Jup lucha como uno más. Prueba del barco construido
El aparejo de la embarcación. — Un ataque a tiros. — Jup herido. — Jup atendido. — Jup curado. — Remate de la construcción del barco. — Triunfo de Pencroff. — El Buenaventura. — Primera prueba en el sur de la isla. — Un documento inesperado.
Aquella tarde volvieron los cazadores, que habían hecho muy buena caza y venían cargados, es decir, con la carga que podían buenamente llevar cuatro hombres. Top traía una ristra de cercetas alrededor del cuello, y Jup, un cinturón de gallinetas de agua alrededor de su cuerpo.
—Aquí tenemos, amo —exclamó Nab—, entretenimiento para algún tiempo: conservas, pasteles, agradable reserva, pero alguien me tiene que ayudar. ¿Cuento contigo, Pencroff?
—No, Nab —contestó el marino—; el aparejo del barco me reclama y por ahora tendrás que pasarte sin mi ayuda.
—¿Y usted, señor Harbert?
—Yo mañana tengo que ir a la dehesa —contestó el joven.
—Entonces me ayudará el señor Spilett.
—Por complacerte, Nab —repuso el periodista—; pero te prevengo que, si me descubres tus recetas, las voy a publicar.
—Como usted guste, señor Spilett —respondió Nab—; como usted guste.
Y así fue como al día siguiente Gédéon Spilett se convirtió en ayudante de cocina de Nab y quedó instalado en su laboratorio culinario. Pero antes el ingeniero le había manifestado el resultado de la expedición del pozo realizada la víspera y sobre este punto el corresponsal fue de la misma opinión de Cyrus: «que, aunque nada había encontrado, quedaba, sin embargo, un secreto».
Los fríos continuaron todavía durante una semana y los colonos abandonaron el Palacio de granito solo para cuidar el corral. La vivienda estaba perfumada con los olores que exhalaban las sabias manipulaciones de Nab y del corresponsal, pero no todo el producto de la caza del pantano se transformó en conserva. Aquel frío intenso conservaba perfectamente la carne: se comieron patos silvestres y otras carnes frescas y se declararon superiores a todos los animales acuáticos del mundo conocido.
Durante aquella semana, Pencroff, ayudado por Harbert, que manejaba hábilmente la aguja del velero, trabajó con tal ardor, que quedaron terminadas las velas de la embarcación.
La cordelería de cáñamo no faltaba gracias al aparejo que se había encontrado con la cubierta del globo. Los cables, las cuerdas de la red, todo aquello formaba un excelente material, del cual sacó el marino muy buen partido. Las velas fueron guarnecidas de fuertes relingas y aún quedaba para fabricar las drizas, los obenques, las escotas, etc. En cuanto a los motones, por consejo de Pencroff y mediante el torno que se había instalado, fabricó Cyrus Smith los necesarios. Se acabó el aparejo mucho antes que estuviera concluido el barco.
Pencroff hizo también una bandera azul, roja y blanca, cuyos colores habían sido suministrados por ciertas plantas tintóreas muy abundantes en la isla; pero a las treinta estrellas, que representaban los Estados de la Unión, que resplandecen en el pabellón norteamericano, el marino añadió una más, la estrella de la isla Lincoln, porque ya consideraba su isla como unida a la gran República.
—Y si no de hecho, lo estaba, al menos, de corazón —decía.
Entretanto se enarboló aquel pabellón en la ventana central del Palacio de granito y los colonos le saludaron con tres hurras.
La estación fría tocaba a su término y parecía que aquel segundo invierno iba a pasar sin incidente grave, cuando en la noche del 11 de agosto la meseta de la Gran Vista se vio amenazada de una devastación completa.
Después de un día de mucho trabajo, los colonos dormían profundamente, cuando, hacia las cuatro de la mañana, se despertaron sobresaltados al oír los ladridos de Top. El perro no ladraba aquella vez cerca de la boca del pozo, sino en el umbral de la puerta y se echaba sobre ella como si quisiera derribarla. Jup también por su parte daba gritos agudos.
—¿Qué hay, Top? —exclamó Nab, que fue el primero que se despertó.
El perro continuaba ladrando con furor.
—¿Qué pasa? —preguntó Cyrus Smith.
Y todos, vestidos apresuradamente, se precipitaron hacia las ventanas de la habitación y las abrieron.
