Los colonos salen en busca de los presidiarios y del personaje misterioso
Misterio inexplicable. — La convalecencia de Harbert. — Las partes de la isla por explorar. — Preparativos para la partida. — Primera jornada. — La noche. — Segunda jornada. — Los kauris. — La pareja de casuarios. — Huellas de paso en el bosque.
Gedeón Spilett tomó la caja y la abrió. Contenía unos doscientos gramos de un polvo blanco, del cual llevó a los labios algunas partículas. El excesivo amargor de aquella sustancia no podía engañarlo: era el precioso alcaloide de la quina, el antipirético por excelencia.
Había que administrar inmediatamente aquellos polvos a Harbert. Después se discutiría cómo se habían encontrado allí.
—¡Café! —exclamó Gédéon Spilett.
Pocos instantes después Nab llevaba una taza de la infusión tibia. Gédéon Spilett echó en ella dieciocho granos del sulfato y consiguió hacérsela beber a Harbert.
Había tiempo todavía, porque no se había manifestado aún el tercer acceso de la fiebre perniciosa.
Y añadiremos que no se manifestaría.
Por lo demás, todos habían recobrado la esperanza. La influencia misteriosa se había ejercido de nuevo en un momento supremo, cuando ya se desesperaba de que acudiese el remedio.
Al cabo de algunas horas, Harbert descansaba más apaciblemente. Los colonos pudieron hablar entonces de aquel incidente que hacía más palpable que nunca la intervención del desconocido. Pero ¿cómo había podido penetrar durante la noche hasta el Palacio de granito? Aquello era absolutamente inexplicable y la manera de proceder del genio de la isla era tan extraña como el mismo genio.
Durante aquellos días, de tres en tres horas, fue suministrado a Harbert el sulfato de quinina.
El joven experimentó a la mañana siguiente alguna mejoría. Cierto que no estaba curado. Las fiebres intermitentes están sujetas a frecuentes y peligrosas recidivas. Pero estaba atendido y el específico estaba allí y no se encontraba lejos el que lo había llevado. En fin, el corazón de todos se abrió a una inmensa esperanza.
Esta esperanza se vio realizada. Diez días después, el 20 de diciembre, Harbert entraba en la convalecencia. Estaba débil todavía y le había sido impuesta una dieta severa, pero no había vuelto el acceso y además, el dócil joven se sometía de buen grado a todas las prescripciones que se le imponían. ¡Tenía tantos deseos de curarse!
Pencroff era como un hombre a quien hubieran sacado del fondo del abismo. Tenía accesos de alegría que llegaban hasta el delirio. Después que hubo pasado el momento del tercer acceso, estrechó al periodista entre sus brazos, casi hasta ahogarlo y desde entonces no le llamaba más que el doctor Spilett.
Faltaba descubrir al verdadero doctor.
—¡Lo descubriremos! —repetía el marino.
Y ciertamente, aquel hombre, cualquiera que fuese, debía esperar un abrazo terrible de Pencroff.
El mes de diciembre terminó y con él el año 1867, durante el cual los colonos de la isla Lincoln se habían visto sometidos a tan duras pruebas. Entraron en el año de 1868 con un tiempo magnífico, un calor soberbio y una temperatura tropical, que por fortuna podía refrescarse con la brisa de los mares. Harbert renacía y desde su cama, puesta al lado de una de las ventanas del Palacio de granito, aspiraba aquel aire saludable, cargado de emanaciones salinas, que restablecían su salud. Comenzaba ya a comer y Dios sabe los buenos platitos ligeros y sabrosos que le preparaba Nab.
—Casi le dan a uno ganas de haber estado moribundo —decía Pencroff.
Durante todo aquel período los piratas no se habían presentado una sola vez en las inmediaciones del Palacio de granito. De Ayrton no había noticias y si el ingeniero y Harbert conservaban todavía alguna esperanza de encontrarlo, sus compañeros no dudaban ya de que había sucumbido. Sin embargo, esta incertidumbre no podía durar y cuando el joven estuviese completamente restablecido, debía emprenderse la expedición, cuyos resultados no podrían menos de ser importantes. Pero era preciso esperar un mes quizá, porque se necesitaban todas las fuerzas de la colonia y aún más todavía, para combatir eficazmente a los presidiarios.
Harbert iba mejorando sensiblemente cada día. La congestión del hígado iba desapareciendo y las heridas podían considerarse definitivamente cicatrizadas.
Durante aquel mes de enero se hicieron importantes trabajos en la meseta de la Gran Vista, pero consistieron únicamente en salvar lo que podía salvarse de las cosechas devastadas de trigo y legumbres. Se recogieron los granos y las plantas y se dispusieron las cosas de manera que pudiera haber una recolección en la estación próxima.
