Salieron de caza y a explorar la isla
El inventario de los náufragos. — Nada. — La ropa quemada. — Una incursión en el bosque. — La flora del arbolado perenne. — El yacamará espantado. — Trazas de fieras. — Los curucús. — Los tetraos. — Una pesca con caña muy peculiar.
El inventario de los objetos que poseían aquellos náufragos del aire arrojados sobre una costa que parecía inhabitada quedó muy pronto hecho.
No tenían más que los vestidos puestos en el momento de la catástrofe. Sin embargo, es preciso mencionar un cuaderno y un reloj, que Gédéon Spilett había conservado por descuido, pero no tenían ni un arma, ni un instrumento, ni siquiera una navaja de bolsillo. Los pasajeros de la barquilla lo habían arrojado todo para aligerar el aerostato.
Los héroes imaginarios de Daniel Defoe, o de Wyss, como los Selkirk y los Raynal, náufragos en la isla de Juan Fernández o el archipiélago de Auckland, no se vieron nunca en una desnudez tan absoluta, porque sacaban recursos abundantes de su navío encallado, granos, ganados, útiles, municiones, o bien llegaba a la costa algún resto de naufragio, que les permitía acometer las primeras necesidades de la vida. No se encontraban de golpe absolutamente desarmados frente a la naturaleza. Pero ellos, ni siquiera un instrumento, ni un utensilio. Nada, tenían necesidad de todo.
Y si Cyrus Smith hubiera podido poner su ciencia práctica, su espíritu inventivo al servicio de aquella situación, quizá toda esperanza no se hubiera perdido. Pero no era posible contar con Cyrus Smith. Los náufragos no debían esperar nada más que de sí mismos y de la Providencia, que no abandona jamás a los que tienen fe sincera.
Pero, ante todo, ¿debían instalarse en aquella parte de la costa sin buscar ni saber a qué continente pertenecía, si estaba habitada, o si el litoral no era más que la orilla de una isla desierta?
Era una cuestión que había que resolver en el más breve tiempo. De su solución dependerían las medidas a tomar. Sin embargo, siguiendo el consejo de Pencroff, resolvieron esperar algunos días antes de hacer la exploración. Era preciso preparar víveres y procurarse un alimento más fortificante que el de huevos o moluscos. Los exploradores, expuestos a soportar largas fatigas, sin un aposento para reposar su cabeza, debían, ante todo, rehacer sus fuerzas.
Las Chimeneas ofrecían un retiro provisional suficiente. El fuego estaba encendido y sería fácil conservar las brasas. De momento los mariscos y los huevos no faltaban en las rocas y en la playa. Ya se encontraría modo para matar algunas de las gaviotas que volaban por centenares en la cresta de las mesetas, a palos o pedradas; quizá los árboles del bosque vecino darían frutos comestibles y en fin, el agua dulce no faltaba. Convinieron, pues, en que durante algunos días se quedarían en las Chimeneas, para prepararse a una exploración del litoral o del interior del país.
Aquel proyecto convenía particularmente a Nab.
Obstinado en sus ideas como en sus presentimientos, no tenía prisa en abandonar aquella porción de la costa, teatro de la catástrofe. No creía, no quería creer en la pérdida de Cyrus Smith. No, no le parecía posible que semejante hombre hubiera acabado de una manera tan vulgar, llevado por un golpe de mar, ahogado por las olas, a algunos cientos de pasos de una orilla. Mientras las olas no hubieran arrojado el cuerpo del ingeniero a la playa; mientras él, Nab, no hubiera visto con sus ojos y tocado con sus manos el cadáver de su amo, no creería en su muerte. Y aquella idea arraigó en su obstinado corazón. Ilusión quizá, sin embargo, ilusión respetable, que el marino no quería destruir. Para Pencroff no había ya esperanza; el ingeniero había perecido realmente en las olas, pero con Nab no quería discutir. Era como el perro que no quiere abandonar el sitio donde está enterrado su dueño y su dolor era tal que probablemente no sobreviviría.
Aquella mañana, 26 de marzo, después del alba, Nab se encaminó de nuevo hacia la costa en dirección norte, volviendo al sitio donde el mar, sin duda, había cubierto al infortunado Smith.
