Establecen el telégrafo en la isla
Conversación. — Cyrus Smith y Gédéon Spilett. — Una idea del ingeniero. — El telégrafo eléctrico. — Los hilos. — La pila. — El alfabeto. — Una buena estación. — Prosperidad de la colonia. — Fotografía. — Instantánea de un paisaje nevado. — Dos años en la Isla Lincoln.
—¡Pobre hombre! —dijo Harbert, volviendo donde estaban los demás colonos, después de haber corrido a la puerta y visto a Ayrton deslizarse por la cuerda del ascensor y desaparecer en la oscuridad.
—Volverá —dijo Cyrus Smith.
—¿Pero qué significa esto, señor Cyrus? —exclamó Pencroff—. ¡No es Ayrton el que echó la botella al mar! Entonces, ¿quién puede haber sido?
La pregunta no podía estar más a tono.
—Él —contestó Nab—, pero el infeliz estaba ya medio loco.
—Sí —dijo Harbert—, y no sabía lo que hacía.
—Eso no puede explicarse sino de ese modo, amigos míos —respondió Cyrus Smith—, y ahora comprendo que Ayrton haya podido explicar exactamente la situación de la isla Tabor, puesto que se la habían dado a conocer los mismos hechos que provocaron su abandono en la isla.
—Sin embargo —observó Pencroff—, si no se había embrutecido todavía en el momento en que escribía el papel y por consiguiente, si hace siete u ocho años que lo arrojó al mar, ¿cómo no ha sido alterado por la humedad?
—Eso prueba —dijo Cyrus Smith— que Ayrton no perdió su inteligencia sino en época mucho más reciente de lo que él cree.
—Así debe ser —contestó Pencroff—, pues de lo contrario la cosa sería inexplicable.
—Inexplicable —repuso el ingeniero, que al parecer no quería prolongar aquella conversación.
—¿Pero ha dicho Ayrton la verdad? —preguntó el marino.
—Sí —contestó el periodista—, la historia referida es verdadera en todas sus partes. Recuerdo muy bien que los periódicos contaron la tentativa hecha por lord Glenarvan y dieron noticia del resultado que había obtenido.
—Ayrton ha dicho la verdad —añadió Cyrus Smith—, no lo dude, Pencroff, porque esa verdad era demasiado cruel para él y cuando un hombre se acusa de esa manera, es imposible que mienta.
Al día siguiente, 21 de diciembre, los colonos bajaron a la playa y habiendo subido después a la meseta, no encontraron a Ayrton. Este, durante la noche, se había retirado de la casa de la dehesa y los colonos creyeron que no debían importunarlo con su presencia. El tiempo haría sin duda lo que no habían podido hacer los esfuerzos empleados para darle ánimo.
Harbert, Pencroff y Nab volvieron a sus ocupaciones acostumbradas. Precisamente aquel día la misma tarea reunió al ingeniero y al periodista en el taller de las Chimeneas.
—¿Sabe usted, querido Cyrus —dijo el corresponsal— que no me satisfizo la explicación que dio ayer del incidente de la botella? ¿Cómo admitir que ese desdichado pudiera escribir aquel papel y arrojar la botella al mar, sin conservar memoria del hecho?
—No es él quien la arrojó, mi querido Spilett.
—¿Entonces, cree que…?
—Yo no creo nada ni sé nada —dijo Cyrus Smith, interrumpiendo a Spilett. Me limito a clasificar este incidente entre los que hasta ahora no he podido explicar.
—Es verdad, Cyrus —dijo el periodista— que hay cosas increíbles. Su salvación, ese cajón encallado en la arena, las aventuras de Top, esa botella, en fin… ¿No tendremos nunca la clave de estos enigmas?
—Sí —contestó con viveza el ingeniero—, sí, aun cuando tuviera que registrar las mismas entrañas de esta isla.
—La casualidad nos aclarará tal vez el misterio.
—¡La casualidad, Spilett! No creo en la casualidad, como tampoco en los misterios de este mundo. Hay una causa para todo lo inexplicable que pasa y la descubriré. Pero, entretanto, observemos y trabajemos.
