado eléctricamente y al final, se abría una puerta que Cyrus Smith empujó. Una sala ricamente adornada, que atravesaron rápidamente los colonos, confinaba con una biblioteca, cuyo techo luminoso vertía un torrente de luz. El ingeniero abrió una ancha puerta, que había en el fondo de la biblioteca. Un vasto salón, especie de museo, donde estaban acumuladas, con todos los tesoros de la naturaleza mineral, obras de arte y maravillas de la industria, apareció a los ojos de los colonos, que debieron creerse entonces trasladados por un hada al mundo de los sueños. Tendido en un rico diván, vieron a un hombre que no parecía darse cuenta de su presencia. Entonces Cyrus Smith levantó la voz y con gran sorpresa de sus compañeros, pronunció estas palabras:
—Capitán Nemo, nos ha mandado venir y aquí estamos.