En cuanto a levantar los edificios del corral y las cuadras, Cyrus Smith prefirió aplazar estas tareas, pues mientras él y sus compañeros estuviesen en persecución de los bandidos, estos podrían hacer una nueva visita a la meseta y era preciso no darles ocasión de volver a su oficio de saqueadores e incendiarios. La reedificación vendría luego que se hubiera purgado la isla de aquellos malhechores.
El joven convaleciente comenzó a levantarse en la segunda quincena del mes de enero: primero una hora al día, después dos y luego tres.
Recobraba las fuerzas a ojos vistas, gracias a su constitución vigorosa. Tenía entonces dieciocho años: era alto y prometía ser un hombre de hermosa y noble presencia. A partir de aquel momento su convalecencia, sin dejar de exigir algún cuidado, en lo cual el doctor Spilett se mostraba muy rígido, marchó con regularidad.
A finales de mes, Harbert recorría ya la meseta de la Gran Vista y la playa. Algunos baños de mar que tomó en compañía de Pencroff y de Nab le fueron muy bien. Desde entonces Cyrus Smith creyó que podría ya señalar el día de la partida: se fijó para el 15 de febrero. Las noches, muy claras en aquella época del año, eran propicias para las investigaciones que trataban de hacerse en toda la isla.
Comenzaron los preparativos necesarios para la exploración y debían ser importantes, porque los colonos habían jurado no volver al Palacio de granito sin haber alcanzado los dos objetos de la expedición: por una parte, destruir a los presidiarios y encontrar a Ayrton si vivía y por otra, descubrir al hombre que presidía tan eficazmente los destinos de la colonia.
De la isla Lincoln los colonos conocían a fondo toda la costa oriental, desde el cabo de la Garra hasta los dos cabos Mandíbulas, el vasto pantano de los Tadornes, los alrededores del lago Grant, los bosques del Jacamar, comprendidos entre el camino de la dehesa y el río de la Merced y el curso de este y del arroyo Rojo y en fin, los contrafuertes del monte Franklin, entre los cuales estaba establecida la dehesa.
Habían explorado, pero de un modo imperfecto, el vasto litoral de la bahía de Washington, desde el cabo de la Garra hasta el promontorio del Reptil, la linde de los bosques y pantanos de la costa occidental y las interminables dunas que morían en las fauces entreabiertas del golfo del Tiburón.
Pero no habían reconocido los grandes bosques que cubrían la península Serpentina, toda la orilla derecha del río de la Merced, la izquierda del río de la Cascada y el laberinto de contrafuertes y valles que constituían las tres cuartas partes de la base del monte Franklin, al oeste, al norte y al este, donde sin duda existían muchas y profundas cuevas. Por consiguiente, todavía habían escapado a sus investigaciones muchos miles de acres de tierra de aquella isla.
Se decidió que la expedición se dirigiría a través del Far-West para englobar toda la parte situada a la derecha del río de la Merced. Quizá hubiera valido más dirigirse a la dehesa, donde debía temerse que los presidiarios se hubieran refugiado de nuevo para saquearla o para instalarse. Pero, o la devastación de la dehesa era ya un hecho consumado y por consiguiente inevitable, o los presidiarios habían tenido interés en atrincherarse en ella y siempre habría tiempo de ir allá a echarlos.
Después de largas discusiones, se mantuvo el primer plan y los colonos resolvieron dirigirse a través de los bosques al promontorio del Reptil. Caminarían con el hacha en la mano y establecerían el primer trazado de un camino que pondría en comunicación el Palacio de granito con el extremo de la península en unas dieciséis o diecisiete millas.
El carricoche estaba en estado perfecto y los onagros, bien descansados, podían hacer una larga caminata. Se cargaron en él víveres, efectos de campamento, cocina portátil, utensilios diversos y las armas y municiones escogidas con cuidado en el arsenal, ya tan completo, del Palacio de granito. Pero no había que olvidar que los presidiarios estaban seguramente ocultos en los bosques y que en medio de sus intrincadas espesuras pronto se disparaba y se recibía un balazo; de ahí la necesidad de que el grupo de los colonos permaneciese compacto y no se dividiera bajo ningún pretexto. Se decidió igualmente que nadie quedaría en el Palacio de granito, debiendo, hasta Top y Jup, formar parte de la expedición. La inaccesible morada podía guardarse por sí sola.
El 14 de febrero, víspera de la marcha, era domingo y fue consagrado al descanso y santificado por la acción de gracias que los colonos dirigieron al Creador. Harbert, enteramente curado, pero un poco débil todavía, ocuparía un sitio reservado en el carro.