Llegó el mes de enero y comenzó el año de 1867; llevaron adelante con asiduidad los trabajos de verano. Durante los días que siguieron, Harbert y Gédéon Spilett, que en sus excursiones pasaron por las cercanías de la dehesa, pudieron observar que Ayrton había tomado posesión de la vivienda que le habían preparado. Cuidaba del numeroso rebaño confiado a su cargo y ahorraba a sus compañeros el trabajo de ir cada dos o tres días a visitar la dehesa. Sin embargo, para no dejarlo mucho tiempo solo, le hacían de cuando en cuando una visita.
Era también conveniente, dadas ciertas sospechas que tenían Cyrus Smith y Gédéon Spilett, que aquella parte de la isla estuviese sometida a alguna vigilancia; y Ayrton, si ocurría algún accidente, no dejaría de comunicarlo a los habitantes del Palacio de granito.
Sin embargo, podía suceder también que el incidente fuese repentino y exigiera ser puesto inmediatamente en conocimiento del ingeniero. Además de los que pudieran referirse al misterio de la isla Lincoln, podían surgir otros muchos sucesos que exigieran una pronta intervención de los colonos, como la aparición de un buque que pasara a la vista de la costa occidental, un naufragio en las playas del oeste, la llegada posible de piratas, etc.
En consecuencia, Cyrus Smith resolvió poner la dehesa en comunicación rápida con el Palacio de granito.
Era el 10 de enero cuando dio parte a sus compañeros de su proyecto.
—¿Y cómo se va a componer, señor Cyrus? —preguntó Pencroff—. ¿Piensa establecer un telégrafo?
—Precisamente —respondió el ingeniero.
—¿Eléctrico? —exclamó Harbert.
—Eléctrico —contestó Cyrus Smith—. Tenemos todos los elementos para construir una pila; lo más difícil será fabricar los alambres, pero por medio de una hilera creo que lo conseguiremos.
—Pues —repuso el marino— no pierdo la esperanza de vernos un día viajar en ferrocarril.
Se puso manos a la obra, comenzando por lo más difícil, esto es, por la fabricación de los hilos, pues si esta operación no tenía éxito, era inútil construir la pila y los demás accesorios.
El hierro de la isla Lincoln, como es sabido, era de excelente calidad; por tanto, muy fácil de estirar. Cyrus Smith comenzó por construir una hilera, es decir, una lámina de acero perforada de agujeros cónicos de diversos calibres, que debían ir preparando el alambre hasta darle la tenacidad necesaria. Aquella placa de acero, después de templada en toda su dureza, como se dice en metalurgia, fue fijada sólidamente sobre una base de fábrica bien empotrada en el suelo a pocos pies de la gran cascada, cuya fuerza motriz pensaba utilizar el ingeniero.
En efecto, allí estaba el batán, que no funcionaba entonces, pero cuyo árbol, movido con una gran fuerza, podía servir para estirar el alambre arrollándolo a su alrededor.
La operación fue delicada y exigió mucho tiempo. El hierro, previamente preparado en barras largas y delgadas, cuyos extremos habían sido adelgazados por medio de la lima, fue introducido en el mayor calibre de la hilera, estirado por el árbol, arrollado en una longitud de veinticinco a treinta pies, desarrollado después y hecho pasar sucesivamente por los calibres de menor diámetro. Finalmente, el ingeniero obtuvo alambres de cuarenta a cincuenta pies de longitud, que era fácil soldar y tender en una distancia de cinco millas, que era la que separaba la dehesa del recinto del Palacio de granito.
Pocos días se necesitaron para llevar a buen término aquella tarea y cuando se puso la máquina en movimiento, Cyrus Smith dejó a sus camaradas desempeñar el oficio de alambreros y se ocupó en construir su pila.
