Transforman el «Palacio de granito» en cómoda morada
El plan de Cyrus Smith. — La fachada de la Casa de Granito. — La escalera de cuerda. — Los sueños de Pencroff. — Las hierbas aromáticas. — Una galería natural. — Trasvase de las aguas para las necesidades de la nueva vivienda. — La vista desde las ventanas de la Casa de Granito.
Al día siguiente, 22 de mayo, comenzaron las obras de arreglo de la nueva morada. Los colonos estaban impacientes por cambiar su insuficiente refugio de las Chimeneas por aquel vasto y sano retiro, abierto en medio de la roca, al abrigo de las aguas del mar y del cielo.
Las Chimeneas, sin embargo, no debían abandonarse completamente y el proyecto del ingeniero era convertirlas en taller de las grandes obras.
La primera preocupación de Cyrus Smith fue reconocer el punto preciso que ocupaba la fachada del Palacio de granito.
Marchó a la playa, al pie de la enorme muralla y como el pico había escapado de las manos del corresponsal y había debido caer perpendicularmente, bastaba encontrar el pico para conocer el sitio donde se había abierto el boquete.
Encontró fácilmente el pico y en línea perpendicular, por encima del punto donde había caído a la arena, a ochenta pies sobre el nivel de la playa, estaba la abertura. Algunas palomas entraban y salían ya por ella, como si verdaderamente se hubiera descubierto para su uso el Palacio de granito.
La intención del ingeniero era dividir la parte derecha de la caverna en varios cuartos, precedidos de un corredor de entrada, e iluminarlos con cinco ventanas y una puerta, abiertas en la fachada. Pencroff admitía sin reparo las cinco ventanas, pero no comprendía la utilidad de la puerta, porque el antiguo conducto de desagüe ofrecía una escalera natural, por la cual sería siempre fácil el acceso al Palacio de granito.
—Amigo —le dijo Cyrus Smith— si nos es fácil llegar a nuestra morada por el desagüe, también podrán otros llegar del mismo modo. Yo, por el contrario, quiero obstruir esa entrada en su mismo orificio, taparla herméticamente y si es preciso, disimularla por completo elevando por medio de un dique las aguas del lago.
—¿Y cómo entraremos? —preguntó Pencroff.
—Por una escalera exterior —dijo Cyrus Smith—; una escalera de cuerda, que, una vez retirada, hará imposible el acceso a nuestra casa.
—¿Y para qué tantas precauciones? —repuso Pencroff—. Hasta ahora los animales no nos han parecido temibles. En cuanto a estar habitada por indígenas, nuestra isla no lo está.
—¿Está usted seguro, Pencroff? —preguntó el ingeniero mirando al marino.
—No podemos estar completamente seguros —contestó Pencroff— hasta que hayamos explorado toda la isla.
—Exacto —contestó el ingeniero— puesto que no conocemos de ella más que una pequeña parte. Pero en todo caso, si no tenemos enemigos interiores, pueden venir de fuera, porque son malos parajes estos del Pacífico. Tomemos, pues, nuestras precauciones contra toda eventualidad.
Cyrus Smith hablaba prudentemente y Pencroff, sin hacer ninguna otra objeción, se preparó a ejecutar sus órdenes.
La fachada del Palacio de granito debía ser iluminada con cinco ventanas y una puerta, que sirviera para lo que constituía la vivienda propiamente dicha y por una ancha claraboya y otras más pequeñas que permitiesen entrar la luz con profusión en aquella maravillosa nave que debía servir de salón. La fachada, situada, como hemos dicho, a ochenta pies sobre el nivel del suelo, estaba expuesta al este y el sol saliente la saludaba con sus primeros rayos. Se hallaba comprendida en la parte de la cortina que estaba entre el saliente que formaba ángulo sobre la desembocadura del río de la Merced y una línea perpendicular trazada sobre la aglomeración de rocas que formaban las Chimeneas. Así, los malos vientos, es decir, los del nordeste, no la golpearían sino oblicuamente, porque estaba protegida por la orientación misma del saliente. Por otra parte, mientras se hacían los bastidores de las ventanas, el ingeniero tenía intención de cerrar las aberturas con gruesos postigos, que no dejarían pasar el viento ni la lluvia y cuya existencia podría disimularse en caso de necesidad.
El primer trabajo consistió en hacer las aberturas. La maniobra del pico sobre aquella roca dura habría sido demasiado lenta y Cyrus Smith era hombre de grandes recursos. Tenía todavía cierta cantidad de nitroglicerina a su disposición y la empleó útilmente. El efecto de la sustancia explosiva fue localizado convenientemente y bajo su esfuerzo el granito se abrió en los sitios elegidos por el ingeniero. Después el pico y el azadón acabaron la forma ojival de las cinco ventanas, de la gran claraboya, de las otras más pequeñas y de la puerta y desbastaron los huecos, cuyos perfiles quedaron en formas caprichosas. Algunos días después de haber empezado estas tareas, el Palacio de granito estaba ampliamente iluminado por la luz de levante, que penetraba hasta las profundidades más secretas.
