Los colonos deciden construir una embarcación grande
Tres años han pasado. — La cuestión del nuevo barco. — Lo que está resuelto. — Prosperidad de la colonia. — La atarazana. — Los fríos del hemisferio austral. — Pencroff se resigna. — Blanqueamiento de los tejidos. — El Monte Franklin.
Tres años habían transcurrido desde que los prisioneros de Richmond habían huido de aquella ciudad y ¡cuántas veces durante aquellos tres años habían hablado de la patria, siempre presente en sus pensamientos!
No dudaban que la guerra civil había terminado ya y les parecía imposible que no hubiese triunfado la justa causa del Norte. Pero ¿cuáles habían sido los incidentes de aquella guerra terrible? ¿Cuánta sangre había causado? ¿Qué amigos habían sucumbido en la lucha? Este era el tema frecuente de sus conversaciones, sin entrever el día que podrían volver a su país. Regresar a él, aunque no fuese más que por algunos días, reanudar el lazo social con el mundo habitado, establecer una comunicación entre su patria y su isla y pasar después la mayor parte y la mejor quizá de su existencia en aquella colonia fundada por ellos y que pasaría a depender de la metrópoli, ¿era quizá un sueño irrealizable?
No había más que dos medios de realizarlo: o vendría algún día un buque a las aguas de la isla Lincoln o los colonos construirían otro bastante fuerte para mantenerse en el mar y hacer la travesía hasta la tierra más próxima.
—A no ser —decía Pencroff— que nuestro genio nos dé los medios de volver a la patria.
Y si hubiesen ido a decir a Pencroff y a Nab que un buque de trescientas toneladas los esperaba en el golfo del Tiburón o en el puerto del Globo, no hubieran hecho el menor gesto de sorpresa. En este orden de ideas lo admitían y lo esperaban todo.
Pero Cyrus Smith, menos confiado, les aconsejó que se atuviesen a la realidad, por lo que se habló de la construcción de un buque, tarea verdaderamente urgente, puesto que se trataba de ir lo más pronto posible a la isla Tabor para dejar un documento que indicase la nueva residencia de Ayrton.
No existiendo el Buenaventura, se necesitarían seis meses más, por lo menos, para la construcción de un nuevo buque y copio llegaba el invierno, no podría efectuarse el viaje antes de la primavera próxima.
—Tenemos tiempo de prepararnos para cuando llegue la nueva estación —dijo el ingeniero— que hablaba de estas cosas con Pencroff. Creo, amigo mío, que, debiendo rehacer nuestra embarcación, será preferible darle mayores dimensiones. La llegada del yate escocés a la isla Tabor es muy problemática y hasta puede suceder que haya venido hace algunos meses y haya vuelto a marchar después de haber buscado en vano las huellas de Ayrton. ¿No convendría construir un buque que en caso necesario pudiera trasladarnos a los archipiélagos polinesios o a Nueva Zelanda? ¿Qué le parece?
—Pienso, señor Cyrus —respondió el marino— que puede construir tanto un buque grande como uno pequeño. No nos falta ni madera ni útiles, no es más que cuestión de tiempo.
—¿Y cuántos meses exigiría la construcción de un buque de doscientas cincuenta a trescientas toneladas? —preguntó Cyrus Smith.
—De siete a ocho meses, por lo menos —contestó Pencroff. Pero no hay que olvidar que llega el invierno y que durante los grandes fríos es difícil trabajar la madera. Contando con algunas semanas de huelga forzosa, si el buque está hecho para el mes de noviembre próximo, debemos estar contentos.
—Pues bien —repuso Cyrus Smith— esa sería la época favorable para emprender una travesía de alguna importancia, ya a la isla Tabor, ya a una tierra más lejana.
—De acuerdo, señor Cyrus —repuso el marino. Haga sus planos, que los obreros están dispuestos e imagino que Ayrton nos podrá ayudar mucho.