El almuerzo de ese día se compuso únicamente de huevos de paloma y de litodomos. Harbert había encontrado sal en los huecos de las rocas formada por evaporación y aquella sustancia mineral vino muy a propósito.
Terminado el almuerzo, Pencroff preguntó al periodista si quería acompañarle al bosque donde Harbert y él iban a intentar cazar; pero, reflexionando después, convinieron en que era necesario que alguien se quedara para alimentar el fuego y para el caso, muy probable, de que Nab necesitara ayuda. Se quedó el corresponsal en las Chimeneas.
—Vamos de caza, Harbert —dijo el marino. Encontraremos municiones en nuestro camino y cortaremos nuestro fusil en el bosque.
Pero, en el momento de partir, Harbert observó que, ya que les faltaba la yesca, sería preciso reemplazarla por otra sustancia.
—¿Cuál? —preguntó Pencroff.
—Trapo quemado —contestó el joven. Esto puede, en caso de necesidad, servir de yesca.
El marino encontró sensato el aviso. No tenía más inconveniente que el de necesitar el sacrificio de un pedazo de pañuelo. Sin embargo, la cosa valía la pena y el pañuelo de grandes cuadros de Pencroff quedó en breve reducido por una parte al estado de trapo medio quemado. Aquella materia inflamable fue puesta en la habitación central, en el fondo de una pequeña cavidad de la roca al abrigo de toda corriente y de toda humedad.
Eran las nueve de la mañana; el tiempo se presentaba amenazador y la brisa soplaba del sudoeste. Harbert y Pencroff doblaron el ángulo de las Chimeneas, no sin haber lanzado una mirada hacia el humo que salía de la roca; después subieron por la orilla izquierda del río.
Al llegar al bosque, Pencroff cortó del primer árbol dos sólidas ramas, que transformó en rebenques y cuyas puntas afiló Harbert sobre una roca. ¡Qué no hubieran dado por tener un cuchillo!
Después, los dos cazadores avanzaron entre las altas hierbas, siguiendo la orilla del río. A partir del recodo que torcía su curso en el sudoeste, el río se estrechaba poco a poco y sus orillas formaban un lecho muy encajonado, cubierto por el doble arco de árboles. Pencroff, para no extraviarse, resolvió seguir el curso de agua que le había de llevar al punto de partida; pero la orilla no dejaba paso sin presentar algunos obstáculos; aquí, árboles cuyas ramas flexibles se doblaban hasta el nivel de la corriente; allí, bejucos o espinos que era preciso cortar a bastonazos. Con frecuencia, Harbert se introducía entre los troncos rotos, con la presteza de un gato y desaparecía en la espesura. Pero Pencroff le llamaba pronto, rogándole que no se alejara.
Entretanto el marino observaba con atención la disposición y la naturaleza de los lugares. Sobre aquella orilla izquierda el suelo era llano y remontaba insensiblemente hacia el interior. Algunas veces se presentaba húmedo y tomaba entonces una apariencia pantanosa. Los cazadores sentían bajo sus pies como una red subyacente de estratos líquidos, que, por algún conducto subterráneo, debían desembocar en el río. Otras veces un arroyuelo corría a través de la espesura, arroyuelo que atravesaban sin gran esfuerzo. La orilla opuesta parecía ser más quebrada y el valle, cuyo fondo ocupaba el río, se dibujaba en ella más claramente. La colina, cubierta de árboles dispuestos como en anfiteatro, formaba una cortina que interceptaba la mirada. En aquella orilla derecha la marcha hubiera sido difícil, ya que los declives bajaban bruscamente y los árboles, curvados sobre el agua, no se mantenían sino por la fuerza de sus raíces.
Inútil es añadir que aquel bosque, como la costa ya recorrida, estaba virgen de toda huella humana. Pencroff no observó más que huellas de cuadrúpedos, señales recientes de animales, cuya especie no podía reconocer. Ciertamente y esta fue la opinión de Harbert, algunas de estas huellas eran de grandes fieras, con las cuales habría que contar; pero en ninguna parte se veía señal de un hacha sobre un tronco de árbol, ni los restos de un fuego extinguido, ni la marca de un pico; de lo cual debía felicitarse quizá, porque en aquella tierra, en pleno Pacífico, la presencia del hombre hubiera sido quizá más de temer que de desear.