Según el plan concebido por Cyrus Smith, la casa debía dividirse en cinco departamentos con vistas al mar; a la derecha, una entrada con puerta, de donde arrancaría la escalera; después, una cocina de treinta pies de ancha; luego, un comedor de cuarenta pies, un dormitorio de igual anchura y por fin, la habitación de los huéspedes, reclamada por Pencroff y que limitaba con el salón.
Estas habitaciones, o más bien esta serie de cuartos que formaban aquel departamento del Palacio de granito, no debían ocupar toda su profundidad.
Había que entrar por un corredor formado por sus paredes y los tabiques de un gran almacén para los utensilios, provisiones y reservas. Todos los productos recogidos en la isla, tanto los de la flora como los de la fauna, estarían allí en condiciones excelentes de conservación y completamente al abrigo de la humedad. No faltaba espacio y cada objeto podría tener ordenada y metódica colocación. Además, los colonos disponían de una gruta pequeña situada encima de la gran caverna y que podría servir de granero para la nueva morada.
Acordado el plan, no quedaba más que ponerlo en práctica. Los mineros volvieron a ser albañiles y empezaron por transportar ladrillos al pie del Palacio de granito.
Hasta entonces Cyrus Smith y sus compañeros habían entrado en la caverna por el antiguo desagüe. Este método de comunicación les obligaba primero a subir a la meseta de la Gran Vista dando un rodeo por la orilla del río, a bajar doscientos pies por corredores y después a subir otros tantos, cuando querían volver a la meseta: esto ocasionaba pérdida de tiempo y fatiga considerable. Cyrus Smith resolvió proceder a la construcción de una sólida escalera de cuerda, que una vez levantada hiciera absolutamente inaccesible la entrada del Palacio de granito.
La escalera fue hecha con muchísimo cuidado; sus montantes, formados de fibras de una especie de junco muy resistente, trenzadas por medio de un molinete, tenían la solidez de un cable grueso y en cuanto a los escalones, se hicieron de una especie de cedro rojo de ramas ligeras y resistentes.
El aparato fue una obra maestra de Pencroff.
También se fabricaron otras cuerdas con fibras vegetales y se instaló en la puerta una especie de polea. De este modo los ladrillos pudieron levantarse fácilmente hasta el nivel del Palacio de granito, simplificando así el transporte de los materiales y se comenzó en seguida el arreglo del interior. No faltaba cal y los colonos tenían millares de ladrillos dispuestos para ser utilizados. Levantaron sin dificultad la armadura de los tabiques, muy rudimentarios por otra parte y en cortísimo tiempo quedó la casa dividida en cuartos y almacenes, según el plan convenido.
Aquellas tareas marchaban con rapidez bajo la dirección del ingeniero, que manejaba lo mismo el martillo que la llana. Cyrus Smith conocía todos los oficios y daba así ejemplo a compañeros inteligentes y celosos. Se trabajaba con confianza y hasta con alegría, teniendo siempre Pencroff algún chiste preparado, siendo unas veces carpintero, otras cordelero, otras albañil y comunicando su buen humor a sus compañeros. Su fe en el ingeniero era absoluta y nada hubiera podido alterarla. Le creía capaz de emprenderlo todo y de conseguirlo todo. La cuestión del vestido y del calzado, —cuestión grave ciertamente—; la del alumbrado durante las noches de invierno, el cultivo de las tierras fértiles de la isla, la transformación de esta flora salvaje en civilizada, todo le parecía fácil con el auxilio de Cyrus Smith y todo, según él, se haría a su tiempo. Soñaba en ríos canalizados, que facilitasen el transporte de las riquezas del suelo; con la explotación de canteras y minas; con máquinas a propósito para todas las prácticas industriales y hasta con ferrocarriles, cuya red cubriese algún día la isla Lincoln.
El ingeniero dejaba hablar a Pencroff y no rebajaba nada de las exageraciones de aquel corazón honrado. Sabía lo comunicativa que es la confianza, se sonreía al oírle hablar y no decía nada de los temores que alguna vez le inspiraba el porvenir. En efecto, en aquella parte del Pacífico, fuera del rumbo de los buques, temía que nunca les llegara auxilio. Los colonos, por consiguiente, no podían contar sino consigo mismos, porque la distancia de la isla Lincoln de toda otra tierra era tal, que aventurarse en un barquichuelo de construcción necesariamente defectuosa sería cosa grave y peligrosísima.
Pero, como decía el marino, «ellos llevaban cien codos de altura a los Robinsones de tiempos antiguos, para quienes todo lo que hacían constituía un verdadero milagro».