Había que obtener una pila de corriente constante. Sabido es que los elementos de las pilas modernas se componen generalmente de carbón de retorta, de cinc y de cobre. El ingeniero carecía absolutamente de cobre, del cual, a pesar de sus investigaciones, no había encontrado señal alguna en la isla Lincoln; era necesario prescindir de ese elemento. El carbón de retorta, es decir, ese grafito duro que se encuentra en las retortas de las fábricas de gas después de haber sacado el oxígeno de la hulla, no era imposible producirlo, pero habría sido necesario para ello instalar aparatos especiales, tarea larga y penosa. En cuanto al cinc, se recordará que el cajón encontrado en la punta del Pecio tenía un forro de este metal, que no podía ser mejor empleado que en aquella ocasión.
Cyrus Smith, después de haber reflexionado, decidió fabricar una pila muy sencilla, semejante a la que Becquerel imaginó en 1820, en la cual entra como único elemento el cinc. En cuanto a las demás sustancias, como ácido azótico y potasa, las tenía a mano.
Véase, pues, cómo compuso la pila, cuyos efectos debían ser producidos por la reacción mutua del ácido y de la potasa.
Hicieron varios frascos de vidrio, que se llenaron de ácido azótico. El ingeniero los cerró con un tapón atravesado por un tubo de vidrio, obturado en su extremo inferior y destinado a sumergirse en el ácido por medio de una muñeca de arcilla mantenida por una tira de lienzo.
En aquel tubo vertió por su extremo superior una disolución de potasa, obtenida previamente por la incineración de diversas plantas y de esta manera el ácido y la potasa pudieron ejercer uno sobre otro su reacción a través de la arcilla.
Cyrus Smith tomó en seguida dos hojas de cinc, de las cuales sumergió una en el ácido azótico y otra en la potasa y al momento se produjo una corriente desde la lámina del frasco a la del tubo. Unidas estas dos por un alambre, la lámina del tubo fue el polo positivo y la del frasco el polo negativo del aparato. Cada frasco produjo, pues, otras tantas corrientes que, reunidas, debían bastar para originar los fenómenos de la telegrafía eléctrica.
Tal fue el ingenioso y sencillísimo aparato que construyó Cyrus Smith, aparato que debía permitirle establecer una comunicación telegráfica entre el Palacio de granito y la dehesa.
El 6 de febrero comenzó la fijación de los postes, provistos de aisladores de vidrio y destinados a sostener el alambre, que debía seguir el camino del prado. Algunos días después el hilo estaba tendido y preparado para producir con una velocidad de cien mil kilómetros por segundo la corriente eléctrica que la tierra se encargaría de devolver a su punto de partida.
Para el Palacio de granito se fabricaron dos pilas y otra para la dehesa, porque si esta debía comunicarse con aquel, también el Palacio de granito podría comunicarse con ella.
En cuanto al receptor y al manipulador, fueron muy sencillos. En las dos estaciones el alambre se arrollaba a un electroimán, es decir, un pedazo de hierro dulce rodeado de un alambre. Si la comunicación se establecía entre los dos polos, la corriente, partiendo del polo positivo, atravesaba el alambre, pasaba al electroimán, que se imantaba temporalmente y volvía por el suelo al polo negativo. Si la corriente se interrumpía, el electroimán se desimantaba inmediatamente. Bastaba, pues, poner una lámina de hierro dulce delante del electroimán, la cual, atraída durante el paso de la corriente, cesaría cuando esta se interrumpiera. Obtenido de este modo el movimiento de la lámina de hierro. Cyrus Smith, lanzando la corriente eléctrica por el alambre, preguntó si había novedad en la dehesa y poco después recibió de Ayrton una respuesta satisfactoria.
Pencroff no cabía en sí de gozo y todos los días por la mañana y tarde enviaba a la dehesa un telegrama, que no quedaba nunca sin respuesta.
Este método de comunicación ofrecía dos ventajas positivas: una, que permitía comprobar la presencia de Ayrton en la dehesa y otra, que no se le dejaba en completo aislamiento. Por lo demás, Cyrus Smith iba a verlo al menos una vez por semana y Ayrton iba de cuando en cuando al Palacio de granito, donde siempre era bien recibido.