Al día siguiente, al amanecer, Cyrus Smith tomó las medidas necesarias para poner el Palacio de granito al abrigo de toda invasión. Las escaleras que servían antes para subir fueron llevadas a las Chimeneas y enterradas profundamente en la arena, de modo que pudieran servir para la vuelta, porque el tambor del ascensor fue desmontado y no quedó nada del aparato. Pencroff quedó el último en el Palacio de granito para acabar esta tarea y bajó con una doble cuerda, cuyo extremo estaba sólidamente sujeto abajo y una vez recogida, no dejó comunicación alguna entre la cornisa superior y la playa.
El tiempo era magnífico.
—Se prepara un día caluroso —dijo alegremente el periodista.
—¡Bah!, doctor Spilett —repuso Pencroff— caminaremos a la sombra de los árboles y ni siquiera veremos el sol.
—¡En marcha! —dijo el ingeniero.
El carro esperaba a la orilla, delante de las Chimeneas. El periodista había exigido que Harbert subiese a él al menos durante las primeras horas del viaje y el joven tuvo que someterse a las prescripciones de su médico.
Nab se puso a la cabeza de los onagros; Cyrus Smith, Spilett y Pencroff tomaron la delantera; Top saltaba con aire alegre y Jup había aceptado sin ceremonia el sitio que Harbert le había ofrecido en el vehículo. Había llegado el momento de la partida y la pequeña tropa se puso en marcha.
El carricoche dobló primero el recodo de la desembocadura y después de haber subido por espacio de una milla por la orilla izquierda del río de la Merced, atravesó el puente, a cuyo extremo se empalmaba el camino del puerto del Globo. Los exploradores, dejando este camino a la izquierda, comenzaron a internarse bajo la bóveda de los inmensos bosques que formaban la región del Far-West. Durante las dos primeras millas, los árboles, muy espaciados, permitieron al carro pasar libremente y aunque de vez en cuando había que cortar algunos bejucos y mucha maleza, ningún obstáculo serio detuvo la marcha de los colonos. El ramaje espeso de los árboles mantenía una fresca sombra sobre el suelo. Los deodaras, las duglasias, casuarinas, banksieas, árboles de goma, dragos y otras especies ya conocidas se sucedían hasta los últimos límites que alcanzaba la vista. Todo el reino de las aves habitual de la isla se encontraba completo: tetraos, jacamares, faisanes, loros y toda la familia charlatana de las cacatúas, papagayos y cotorras. Los agutíes, canguros, cabiayes y otros animales corrían entre las hierbas y todo recordaba a los colonos las primeras excursiones que habían hecho a su llegada a la isla.
—Sin embargo —dijo Cyrus Smith— observo que estos animales, tanto cuadrúpedos como volátiles, son más tímidos ahora que antes, lo cual prueba que estos bosques han sido recorridos últimamente por los presidiarios y que no tardaremos en encontrar sus huellas.
Y, en efecto, en muchos parajes pudo verse la señal de pasos recientes de unos cuantos hombres; aquí, roturas de las ramas de los árboles, quizá con el objeto de establecer jalones en el camino; allá, cenizas de hogueras apagadas y huellas de pasos que ciertas partes gredosas del suelo habían conservado. Pero nada que pareciese pertenecer a un campamento definitivo.
El ingeniero había recomendado a sus compañeros que se abstuviesen de cazar, porque las detonaciones de las armas de fuego habrían podido poner sobre aviso a los presidiarios, que quizá andaban por el bosque. Por otra parte, los cazadores necesariamente habrían tenido que dispersarse a distancia del carro y estaba prohibido marchar aisladamente.
En la segunda parte de la jornada, a seis millas poco más o menos del Palacio de granito, la marcha se hizo más difícil. Fue preciso, para pasar por ciertas espesuras, derribar algunos árboles y abrir camino. Antes de poner manos a la obra, Cyrus Smith había tenido cuidado de enviar a aquella espesura a Top y a Jup, que cumplieron concienzudamente su encargo y cuando el perro y el orangután volvieron sin haber dado señales de peligro, era prueba de que no había nada que temer por parte de los piratas ni de las fieras, dos especies de individuos del reino animal que estaban al mismo nivel a causa de sus feroces instintos.
En la noche de aquel primer día, los colonos acamparon a unas nueve millas del Palacio de granito, a la orilla de un pequeño afluente del río de la Merced, cuya existencia ignoraban y que había de enlazarse con el sistema hidrográfico a que debía el suelo su admirable fertilidad.