Y, en efecto, ellos sabían; y el hombre que sabe prospera donde otros no harían más que vegetar o perecerían inevitablemente.
Harbert se distinguió en aquellos trabajos. Era inteligente y activo, comprendía pronto, ejecutaba bien y Cyrus Smith se sentía cada vez más próximo a aquel muchacho. Harbert sentía por el ingeniero una viva y respetuosa amistad; y Pencroff, que veía la estrecha simpatía que se formaba entre aquellos dos seres, no estaba celoso de ella.
Nab era Nab; lo que siempre sería, el valor, el celo, la adhesión, la abnegación personificada. Tenía en su amo la misma fe que Pencroff, pero la manifestaba menos ruidosamente. Cuando el marino se entusiasmaba, la fisonomía de Nab parecía responderle: «¡Pero si no hay cosa más natural!». Pencroff y él se querían mucho y no habían tardado en tutearse.
En cuanto a Gédéon Spilett, tomaba su parte en el trabajo común y no era el más torpe, lo cual admiraba no poco al marino, que no comprendía que un periodista fuese hábil, no solo para entender de todo, sino también para ejecutarlo.
La escalera quedó definitivamente instalada el 28 de mayo y no contaba con menos de cien escalones en aquella altura perpendicular que medía ochenta pies. Por fortuna, Cyrus Smith había podido dividirla en dos partes, aprovechando una especie de cornisa saliente de la muralla, a unos cuarenta pies del suelo. Esta cornisa, cuidadosamente nivelada por el pico, se convirtió en una especie de descansillo, al cual se fijó la primera escalera, cuyo conjunto quedó disminuido en la mitad y podía levantarse por medio de una cuerda hasta el nivel del Palacio de granito. En cuanto a la segunda escalera, se la fijó lo mismo en su extremo inferior, que reposaba sobre la cornisa, como en su extremo superior, unido a la puerta misma; de esta suerte, la ascensión fue mucho más fácil y por otra parte, Cyrus Smith pensaba instalar más adelante un ascensor hidráulico, que evitase toda fatiga y toda pérdida de tiempo a los habitantes del Palacio de granito.
Los colonos se acostumbraron pronto a servirse de aquella escalera. Eran ágiles y diestros y Pencroff, como marino habituado a correr por los flechastes de los obenques, pudo darles lecciones. Pero fue preciso que se las diera también a Top, porque el pobre perro, con sus cuatro patas, no estaba hecho para aquel ejercicio. Pencroff, sin embargo, era un maestro tan celoso, que Top terminó realizando convenientemente sus ascensiones, subiendo la escalera como hacen por lo regular sus congéneres en los circos. No hay que decir si el marino estaba orgulloso de su discípulo; pero más de una vez Pencroff le evitó el trabajo subiéndolo en sus hombros, de lo cual Top no protestaba jamás.
Aquí debemos observar que durante estos trabajos, que fueron conducidos activamente, porque el invierno se acercaba, no se olvidó de modo alguno la cuestión alimenticia. Todos los días el corresponsal y Harbert, que decididamente se habían hecho los proveedores de la colonia, empleaban algunas horas en la caza. No explotaban más que los bosques de Jacamar, a la izquierda del río, pues, no teniendo puente ni canoa, el río de la Merced no había sido atravesado todavía. Todas aquellas selvas inmensas, a las cuales se había dado el nombre de bosques del Far-West, estaban sin explorar. Se reservaba esta importante excursión para los primeros días de buen tiempo, en la próxima primavera; pero los bosques del Jacamar tenían caza suficiente, abundando en ellos los canguros y los jabalíes, en los cuales hacían maravillas las jabalinas, el arco y las flechas de los cazadores. Además, Harbert descubrió, hacia el ángulo sudoeste del lago, un sotillo natural, especie de pradera ligeramente húmeda, cubierta de sauces y hierbas aromáticas que perfumaban el aire, como el tomillo, el serpol, la albahaca, todas esas especies odoríferas de la familia de las labiadas, de las cuales gustan mucho los conejos.
Habiendo hecho Spilett la observación de que debía de haber conejos en aquel prado, puesto que estaba, por decirlo así, servida la mesa para ellos, los dos cazadores lo exploraron activamente. Por lo menos producía en abundancia plantas útiles y un naturalista hubiera tenido allí ocasión de estudiar muchos ejemplares del reino vegetal. Harbert recogió cantidad de tallos de ocimo, de romero, de melisa y otras plantas que poseen propiedades terapéuticas. Cuando, más tarde, Pencroff preguntó de qué servía toda aquella colección de hierbas, el joven respondió:
—Para curarnos y medicarnos, cuando estemos enfermos.
—¿Y por qué hemos de estar enfermos, si en la isla no hay médicos? —contestó seriamente Pencroff.