Se presentó ante sus ojos una capa de nieve, que apenas parecía blanca en aquella oscurísima noche. No vieron nada, pero oyeron singulares ladridos que resonaban en la oscuridad. La playa había sido invadida por cierto número de animales que las tinieblas impedían distinguir.
—¿Qué es eso? —exclamó Pencroff.
—Lobos, jaguares o monos —contestó Nab.
—¡Diablos! ¿Pueden llegar a lo alto de la meseta? —dijo el corresponsal.
—¿Y nuestro corral? —exclamó Harbert—. ¿Y nuestra plantación?
—¿Por dónde han pasado? —preguntó Pencroff.
—Sin duda por el puentecillo de la playa que alguno de nosotros habrá olvidado levantar —contestó el ingeniero.
—En efecto —dijo Spilett—; recuerdo que dejé echado el puente…
—¡Buena la ha hecho usted, señor Spilett! —exclamó el marino.
—Lo hecho, hecho está —sentenció Cyrus Smith—. Ahora atendamos lo que hay que hacer.
Tales fueron las preguntas y respuestas que se cruzaron rápidamente entre Cyrus Smith y sus compañeros. Era indudable que el puentecillo había dado paso a aquellos animales que habían invadido la playa y cualesquiera que fuesen, subiendo por la orilla izquierda del río de la Merced, podían llegar a la meseta de la Gran Vista; por consiguiente, era preciso ganarles en celeridad y combatirlos si se obstinaban en pasar.
—¿Pero qué animales son esos? —preguntó Pencroff por segunda vez en el momento en que los ladridos resonaban con más fuerza.
Aquellos ladridos hicieron estremecer a Harbert, acordándose de haberlos oído en su primera visita a las fuentes del arroyo Rojo.
—¡Son culpeos, son zorras! —dijo.
—¡Adelante! —exclamó el marino.
Y todos, armándose de hachas, de carabinas y de revólveres, se precipitaron en la banasta del ascensor y bajaron a la playa.
Los culpeos son animales peligrosos, cuando hay muchos e irritados por el hambre; sin embargo, los colonos no vacilaron en arrojarse en medio de ellos y sus primeros tiros de revólver, lanzando rápidos relámpagos en la oscuridad, hicieron retroceder a los primeros asaltantes.
Lo que importaba era impedirles subir a la meseta de la Gran Vista, porque entonces las plantaciones y el corral habrían quedado a merced suya e inevitablemente habrían producido estragos inmensos, tal vez irreparables, sobre todo en lo que se refería al campo de trigo. Pero, como la invasión de la meseta no podía efectuarse sino por la orilla izquierda del río de la Merced, bastaba oponer a los culpeos una barrera insuperable en la estrecha porción de la orilla del río comprendida entre este y la muralla de granito.
Así lo comprendieron todos y por orden de Cyrus Smith se apresuraron a dirigirse al sitio designado, mientras la bandada de culpeos se movía y saltaba en la oscuridad.
Cyrus Smith, Gédéon Spilett, Harbert, Pencroff y Nab se colocaron de forma que presentaban una línea infranqueable. Top, abriendo sus formidables mandíbulas, precedía a los colonos, e iba seguido de Jup, armado de un garrote nudoso, que blandía como una maza.
La noche era muy oscura y no se veía a los agresores, sino los fogonazos de las descargas, cada una de las cuales hacía indudablemente por lo menos una víctima. Las zorras debían ser más de ciento y sus ojos brillaban como carbones encendidos.
—¡No hay que dejarlas pasar! —exclamó Pencroff.
—No pasarán —contestó el ingeniero.
Pero si no pasaron no fue por falta de tentativas. Las últimas filas empujaban a las primeras y hubo que sostener una lucha incesante a tiros de revólver y a hachazos. Muchos cadáveres de culpeos debían cubrir ya el suelo, pero la banda no parecía disminuir, sino al contrario, se renovaba sin cesar por el puentecillo de la playa.