Harbert y Pencroff apenas hablaban, porque las dificultades del camino eran grandes y avanzaban lentamente, así que al cabo de una hora de marcha habían recorrido apenas una milla. Hasta entonces la caza no había dado resultado. Sin embargo, algunos pájaros cantaban y revoloteaban entre las ramas y se mostraban muy asustadizos, como si el hombre les hubiera inspirado un justo temor. Entre otros volátiles, Harbert señaló, en una parte pantanosa del bosque, un pájaro de pico agudo y largo, que se parecía anatómicamente a un martín pescador; sin embargo, se distinguía de este último por su largo plumaje bastante áspero, revestido de un brillo metálico.
—Debe ser un jacamara —dijo Harbert— tratando de acercarse al animal hasta ponerlo al alcance del palo.
—¡Buena ocasión de probar el jacamara —contestó el marino— si ese pájaro se dejara asar!
En aquel momento, una piedra, diestra y vigorosamente lanzada por el joven, hirió al pájaro en el nacimiento del ala; pero el golpe no fue suficiente, pues el jacamara huyó con toda la ligereza de sus patas y desapareció.
—¡Qué torpe soy! —exclamó Harbert.
—¡No, no, muchacho! —contestó el marino. El golpe ha sido bien dirigido y más de uno hubiera errado al pájaro. ¡Vamos, no te desanimes! ¡Ya lo cazaremos otro día!
La exploración continuó. A medida que los cazadores avanzaban, los árboles, más espaciados, eran magníficos, pero ninguno producía frutos comestibles. Pencroff buscaba en vano algunas palmeras que se prestan a tantos usos en la vida doméstica y cuya presencia ha sido señalada hasta el paralelo cuarenta en el hemisferio boreal y hasta en el treinta y cinco solamente en el hemisferio austral. Pero el bosque no se componía más que de coníferas como los deodaras, las duglasias, semejantes a las que crecen en la costa nordeste de América y abetos admirables, que medían ciento cincuenta pies de altura.
En aquel momento, una bandada de aves pequeñas, de un hermoso plumaje y cola larga y cambiante, salió entre las ramas, sembrando sus plumas, débilmente adheridas, que cubrieron el suelo de fino vellón. Harbert recogió algunas plumas y después de haberlas examinado dijo:
—Son curucús.
—Yo preferiría una gallina de Guinea o un pato —añadió Pencroff—; pero, en fin, ¿son buenos para comer?
—Son buenos y su carne es muy delicada —contestó Harbert. Por otra parte, si no me equivoco, es fácil acercarse a ellos y matarlos a bastonazos.
El marino y el joven, deslizándose entre las hierbas, llegaron al pie de un árbol cuyas ramas más bajas estaban cubiertas de pajaritos. Los curucús esperaban el paso de los insectos de que se alimentaban. Se veían sus patas emplumadas agarradas fuertemente a las ramitas que les servían de apoyo.
Los cazadores se enderezaron entonces y maniobrando con sus palos como una hoz, rasaron filas enteras de curucús, que, no pensando en volar, se dejaron abatir estúpidamente. Un centenar yacía en el suelo, cuando los otros huyeron.
—Bien —dijo Pencroff— he aquí una caza hecha a propósito para cazadores como nosotros. ¡Se podrían coger con la mano!
El marino ensartó los curucús, como cogujadas, en una varita flexible y continuaron la exploración. Observaron entonces que el curso del agua se redondeaba ligeramente, como formando un corchete hacia el sur, pero aquel redondeo no se prolongaba verdaderamente, porque el río debía tomar su origen en la montaña y alimentarse del derretimiento de las nieves que tapizaban las laderas del cono central.
El objeto particular de aquella excursión era, como ya se sabe, procurar a los huéspedes de las Chimeneas la mayor cantidad posible de caza. No se podía decir que se hubiera conseguido; por eso el marino proseguía activamente sus pesquisas y maldecía, cuando algún animal, que no había tiempo siquiera de reconocer, huía entre las altas hierbas. ¡Si al menos hubiera tenido al perro Top! ¡Pero el perro había desaparecido al mismo tiempo que su amo y probablemente perecido con él!