Así transcurrió la buena estación, ocupados los colonos en sus tareas habituales. Los recursos de la colonia, particularmente legumbres y cereales, aumentaban y las plantas llevadas de la isla Tabor habían arraigado perfectamente. La meseta de la Gran Vista presentaba un aspecto satisfactorio: la cuarta cosecha de trigo había sido admirable y como es de suponer, nadie había pensado en contar si en efecto se componía de los cuatrocientos mil millones de granos calculados. Pencroff tuvo al principio la idea de un recuento, pero renunció inmediata y espontáneamente a esa operación, cuando Cyrus Smith le demostró que aun contando trescientos granos por minuto, o sea dieciocho mil por hora, hubiera necesitado unos cinco mil quinientos treinta y cinco años para acabar la operación.
El tiempo era magnífico y la temperatura bastante elevada durante el día; mas por la tarde la brisa del mar venía a templar los ardores de la atmósfera y proporcionaba noches frescas a los habitantes del Palacio de granito. Sin embargo, hubo algunas tempestades, que, si bien no de larga duración, descargaron con gran fuerza sobre la isla Lincoln, no cesando los relámpagos durante algunas horas y sucediendo sin interrupción el tableteo del trueno.
Hacia aquella época la colonia se presentaba muy próspera. Los huéspedes del corral pululaban y los colonos vivían del exceso de su población, hasta el punto de ser ya urgente reducirla a una cifra más moderada. Los cerdos habían dado muchos lechoncillos y el cuidado de estos animales debía absorber gran parte del tiempo de Nab y Pencroff. Los onagros, que habían producido dos lindos pollinos, eran montados con frecuencia por Gédéon Spilett y Harbert, que se había hecho gran jinete bajo la dirección del periodista y de cuando en cuando se les enganchaba al carro para trasladar al Palacio de granito leña o carbón de piedra, o los diversos productos minerales que el ingeniero empleaba.
Hicieron entonces varios reconocimientos hasta las profundidades de los bosques del Far-West, donde los exploradores podían aventurarse sin temer el exceso de la temperatura, porque los rayos solares apenas podían penetrar por el espeso ramaje que se entrelazaba sobre sus cabezas. Visitaron también toda la orilla izquierda del río de la Merced, que bordeaba el camino que iba desde la dehesa a la desembocadura del río de la Cascada.
Pero durante estas excursiones los colonos tuvieron cuidado de ir bien armados, porque encontraron con frecuencia jabalíes muy salvajes y feroces, contra los cuales tenían que defenderse.
También se hizo en aquella estación una guerra terrible a los jaguares. Gédéon Spilett les tenía un odio invencible y su discípulo Harbert le secundaba perfectamente. Armados como iban, no temían al encuentro de aquellas fieras. La audacia de Harbert era admirable y la serenidad del corresponsal, asombrosa, por lo que no tardó el salón del Palacio de granito en quedar adornado de unas veinte pieles magníficas y por poco que aquello durase se podía prever que pronto quedaría cumplido el objeto de los cazadores: extinguir la raza de los jaguares en la isla.
El ingeniero tomó parte algunas veces en diversos reconocimientos que se hicieron en los parajes desconocidos de la isla, observándolo todo con minuciosa atención. No eran huellas animales lo que buscaba en los sitios más espesos de aquellas vastas selvas, pero nada sospechoso se presentó a su vista. Ni Top, ni Jup, que lo acompañaban, dieron a entender por su actitud que hubiese nada extraordinario; y sin embargo, todavía más de una vez el perro se puso a ladrar a la boca del pozo que el ingeniero había explorado inútilmente.
Por entonces, Gédéon Spilett, ayudado de Harbert, tomó varias vistas de los lugares más pintorescos de la isla por medio del aparato fotográfico hallado en el cajón y del cual hasta aquel momento no se había hecho uso.