En breve los colonos tuvieron que luchar cuerpo a cuerpo y no dejaron de recibir algunas heridas, aunque ligeras por fortuna. Harbert, de un tiro, había libertado a Nab, sobre cuya espalda acababa de caer un culpeo como hubiera podido hacerlo un tigre. Top peleaba con verdadero furor, saltando al cuello de las zorras y estrangulándolas. Jup, armado de su garrote, daba palos de ciego a todas partes y en vano se le quería detener. Dotado sin duda de una vista que le permitía penetrar en aquella oscuridad, estaba siempre en lo más duro del combate y lanzaba de cuando en cuando un silbido agudo, que era la señal de alegría. En ciertos momentos se adelantó tanto, que al fogonazo de un tiro de revólver se le pudo ver rodeado de cinco o seis grandes culpeos, a los cuales hacía frente con la mayor sangre fría.
La lucha debía concluir en ventaja para los colonos, aunque fuera al cabo de dos horas largas de resistencia. Los primeros resplandores del alba determinaron sin duda la retirada de los asaltantes, que huyeron hacia el norte, pasando el puentecillo y Nab corrió inmediatamente a levantarlo.
Cuando la claridad iluminó suficientemente el campo de batalla, los colonos pudieron contar unos cincuenta cadáveres esparcidos por la arena.
—¿Y Jup? —exclamó Pencroff—. ¿Dónde está Jup?
El orangután había desaparecido. Nab le llamó y por primera vez Jup no respondió al llamamiento de su amigo.
Todos se pusieron en busca de Jup, temiendo encontrarlo entre los muertos. Se examinó el sitio de los cadáveres, que manchaban la nieve con su sangre y encontraron a Jup en medio de un verdadero montón de culpeos, cuyas mandíbulas y espinazos rotos manifestaban haber estado en contacto con el terrible garrote del intrépido animal. El pobre Jup tenía en la mano un pedazo de su estaca rota, pero, privado de su arma, había sido derribado por el número de enemigos y tenía en su pecho profundas heridas.
—¡Está vivo! —exclamó Nab, que se había inclinado sobre él.
—Lo salvaremos —repuso el marino—, lo cuidaremos como a uno de nosotros.
Parecía que Jup lo había entendido, porque reclinó su cabeza sobre el hombro de Pencroff, como para darle las gracias. El marino también estaba herido, pero sus heridas, lo mismo que las de sus compañeros, eran insignificantes, porque gracias a sus armas de fuego casi siempre habían podido mantener la distancia conveniente entre ellos y sus agresores. Solamente el orangután tenía heridas graves.
Nab y Pencroff lo llevaron hasta el ascensor sin que apenas saliera de sus labios más que un débil gemido; lo subieron con cuidado al Palacio de granito, donde fue instalado en uno de los colchones que se tomaron de una cama y le lavaron las heridas. No parecía que hubiesen alcanzado a ningún órgano vital, pero Jup estaba muy debilitado por la pérdida de sangre y la fiebre se declaró con bastante intensidad.
Le acostaron después de haberle vendado las heridas y se le impuso una dieta, como una persona, según decía Nab, haciéndole beber algunas tazas de tisana refrigerante, cuyos ingredientes suministró la oficina de farmacia vegetal del Palacio de granito.
Jup durmió al principio con un sueño agitado, pero poco a poco su respiración se hizo más regular y se le dejó descansar tranquilamente. De cuando en cuando, Top, andando, por decir así, de puntillas, iba a visitar a su amigo y parecía aprobar los cuidados que tenían con él.
Una mano de Jup pendía fuera de la cama y Top la lamía con aire de pesadumbre.
Aquella mañana se procedió a dar sepultura a los muertos, que fueron arrastrados hasta el bosque del Far-West y allí enterrados.
Aquel ataque, que hubiera podido tener consecuencias tan grandes, fue una lección para los colonos y desde entonces no se acostaron nunca sin que uno hubiera pasado a examinar si todos los puentes estaban alzados y si era o no posible alguna invasión.
Jup, después de haber inspirado serios temores durante algunos días, reaccionó contra el mal. Su constitución triunfó, disminuyó la fiebre poco a poco y Gédéon Spilett, que entendía algo de medicina, le declaró en breve fuera de peligro. El 16 de agosto Jup empezó a comer; Nab le hacía unos platitos azucarados, que el enfermo saboreaba con fruición, porque era algo goloso y Nab no había hecho nunca nada para corregirlo.
—¿Qué quiere usted? —decía a Gédéon Spilett, que alguna vez le reconvenía mimar al orangután—. El pobre Jup no tiene más placer que el de la boca y me alegro mucho de poder mostrar así la gratitud por sus servicios.