Los colonos, consultados, aprobaron el proyecto del ingeniero, que era, en verdad, lo que más convenía hacer. Cierto que la construcción de un buque de doscientas a trescientas toneladas era una obra magna, pero los colonos tenían una confianza que hasta entonces habían justificado los resultados obtenidos.
Cyrus Smith se ocupó de hacer los planos del buque y en determinar su calado. Durante aquel tiempo sus compañeros se emplearon en la corta y acarreo de los árboles de donde debían sacarse las cuadernas, las curvas y los forros. El bosque del Far-West dio los mejores materiales de maderas de encina y álamo negro. Se aprovechó la senda hecha durante la última excursión para abrir un canino practicable, que recibió el nombre de camino de Far-West y se llevaron los árboles a las Chimeneas, donde se estableció el arsenal. El trazado del camino era bastante caprichoso, porque se sometió a las necesidades de la elección de madera; de todos modos facilitó el acceso a una notable parte de la península Serpentina.
Importaba mucho que aquellas maderas se cortaran y prepararan pronto, porque era imposible emplearlas todavía verdes y había que dejarlas endurecer. Los carpinteros trabajaron con ardor durante el mes de abril, que fue turbado por algunos golpes de viento bastante fuertes de equinoccio. Maese Jup los ayudaba trepando a la cima de un árbol para fijar las cuerdas para derribarlo o prestando sus robustos hombros para trasladar los troncos cortados.
Todas aquellas maderas fueron apiladas bajo un vasto cobertizo de tablones, que se construyó cerca de las Chimeneas, donde esperaron el momento de ser utilizadas.
El mes de abril fue bastante bueno, como lo es con frecuencia el mes de octubre en la zona boreal. Al mismo tiempo los trabajos de labranza se llevaron activamente y pronto desapareció toda huella de devastación en la meseta de la Gran Vista. Se reedificó el molino y nuevos edificios se levantaron en el lugar que habían tenido en el corral. Pareció necesario reconstruirlos mayores, porque la población volátil había aumentado en proporciones considerables. Los establos contenían cinco onagros, cuatro de ellos vigorosos y bien adiestrados, que se dejaban enganchar o montar y uno que acababa de nacer. El material de la colonia se había aumentado con un arado y los onagros eran empleados en la labranza como verdaderos bueyes de los condados del Yorkshire o de Kentucky. Cada uno de los colonos tenía su parte en el trabajo y los brazos no descansaban. Los operarios gozaban de magnífica salud y de muy buen humor, con lo cual animaban las veladas del Palacio de granito, formando mil proyectos para el futuro.
Es inútil decir que Ayrton participaba en la existencia común y que no pensaba ir a vivir a la dehesa. No obstante, continuaba triste y poco comunicativo y tomaba parte más bien en las tareas que en las distracciones de sus compañeros. Era un obrero incansable en el trabajo: vigoroso, diestro, ingenioso e inteligente; todos lo estimaban y lo querían y él no podía ignorarlo.
La dehesa no quedó abandonada. Cada dos días uno de los colonos iba en un carro o en un onagro a cuidar del rebaño de muflones y cabras y traía al Palacio de granito la leche que abastecía la despensa de Nab. Estas excursiones eran al mismo tiempo ocasiones de caza. Harbert y Gédéon Spilett, llevando siempre a Top, corrían con más frecuencia por el camino de la dehesa y con las armas que disponían jamás faltaban en casa cabiayes, agutíes, canguros, jabalíes, cerdos salvajes, patos, tetraos, gallinetas, jacamares y cercetas.
Los productos del sotillo, los del banco de ostras, algunas tortugas que se pescaron además de los excelentes salmones que se introdujeron en las aguas del río de la Merced, las legumbres de la meseta de la Gran Vista y los frutos naturales del bosque, eran riquezas que Nab, el maestro cocinero, apenas tenía tiempo de almacenar.
Huelga decir que el hilo telegráfico que comunicaba la dehesa con el Palacio de granito había sido restablecido y que funcionaba cuando uno u otro de los colonos se hallaba en la dehesa y juzgaba conveniente pasar en ella la noche. Por lo demás, la isla estaba segura y no se temía ninguna agresión, al menos por parte de los hombres.