Hacia las tres de la tarde entrevieron nuevas bandadas de pájaros a través de ciertos árboles, cuyas bayas aromáticas picoteaban, entre otras, las del enebro. De pronto, un verdadero trompeteo resonó en el bosque. Aquellos extraños y sonoros sonidos eran producidos por esas gallináceas llamadas tetraos. En breve se vieron algunas parejas de plumaje variado entre leonado y pardo y con la cola parda. Harbert reconoció los machos en las alas puntiagudas, formadas por las plumas levantadas de su cuello. Pencroff juzgó indispensable apoderarse de una; eran tan grandes como una gallina y cuya carne equivale a la de estas aves; pero era difícil, porque no les dejaban acercar. Después de varias tentativas infructuosas, que no tuvieron otro resultado que asustar a los tetraos, el marino dijo al joven:
—Ya que no se les puede matar al vuelo, será preciso probar pescando con caña.
—¿Como una carpa? —exclamó Harbert— sorprendido de la proposición.
—Como una carpa —contestó gravemente el marino.
Pencroff había encontrado en las hierbas media docena de nidos de tetraos y en cada uno, dos o tres huevos. Tuvo buen cuidado de no tocar aquellos nidos a los cuales sus propietarios no tardarían en volver. Alrededor de ellos imaginó tender sus varas, no con lazo, sino con anzuelo. Llevó a Harbert a alguna distancia de los nidos y allí prepararon sus aparatos singulares con el cuidado que hubiera tenido un discípulo de Isaac Walton (Célebre autor de un tratado sobre la pesca de caña.).
Harbert seguía aquel trabajo con un interés fácil de comprender, dudando de su resultado. Hicieron las cañas de bejucos atados unos con otros y de quince a veinte pies de longitud. Pencroff ató a los extremos de estas cañas, a guisa de anzuelo, gruesas y muy fuertes espinas, de punta encorvada, que le proporcionaron unas acacias enanas; y le sirvieron de cebo unos gruesos gusanos rojos que encontró en el suelo.
Hecho esto, Pencroff, pasando entre las hierbas y procurando ocultarse, colocó el extremo de sus varitas armadas de anzuelos cerca de los nidos de tetraos y asiendo el otro extremo se puso en acecho con Harbert detrás de un árbol corpulento. Ambos esperaron pacientemente, pero Harbert no contaba con el éxito del invento de Pencroff.
Una media hora larga transcurrió y como había previsto el marino, volvieron a sus nidos varias parejas de tetraos. Saltaban picoteando el suelo y no presintiendo de ningún modo la presencia de cazadores, que, por otra parte, habían tenido buen cuidado de ponerse a sotavento de las gallináceas.
El joven se sintió en aquel momento vivamente interesado. Retuvo el aliento y Pencroff, con los ojos desencajados, la boca muy abierta y los labios avanzados como si fuera a comer un pedazo de tetrao, apenas respiraba.
Entretanto, las gallináceas se paseaban entre los anzuelos, sin preocuparse de ellos. Pencroff entonces dio pequeñas sacudidas que agitaron los gusanos, como si estuvieran vivos.
Seguramente en aquel momento el marino experimentaba una emoción más fuerte que la del pescador de caña, que no ve venir su presa a través de las aguas.
Las sacudidas llamaron pronto la atención de las gallináceas, que mordieron los anzuelos.
Tres tetraos, muy voraces, sin duda, tragaron a la vez el cebo y el anzuelo. De pronto, Pencroff dio un tirón seco a su aparato y el aleteo de las aves le indicó que habían sido cazadas.
—¡Hurra! —exclamó precipitándose hacia su caza, de la que se apoderó.
Harbert aplaudió. Era la primera vez que veía cazar pájaros con caña y anzuelo; pero el marino, muy modesto, afirmó que no era la primera vez que lo hacía y que, por otra parte, no tenía el mérito de la invención.
—En todo caso —añadió— en la situación en que nos encontramos, debemos esperar otros inventos más importantes.
Los tetraos fueron atados por las patas y Pencroff, contento de no volver con las manos vacías y viendo que el día empezaba a declinar, juzgó conveniente volver a su morada.
La dirección que habían de seguir estaba indicada por el río; no había más que seguir su curso y hacia las seis de la tarde, bastante cansados de su excursión, Harbert y Pencroff entraban en las Chimeneas.