Diez días después, el 21 de agosto, maese Jup se levantó de la cama. Sus heridas estaban cicatrizadas y todos comprendieron que no tardaría en recobrar su vigor y flexibilidad habituales. Como todos los convalecientes, se vio acometido de un hambre devoradora y el periodista le dejó comer cuanto quiso, porque se fiaba de ese instinto que con frecuencia falta a los seres racionales y que debía preservar al orangután de todo exceso. Nab estaba encantado de ver cómo volvía el apetito a su discípulo.
—Come —le decía—, come, amigo Jup, y no te prives de nada. Has vertido tu sangre por nosotros y lo menos que puedo hacer es ayudarte a reparar tus pérdidas.
En fin, el 25 de agosto, se oyó la voz de Nab que llamaba a sus compañeros.
—¡Señor Cyrus, señor Gédéon, señor Harbert, Pencroff, vengan!
Los colonos, reunidos en el salón, se levantaron y acudieron hacia donde Nab les llamaba, es decir, al cuarto de Jup.
—¿Qué hay? —preguntó el periodista.
—Vean ustedes —contestó Nab, lanzando una sonora carcajada.
Maese Jup fumaba tranquila y seriamente sentado como un turco en el umbral del Palacio de granito.
—¡Mi pipa! —exclamó Pencroff—. ¡Se ha apoderado de mi pipa! ¡Ah, valiente Jup, te la regalo! Fuma, amigo mío, fuma.
Y Jup lanzaba gravemente espesas bocanadas de humo de tabaco, lo cual parecía proporcionarle un gozo exquisito.
Cyrus Smith no se mostró tan admirado del incidente y citó varios ejemplos de monos domesticados que se habían acostumbrado a fumar.
Pero desde aquel día maese Jup fue propietario de una pipa, la del marino, que permaneció suspendida en su cuarto cerca de la provisión de tabaco. Él mismo la cargaba y la encendía con una brasa y cuando fumaba, parecía el más dichoso de los cuadrumanos. Ya se comprenderá que aquella comunidad de gustos no hizo más que estrechar entre Jup y Pencroff los lazos de amistad que unían al mono y al honrado marino.
—Quizá es un hombre —decía algunas veces Pencroff—. Nab, ¿te extrañarías si un día se pusiera a hablamos?
—No —contestó Nab—. Me extraña lo contrario, que no hable, porque realmente no le falta más que la palabra.
—Me gustaría —dijo el marino— que el día menos pensado me dijese: «¿Vamos a cambiar de pipa, Pencroff?».
—Sí —contestó Nab—. ¡Qué desgracia que sea mudo de nacimiento!
Con el mes de septiembre terminó completamente el invierno y los colonos volvieron con más ardor a sus trabajos.
La construcción del barco adelantó rápidamente. Tenía ya toda la tablazón de forro y se pusieron las cuadernas interiores para unir todas las partes del casco, haciéndolas flexibles por medio del vapor de agua, que se prestaba a todas las exigencias del gálibo.
Como no faltaba madera, Pencroff propuso al ingeniero que se forrara interiormente el casco con hiladas de tablones a lo largo, que aseguraría la solidez de la embarcación.
Cyrus Smith, no sabiendo lo que podía acontecer en el futuro, aprobó la idea del marino de hacer el buque lo más sólido posible. El forro y el puente quedaron concluidos el 15 de septiembre. Para calafatear las costuras se hizo estopa con cierta hierba marina seca, que fue introducida a golpes de mazo entre los tablones del casco, de los forros del puente; después se cubrieron aquellas costuras con brea hirviendo, suministrada abundantemente por los pinos del bosque.
La distribución de las diversas partes de la embarcación fue sencilla. Primero se echaron por lastre grandes trozos de granito dispuestos en un lecho de cal, cuyo peso podría ser doce mil libras. Por encima de aquel lastre se puso un sollado, cuyo interior se dividió en dos cámaras a lo largo de las cuales se extendían dos bancos, que servían de arcones. El pie del mástil debía apuntalar el tabique que separaba las dos cámaras, a las cuales se llegaba por dos escotillas abiertas sobre el puente y provistas de sus portezuelas.