Sin embargo, los hechos que habían ocurrido podían reproducirse, temiéndose un desembarco de piratas y aun de presidiarios fugados. Era posible que algunos compañeros o cómplices de Bob Harvey todavía detenidos en Norfolk hubieran estado en el secreto de sus proyectos y tuvieran la intención de imitarlos. Los colonos no dejaban de observar los puntos de desembarco de la isla y cada día su anteojo registraba el vasto horizonte que cerraba la bahía de la Unión y la bahía de Washington. Cuando iban a la dehesa, examinaban con atención la parte occidental del mar y subiendo al contrafuerte, sus miradas podían recorrer un ancho sector de aquel horizonte.
Nada sospechoso se presentó, pero había que vivir alerta.
Por lo tanto, el ingeniero, una noche, participó a sus compañeros que había formado el plan de fortificar la dehesa. Le parecía prudente levantar la empalizada y flanquearla con una especie de blocaos, en el cual, en caso necesario, los colonos pudieran defenderse contra una tropa enemiga. Debiendo considerarse el Palacio de granito como inexpugnable, la dehesa, con sus edificios, sus depósitos y los animales que contenía, sería siempre el objetivo de los piratas, quienes quiera que fuesen los que desembarcaran en la isla y si los colonos se veían obligados a encerrarse en ella, debían ofrecer una resistencia ventajosa.
Este era un proyecto que debía meditarse, pero cuya ejecución tuvo que aplazarse para la primavera inmediata.
Hacia el 5 de mayo se veía ya en el taller de construcción la quilla del nuevo buque y pronto la roda y el codaste, encajados en cada uno de sus extremos, se levantaban sobre ella casi perpendicularmente. La quilla, de buena madera de encina, medía ciento diez pies de longitud, lo cual permitía dar al bao maestro una anchura de veinticinco pies. Pero esto fue todo lo que los carpinteros pudieron hacer antes de la llegada del frío y del mal tiempo. Durante la semana siguiente se pusieron también en su lugar las primeras cuadernas de la popa, pero luego hubo que suspender los trabajos.
Durante los últimos días del mes el tiempo fue muy malo: el viento soplaba del este y a veces con la violencia de un huracán. El ingeniero dudó de la solidez de los cobertizos que cubrían el arsenal, pero no había sido posible establecerlo en ningún otro sitio cerca del Palacio de granito, porque el islote cubría imperfectamente el litoral contra los furores del viento del mar y en las grandes tempestades las olas venían a batir directamente al pie de la muralla granítica.
Por fortuna estos temores no se realizaron… El viento se inclinó a la parte del sudeste y en tales condiciones la playa del Palacio de granito estaba a cubierto por el resalto de la punta del Pecio.
Pencroff y Ayrton, los más celosos constructores del nuevo buque, prosiguieron sus tareas mientras les fue posible. No les importaba que el viento les alborotara el pelo, ni que la lluvia les mojara hasta los huesos, pues un martillazo tiene el mismo efecto dado durante un tiempo malo que en buen tiempo. Pero cuando a este período húmedo sucedió un frío muy vivo, la madera, cuyas fibras adquirieron la fuerza del hierro, se hizo muy difícil de trabajar y hacia el 10 de junio fue preciso abandonar definitivamente la construcción del buque.
Cyrus Smith y sus compañeros no habían dejado de observar el excesivo rigor de la temperatura en los inviernos de la isla Lincoln. El frío era comparable con el que se siente en los estados de Nueva Inglaterra, situados poco más o menos a la misma distancia del Ecuador que la isla. Si en el hemisferio boreal o por lo menos en la parte ocupada por Nueva Bretaña y el Norte de Estados Unidos este fenómeno se explica por la conformación achatada de los territorios que confinan con el polo y sobre los cuales ninguna elevación del suelo presenta obstáculos a los vientos hiperbóreos, respecto a la isla Lincoln esta explicación no podía tener valor alguno.