Cenaron abundantemente, porque su apetito se hallaba muy aguzado y se adoptaron las medidas necesarias para pasar la noche sin molestia. Si el ingeniero no hubiera tenido que guardarse más que de las fieras, jaguares u otras, se habría contentado con encender hogueras alrededor del campamento, lo cual habría bastado para defenderse, pero los presidiarios más bien habrían sido atraídos por las hogueras que detenidos y valía más, en tal caso, rodearse de profundas tinieblas.
Por lo tanto se organizó severamente la vigilancia, velando dos de los colonos y relevándose de dos en dos horas. Ahora bien, como, a pesar de sus reclamaciones, Harbert fue dispensado de hacer guardia, Pencroff y Gédéon Spilett, por una parte y el ingeniero y Nab, por otra, la hicieron a su vez, rondando por las inmediaciones del campamento.
La noche duró pocas horas. La oscuridad era debida más al espesor del ramaje, que a la desaparición del sol. Apenas turbaron el silencio los roncos aullidos de los jaguares y los gruñidos de los monos, que crispaban particularmente los nervios de maese Jup.
La noche pasó sin incidentes y al siguiente día, 16 de febrero, los colonos continuaron a través del bosque su marcha, más lenta que penosa. Aquel día no pudieron andar más que seis millas, porque a cada instante había que abrirse camino con el hacha. Como verdaderos settlers, los colonos cuidaban dejar en pie los grandes árboles, cuyo corte, por lo demás, les habría causado mucho trabajo y no sacrificaban más que los pequeños. De aquí resultaba que el camino tomaba una dirección poco rectilínea y daba muchas vueltas.
Durante este día Harbert descubrió nuevas especies desconocidas hasta entonces en la isla, como helechos arborescentes, palmas que caían hasta el suelo y parecían extenderse como las aguas en la pila de una fuente, algarrobos, cuyas largas bayas comieron con avidez los onagros y dieron a los colonos pulpas azucaradas de un sabor excelente. Encontraron también magníficos kaurís dispuestos por grupos, cuyos troncos cilíndricos, coronados de un cono de verdor, se elevaban a una altura de doscientos pies. Eran aquellos árboles los reyes de Nueva Zelanda, tan célebres como los cedros del Líbano.
En cuanto a la fauna, no presentó otros ejemplares que los que ya conocían los cazadores. Sin embargo, entrevieron, aunque sin poder acercarse a ellos, una pareja de esas grandes aves propias de Australia, especie de casuarios, que llaman emeus, de cinco pies de altura y de plumaje pardo, que pertenecen al orden de las zancudas. Top se lanzó tras ellas con toda la celeridad de sus cuatro patas, pero los casuarios fácilmente se distanciaron.
Respecto a señales del paso de los presidiarios por el bosque, todavía se advirtieron algunas. Cerca de una hoguera que parecía haberse apagado recientemente, observaron los colonos huellas que fueron examinadas con atención. Midiéndolas unas tras otras en su longitud y en su anchura, encontraron las señales de los pies de cinco hombres. Los cinco bandidos habían acampado en aquel paraje, pero y esto era el objeto de un examen tan minucioso, no se pudo descubrir una sexta señal, que en tal caso sería la del pie de Ayrton.
—¡Ayrton no estaba con ellos! —dijo Harbert.
—No —contestó Pencroff— y si no estaba con ellos, es porque esos miserables lo habrán matado. ¿Pero no tienen esas bestias una cueva donde podamos ir a cazarlos como tigres?
—No —contestó el periodista. Es más probable que vayan a la ventura. Está en su interés vagar así hasta que puedan ser dueños de la isla.
—¡Dueños de la isla! —exclamó el marino—. ¡Los dueños de la isla!… —repitió y su voz se ahogaba como si un puño de hierro le tuviera asido por la garganta. Después, en tono más tranquilo, dijo—: ¿Sabe usted,señor Cyrus, cuál es la bala que he metido en mi fusil?
—No, Pencroff.
—La bala que ha atravesado el pecho de Harbert y le prometo que no erraré el blanco.
Pero estas justas represalias no podían devolver la vida a Ayrton y del examen de las huellas dejadas en el suelo se debía deducir que no había esperanza ninguna de volverlo a ver.
Aquella noche se estableció el campamento a catorce millas del Palacio de granito y Cyrus Smith calculó que debían estar a más de cinco millas del promontorio del Reptil.
Al día siguiente llegaron al extremo de la península habiendo atravesado el bosque en toda su longitud, pero ningún indicio había permitido hasta entonces hallar el retiro donde se habían refugiado los presidiarios, ni el no menos secreto que daba asilo al misterioso desconocido.