No cabía réplica a observación tan atinada. Sin embargo, el joven no dejó por eso de hacer su recolección, que fue bien acogida en el Palacio de granito, sobre todo porque a aquellas plantas medicinales pudo añadir una notable cantidad de monandras dídimas, que son conocidas en América Septentrional con el nombre de té de Oswego y producen una bebida excelente.
En fin, aquel día, buscando bien los dos cazadores, llegaron al verdadero emplazamiento de la conejera. El suelo estaba perforado como una espumadera.
—¡Madrigueras! —exclamó el joven.
—Sí —contestó el corresponsal— ya las veo.
—¿Pero están habitadas?
—Esa es la cuestión.
La cuestión no tardó en quedar resuelta, pues al mismo tiempo centenares de animalillos semejantes a conejos huyeron en todas direcciones y con tal rapidez, que el mismo Top no pudo alcanzarlos.
Por más que corrieron los cazadores y el perro, aquellos roedores se escaparon fácilmente. El corresponsal, sin embargo, estaba resuelto a no salir del sotillo sin haber capturado al menos una docena de aquellos cuadrúpedos. Quería, en primer lugar, abastecer la despensa sin perjuicio de domesticar a los que pudiera cazar posteriormente. Con algunos lazos tendidos a las entradas de las madrigueras, la operación no podría menos de tener un buen éxito; pero en aquel momento no había lazos ni medios de fabricarlos. Tuvo que resignarse a registrar con un palo cada madriguera y conseguir a fuerza de paciencia lo que no podía hacerse de otro modo.
En fin, después de una hora de registro, se cazaron cuatro roedores. Eran conejos muy semejantes a sus congéneres de Europa y conocidos vulgarmente con el nombre de conejos de América.
El producto de la caza fue llevado al Palacio de granito y figuró en la cena de aquella noche. Los huéspedes del sotillo no eran de desdeñar, porque constituían un manjar delicioso y fueron un precioso recurso para la colonia, recurso que parecía inagotable.
El 31 de mayo estaban acabados los tabiques. Solo faltaba amueblar las habitaciones, lo cual sería obra de los largos días de invierno. Se estableció una chimenea en la primera habitación, que servía de cocina. El tubo destinado a conducir el humo al exterior dio algo que hacer a los fumistas improvisados. Le pareció más sencillo a Cyrus Smith fabricarlo de ladrillo; y como no había que pensar en darle salida por la meseta superior, se abrió un agujero en el granito, por encima de la ventana de dicha cocina y a ese agujero se dirigió el tubo oblicuamente como el de una estufa de hierro.
Pudiera ser que cuando soplasen los grandes vientos del este, que azotaban directamente la fachada, la chimenea hiciera humo, pero aquellos vientos eran raros en la isla y por otra parte, Nab el cocinero no reparaba en esas pequeñeces.
Cuando estuvieron acabados estos arreglos interiores, el ingeniero se ocupó en tapar el orificio del antiguo desagüe de manera que fuera imposible el acceso por aquella vía.
Se llevaron grandes trozos de roca junto a la abertura y se cimentaron fuertemente. Cyrus Smith no realizó todavía el proyecto que había formado de tapar aquel orificio con las aguas del lago volviéndolas a su nivel primitivo por medio de un dique; se contentó con disimular la obstrucción con hierbas, arbustos y malezas plantados en los intersticios de las rocas y que a la primavera siguiente debían desarrollarse con exuberancia.
Sin embargo utilizó el desagüe de manera que pudiese llevar a la nueva casa un chorro de agua dulce del lago.
Una pequeña sangría hecha por debajo de su nivel produjo este resultado y aquella derivación de un manantial puro e inagotable dio una cantidad de agua de veinticinco a treinta galones por día. El agua no faltaría en el Palacio de granito.
En fin, todo quedó terminado y ya era tiempo, porque el invierno llegaba a grandes pasos. Construyeron fuertes postigos, que permitieron cerrar los huecos de la fachada mientras el ingeniero fabricaba ventanas de vidrio.
Gédéon Spilett había dispuesto artísticamente en los salientes de la roca, alrededor de las ventanas, plantas de diversas especies y largas hierbas flotantes y de esta manera los huecos tenían un marco de verdor pintoresco y de un efecto delicioso.
Los habitantes de aquella mansión sólida, sana y segura, debían estar satisfechos de su obra. Las ventanas permitían a sus miradas recrearse en un horizonte extensísimo, cerrado al norte por los dos cabos Mandíbulas y al sur por el cabo de la Garra. Toda la bahía de la Unión se extendía magníficamente delante de sus ojos. Sí, los buenos colonos tenían razón para estar satisfechos y Pencroff no escaseaba los elogios a lo que él llamaba riendo: «su habitación de quinto piso con entresuelo».