—Se ha observado también —decía un día Cyrus Smith a sus compañeros— que a latitudes iguales, las islas y las regiones del litoral sufren menos frío que las de tierra adentro. He oído con frecuencia asegurar que los inviernos de Lombardía, por ejemplo, son más rigurosos que los de Escocia. Esto es porque el mar restituye durante el invierno el calor que ha recibido durante el verano, por lo que las islas se encuentran en mejores condiciones para gozar de los beneficios de esta restitución.
—¿Pero, entonces, señor Cyrus —preguntó Harbert— por qué la isla Lincoln parece una excepción de esa ley común?
—Eso es lo difícil de explicar —contestó el ingeniero. Sin embargo, me inclino a creer que esta singularidad depende de la situación de la isla en el hemisferio austral, que, como sabes, hijo mío, es más frío que el hemisferio boreal.
—En efecto —dijo Harbert— y los hielos flotantes se encuentran en latitudes más bajas en el sur que en el norte del Pacífico.
—Eso es verdad —repuso Pencroff. Cuando yo ejercía el oficio de ballenero, he visto icebergs hasta en el cabo de Hornos.
—También podrían explicarse —dijo Gédéon Spilett— los fríos rigurosos que experimenta la isla Lincoln por la presencia de hielos o ventisqueros a una distancia relativamente próxima.
—Su opinión es muy admisible, mi querido Spilett —repuso Cyrus Smith—; y evidentemente a la proximidad de los bancos de hielo debemos los rigurosos inviernos. Hay que añadir que una causa enteramente física hace el hemisferio austral más frío que el boreal. Pues, estando el sol más cerca de este último hemisferio durante el verano, necesariamente está más lejos durante el invierno. Esto explica que haya exceso de temperatura en los dos sentidos y si encontramos que los inviernos son más fríos en la isla Lincoln, no olvidemos que los veranos son demasiado calurosos.
—Pero —dijo Pencroff frunciendo el ceño— ¿por qué nuestro hemisferio, señor Cyrus, ha de tener la peor parte? Eso no es justo.
—Amigo Pencroff —repuso el ingeniero, riéndose— justo o no, hay que resignarse a la situación y voy a explicar en qué consiste esta particularidad. La tierra no describe un círculo alrededor del sol, sino una elipse, como exigen las leyes de la mecánica racional. La tierra ocupa uno de los focos de la elipse y por consiguiente, en cierta época de su curso se encuentra en su apogeo, es decir, a su mayor distancia del sol y en otra época se encuentra en su perigeo, o sea a su menor distancia. Ahora bien, precisamente durante el invierno de los países australes, está la tierra en el punto más lejano respecto del sol, por consiguiente en las condiciones requeridas para que esos países experimenten los mayores fríos. Entonces, nada puede hacerse y los hombres, Pencroff, por sabios que sean, jamás podrán cambiar nada en el orden cosmológico establecido por Dios mismo.
—Y sin embargo —añadió Pencroff, que mostraba cierta dificultad en resignarse— el mundo es bastante sabio. ¡Qué gran libro podría hacerse, señor Cyrus, con lo que se sabe!
—Otro mucho mayor todavía se haría con lo que se ignora —repuso Cyrus Smith.
En fin, por una razón o por otra, en el mes de junio arreció el frío con su violencia acostumbrada y los colonos tuvieron que permanecer encerrados muchos días en el Palacio de granito. Este secuestro les parecía insufrible a todos, especialmente a Gédéon Spilett.
—Mira tú —dijo un día a Nab—, te daría por acta notarial todas las herencias que debo recibir, si fueras tan bueno que me suscribieras a un periódico. Decididamente lo que falta para mi felicidad es saber todas las mañanas lo que ha pasado el día antes fuera de mi domicilio.
Nab se echó a reír.
—Sin embargo —dijo— lo que a mí me preocupa son mis quehaceres diarios.