No costó ningún trabajo a Pencroff encontrar un árbol apropiado para mástil. Escogió un abeto joven y recto, sin nudos, que no tuvo que hacer más que labrar en la planta y redondear por la cabeza. La guarnición de hierro del mástil, del timón y del casco había sido burda, pero sólidamente fabricada en la fragua de las Chimeneas. En fin, vergas, tablones, botavara, relingas, remos, etc., todo estaba terminado en la primera semana de octubre y se acordó que se haría la prueba del barco en las inmediaciones de la isla, para reconocer qué tal se portaba en la mar y hasta qué punto podía tenerse confianza en él.
Durante aquel tiempo no se habían descuidado las obras necesarias. Se habían aumentado las construcciones de la dehesa, porque el rebaño de muflones y el de cabras contaba un cierto número de corderitos y cabritos, que había que alojar y alimentar. No habían dejado de visitar los bancos de ostras, ni el conejar, ni los yacimientos de hulla y de hierro, ni algunas partes hasta entonces inexploradas de los bosques del Far-West, que eran muy abundantes en caza.
También se descubrieron ciertas plantas indígenas, que, si no tenían una utilidad inmediata, contribuyeron a variar los comestibles vegetales del Palacio de granito. Eran varias especies de ficoideas, unas semejantes a las del Cabo, con hojas carnosas comestibles y otras que producían granos que contenían una especie de harina.
El 10 de octubre se botó al mar el buque, con gran satisfacción de Pencroff y la operación salió perfecta. La nave, completamente aparejada, habiendo sido empujada sobre maderos cilíndricos hasta la orilla del río, fue recogida por la marea ascendente y flotó con aplauso de los colonos y particularmente de Pencroff, que no manifestó ninguna modestia en aquella ocasión. Por otra parte, su vanidad debía sobrevivir al término de su obra, puesto que, después de haber construido el barco, estaba destinado a mandarlo. En efecto, todos le dieron unánimemente el grado de capitán.
Para complacer al capitán Pencroff hubo que poner nombre a la embarcación y después de haber discutido muchas proposiciones, se reunieron los votos en el nombre de Buenaventura, que era el del honrado marino.
Cuando el Buenaventura fue levantado por la marea ascendente, se pudo ver que se mantenía muy bien en sus líneas de agua y que debía navegar muy bien con todos los aires.
Por lo demás, iba a hacerse el ensayo de su aptitud ese día con una excursión a lo largo de la costa. El tiempo era hermoso, la brisa fresca, el mar fácil, sobre todo el litoral del sur, porque el viento hacía una hora que soplaba del nordeste.
—¡A bordo, a bordo! —gritó el capitán Pencroff.
Pero había que almorzar antes de salir y parecía conveniente llevar provisiones a bordo, para el caso de que la excursión se prolongara hasta la noche.
Cyrus Smith estaba también impaciente por probar la embarcación, cuyos planos había hecho, aunque aconsejado por el marino, pero con frecuentes modificaciones; no tenía la misma confianza que Pencroff y como este ya no hablaba de la isla Tabor, el ingeniero suponía que el marino había renunciado a su proyecto.
No le gustaba que dos o tres compañeros se aventurasen en alta mar con aquel barco, que, en resumidas cuentas, era muy pequeño y no cargaba más de quince toneladas.
A las diez y media todos estaban a bordo, incluso Jup y Top. Nab y Harbert levantaron el ancla que mordía la arena cerca de la desembocadura del río de la Merced; se izó la cangreja; el pabellón linconiano ondeó en el tope del mástil y el Buenaventura, dirigido por Pencroff, se hizo a la mar.
Para salir de la bahía de la Unión fue preciso primero caminar viento en popa y se pudo observar que, con este aire, la celeridad de la embarcación era satisfactoria.
Después de haber doblado la punta del Pecio y el cabo de la Garra, Pencroff debió mantenerse lo más cerca posible, para seguir la costa meridional de la isla y después de haber recorrido algunas bordadas, observó que el Buenaventura podía marchar a cinco cuartos de viento y que se sostenía muy bien contra la corriente. Viraba perfectamente a barlovento, teniendo golpe, como dicen los marinos y aun ganando al virar.
Los pasajeros del Buenaventura estaban entusiasmados. Tenían una buena embarcación, que podría prestarles grandes servicios y con aquel tiempo el paseo fue delicioso.