Aquel aparato, provisto de un poderoso objetivo, era muy completo. Nada le faltaba para la reproducción fotográfica, ni el colodión para preparar la placa de cristal, ni el nitrato de plata para sensibilizarla, ni el hiposulfito de sosa para fijar la imagen obtenida, ni el cloruro de amonio para bañar el papel destinado a la prueba positiva, ni el acetato de sosa y el cloruro de oro para impregnarla. Había hasta papeles ya clorurados y bastaba bañarlos por algunos minutos en el nitrato de plata disuelto en agua para ponerlos en el chasis sobre las pruebas negativas.
El periodista y su ayudante llegaron a ser en poco tiempo hábiles operadores y obtuvieron bonitas fotografías de paisajes, como el conjunto de la isla tomado desde la meseta de la Gran Vista con el monte Franklin al horizonte; la desembocadura del río de la Merced, tan pintorescamente encajonado entre sus altas rocas; la glorieta de la dehesa adosada a los primeros contrafuertes del monte, todo el curioso desarrollo del cabo de la Garra, de la punta del Pecio, etc.
Los fotógrafos no se olvidaron tampoco de hacer los retratos de todos los habitantes de la isla.
—Esto es un pueblo —decía Pencroff.
Y el marino, encantado de ver su imagen fielmente reproducida adornando las paredes del Palacio de granito, miraba complacido aquella exposición como si hubiera estado delante de los más ricos escaparates de Broadway.
Hay que advertir que el retrato que mejor salió fue sin duda el del orangután.
Maese Jup se había colocado dando a su fisonomía una gravedad imposible de describir y su imagen estaba, como suele decirse, hablando.
—Se diría que quiere hacernos una mueca.
Si maese Jup no hubiera estado satisfecho de su retrato, habría sido muy descontentadizo; pero en realidad lo estaba y contemplaba su imagen con aire sentimental, que dejaba traslucir cierta dosis de fatuidad.
Los grandes calores del estío terminaron con el mes de marzo. El tiempo estuvo algunas veces lluvioso, pero la atmósfera conservaba calor todavía. Aquel mes de marzo, que corresponde al de septiembre de las latitudes boreales, no fue tan bueno como hubiera debido esperarse; tal vez anunciaba un invierno prematuro y riguroso. Pudo pensarse una mañana, la del 21, que habían hecho ya su aparición las primeras nieves, porque Harbert, habiéndose asomado a la ventana, temprano, exclamó:
—¡Calla! El islote está cubierto de nieve.
—¡Nieve en este tiempo! —dijo el corresponsal, que se acercó al joven.
Sus compañeros se asomaron y observaron que no solo el islote, sino toda la playa, el pie del Palacio de granito, estaba cubierta de una blanca sábana, uniformemente extendida en el suelo.
—En efecto, es nieve —dijo Pencroff.
—Por lo menos se parece mucho —añadió Nab.
—El termómetro marca cincuenta y ocho grados (14° centígrados sobre cero) —observó Gédéon Spilett.
Cyrus Smith miraba aquella capa blanca sin dar su opinión, porque realmente no sabía cómo explicar aquel fenómeno, en semejante época del año y con tal temperatura.
—¡Mil diablos! —exclamó Pencroff— ¡se van a helar nuestras plantaciones!
Y el marino iba a bajar, cuando se le adelantó el ágil Jup, que se deslizó hasta el suelo.
Apenas el orangután había puesto los pies en tierra, cuando lo que parecía una enorme sábana de nieve se levantó y se dispersó por el aire en copos tan innumerables, que ocultaron por algunos minutos la luz del sol.
—¡Aves! —exclamó Harbert.
Eran infinitas aves marinas de blanco y lustroso plumaje. Se habían abatido por centenares de millas por el islote y la costa y desaparecieron a lo lejos, dejando a los colonos con la boca abierta, como si hubieran asistido a una mutación de decoraciones que hubiese hecho suceder el invierno al verano en alguna representación de magia. Por desgracia el cambio fue tan repentino, que ni el periodista ni el joven lograron matar una, cuya especie no pudieron reconocer.
Pocos días después, el 26 de marzo, se cumplieron dos años desde que los náufragos del aire habían sido arrojados a la isla.