La verdad era que no faltaba trabajo lo mismo dentro que fuera de la casa. La colonia de la isla Lincoln estaba entonces en su más alto grado de prosperidad, al cual había llegado después de tres años de asiduos trabajos. El incidente de la destrucción del brick había sido un nuevo manantial de riquezas. Sin hablar del aparejo completo que serviría para el buque que estaba construyéndose, llenaban a la sazón los almacenes del Palacio de granito: utensilios, instrumentos útiles de toda especie, armas, municiones y vestidos. No había sido necesario recurrir a la fabricación de gruesas telas de fieltro. Si los colonos habían tenido frío durante su primer invierno, la mala estación podía volver sin que tuvieran que temer sus rigores. Abundaba también la ropa blanca y se la conservaba con extremo cuidado. De aquel cloruro de sodio, que no es sino sal marina, Cyrus Smith había extraído fácilmente la sosa y el cloro, del cual hizo cloruro de cal y otros que fueron empleados en diversos usos domésticos, también en el lavado de ropa. Por otra parte, no se hacían más que cuatro lejías al año, como se practicaba antiguamente en las familias antiguas y séanos permitido añadir que Pencroff y Gédéon Spilett, mientras llegaba la época en que el repartidor pudiera llevarles el periódico, se mostraron lavanderos distinguidos.
Así pasaron los meses de invierno: junio, julio y agosto fueron muy rigurosos; el término medio de las observaciones termométricas no señaló más de 8° Fahrenheit (13° centígrados bajo cero), temperatura inferior a la del invierno precedente. Incesantemente ardía un buen fuego en las chimeneas del Palacio de granito, cuyas columnas de humo manchaban con largas rayas negras la parte inferior. No se economizaba el combustible, que crecía a pocos pasos de distancia y además, lo superfluo de la madera destinada a la construcción del buque permitió economizar la hulla, que exigía más trabajo para traerla.
Hombres y animales gozaban de buena salud. Maese Jup se mostraba un poco friolero, único defecto que tenía el orangután y hubo que hacerle una buena bata bien forrada de algodón. Aquel criado tan diestro, tan celoso e infatigable, discreto y nada charlatán, con razón hubiera podido ser presentado como modelo a todos sus colegas bípedos del Antiguo y del Nuevo Mundo.
—Al fin y al cabo —decía Pencroff— cuando uno puede disponer de cuatro manos, es más fácil desempeñar convenientemente sus tareas.
Y las desempeñaba perfectamente el diestro cuadrúmano.
Durante los siete meses que transcurrieron desde las últimas investigaciones realizadas alrededor de la montaña y durante el mes de septiembre, en que volvieron los días buenos, no hubo ocasión de hablar del genio de la isla, porque su acción no se manifestó en ninguna circunstancia. Es verdad que habría sido inútil, porque ningún incidente vino a poner a prueba a los colonos.
Cyrus Smith observó que si las comunicaciones entre el desconocido y los habitantes del Palacio de granito se habían establecido alguna vez por medio del pozo y si el instinto de Top, por decirlo así, las había presentido, nada ocurrió en aquel período que autorizase esta conjetura. Los ladridos del perro habían cesado completamente, lo mismo que los temores del orangután. Los dos amigos, porque efectivamente lo eran, no andaban ya alrededor del pozo, no ladraban ni gruñían de aquella singular manera que desde el principio había llamado la atención del ingeniero. ¿Pero podía este asegurar que no se le presentaría de nuevo el enigma y que jamás llegaría a poseer la clave? ¿Podía afirmar que no se reproduciría alguna circunstancia que volviese a poner en escena al misterioso personaje? ¡Quién sabe lo que reservaba el porvenir!
En fin, el invierno pasó, pero, en los primeros días que marcaron la vuelta de la primavera, ocurrió un hecho cuyas consecuencias podían ser graves. El 7 de septiembre, Cyrus Smith, observando la cima del monte Franklin, vio una columna de humo sobre el cráter, cuyos primeros vapores se proyectaban en el aire.