Pencroff salió a alta mar a tres o cuatro millas de la costa a través del puerto del Globo. La isla apareció entonces en todo su desarrollo, bajo un aspecto nuevo por el panorama variado de su litoral desde el cabo de la Garra hasta el promontorio del Reptil, en primer término los bosques, en que las coníferas sobresalían entre el follaje tierno de los demás árboles que apenas empezaban a echar brotes y aquel monte Franklin que dominaba el conjunto y cuya cima estaba coronada de nieve.
—¡Qué magnífico espectáculo! —exclamó Harbert.
—Sí, nuestra isla es bonita y buena —añadió Pencroff— y la amo como amaba a mi pobre madre. Nos ha recibido pobres y careciendo de todo, ¿y qué falta ahora a estos cinco hijos que le han caído del cielo?
—Nada —contestó Nab—; nada, capitán.
Y los dos honrados colonos lanzaron tres formidables hurras en honor de la isla. Entretanto, Gédéon Spilett, apoyado en el mástil, dibujaba el panorama que se presentaba a sus ojos. Cyrus Smith miraba en silencio.
—Y bien, señor Cyrus —preguntó Pencroff—, ¿qué dice usted de nuestro barco?
—Parece que se porta bien —contestó el ingeniero.
—¡Bueno! ¿Cree ahora que podré emprender un viaje de alguna duración?
—¿Qué viaje, Pencroff?
—El de la isla Tabor, por ejemplo.
—Amigo —repuso Cyrus Smith—, creo que en un caso urgente no habría que vacilar en fiarse del Buenaventura, hasta para una travesía larga; pero ya sabe que le vería partir con disgusto para la isla Tabor, pues nada le obliga a ir.
—Me gusta conocer a mis vecinos —repuso Pencroff, que se obstinaba en llevar a cabo su idea—. La isla Tabor es nuestra vecina, no tenemos otra. La cortesía exige que se vaya al menos una vez a hacer una visita.
—¡Caramba! —exclamó Gédéon Spilett—. ¡Nuestro amigo Pencroff, esclavo de las conveniencias sociales!
—No soy esclavo de nada —repuso el marino, a quien la oposición del ingeniero le incomodaba un poco, pero que no quería disgustarlo.
—Piense, Pencroff —contestó Cyrus Smith—, que no puede ir solo a la isla Tabor.
—Un compañero me basta.
—Bueno —repuso el ingeniero—. ¿Quiere usted correr el riesgo de privar a la isla Lincoln de dos colonos de cinco que tiene?
—Tiene seis —repuso Pencroff—; olvida a Jup.
—Tiene siete —añadió Nab—, porque Top vale como cualquier otro.
—Por otra parte, no hay riesgo, señor Cyrus —agregó el marino.
—Es posible, Pencroff, pero repito que es exponerse sin necesidad.
El terco marino no contestó y varió de conversación, decidido, sin embargo, a volver sobre ella en ocasión oportuna.
No sospechaba que iba a ser ayudado por un incidente, que cambiaría en obra de humanidad lo que no era sino un capricho discutible. Después de haberse mantenido en alta mar, el Buenaventura se acercó a la costa, dirigiéndose hacia el puerto del Globo. Era importante examinar los pasos que había entre los bancos de arena y arrecifes, para ponerles balizas en caso de necesidad, pues aquella ensenada debía ser el puerto donde se amarrase el barco. Estaban a media milla de la costa que había sido preciso bordear para ganar espacio contra el viento; la velocidad del Buenaventura era entonces muy moderada, porque la brisa, detenida en parte por la tierra alta, apenas hinchaba sus velas y el mar, terso como un espejo, no se rizaba sino al soplo de rachas que pasaban caprichosamente.
Harbert, que estaba a proa para indicar el camino que habían de seguir entre los arrecifes y los bancos de arena, exclamó:
—¡Orza, Pencroff, orza!
—¿Qué pasa? —preguntó el marino, levantándose—. ¿Una roca?
—No… Espera… —dijo Harbert—. No veo bien… orza más… bueno… arriba un poco…
Diciendo esto, Harbert, echado a lo largo de la barca, metía la mano rápidamente en el agua y se levantaba después, diciendo:
—¡Una botella!
En efecto, tenía en la mano una botella cerrada que acababa de coger a pocos cables de la costa.
Cyrus Smith tomó la botella y sin decir una palabra quitó el tapón y sacó un papel húmedo, en el cual se leían estas palabras:
Naufragado… Isla Tabor: 153° longitud oeste; 37° 11' latitud sur.