¿Presencia de un ser extraordinario? Prueban las baterías
Las afirmaciones del ingeniero. — Las hipótesis grandiosas de Pencroff. — Una batería antiaérea. — Los cuatro proyectiles. — Acerca de los convictos sobrevivientes. — Una vacilación de Ayrton. — Generosos sentimientos de Cyrus Smith. — Pencroff se va de mala gana.
Todo se explicaba por la explosión submarina de aquel torpedo. Cyrus Smith, que durante la guerra de la Unión había tenido ocasión de experimentar esas terribles máquinas de destrucción, no podía engañarse. Bajo la acción de aquel cilindro cargado de una sustancia explosiva, nitroglicerina, picrato u otra materia de la misma naturaleza, se había levantado el agua del canal como una tromba y el brick, como herido por un rayo en sus fondos, se había ido a pique; por eso había sido imposible ponerlo a flote: grandes eran los deterioros que había sufrido el casco. El Speedy no había podido resistir un torpedo que habría destruido una fragata acorazada con la misma facilidad que un simple barco de pesca.
Todo se explicaba… excepto la existencia de aquel torpedo en las aguas del canal.
—Amigos míos —dijo entonces Cyrus Smith— no podemos poner en duda la existencia de un ser misterioso, de un náufrago como nosotros, quizá, abandonado en nuestra isla y hay que poner a Ayrton al corriente de lo que ha pasado aquí de extraordinario desde hace dos años. ¿Quién es ese bienhechor desconocido, cuya intervención tan feliz se ha manifestado en muchas circunstancias? No puedo imaginarlo. ¿Qué interés tiene para obrar así y ocultarse después de tantos servicios como nos ha prestado? No puedo comprenderlo. Pero esos servicios no son menos reales de aquellos que solo puede prestar un hombre que disponga de un poder prodigioso. Ayrton tiene que darle las gracias como nosotros, porque si ese desconocido me ha salvado de las olas después de la caída del globo, él también, sin duda, escribió el documento y puso aquella botella en el camino del canal, dándonos a conocer la situación de nuestro compañero. Añadiré que esa caja tan bien provista de todo lo que nos faltaba, él la ha conducido y puesto en la punta del Pecio; aquel fuego encendido en las alturas de la isla y que os permitió llegar a ella, él lo encendió; aquel perdigón hallado en el cuerpo del saíno había salido de un tiro de fusil disparado por él; ese torpedo que ha destruido el brick, él lo puso en el canal; en una palabra, que todos estos hechos inexplicables son debidos a ese ser misterioso. Así, pues, quienquiera que sea, náufrago o desterrado en esta isla, seríamos ingratos si nos creyéramos desligados de todo reconocimiento para con él. Hemos contraído una deuda y tengo la esperanza de que la pagaremos un día.
—Tiene razón de hablar así, querido Cyrus —dijo Gédéon Spilett. Sí, hay un ser casi omnipotente oculto en alguna parte de la isla, cuya influencia ha sido singularmente útil para nuestra colonia. Añadiré que ese desconocido me parece que dispone de medios de acción que tienen algo de sobrenaturales, si fuese aceptable lo sobrenatural en los hechos de la vida práctica. ¿Es él quien se pone en comunicación secreta con nosotros por el pozo del Palacio de granito y ha tenido conocimiento de nuestros proyectos? ¿Es él quien nos ha echado al mar la botella cuando la piragua hacía su primera excursión? ¿Es él quien no envió a Top fuera de las aguas del lago y dio la muerte al dugongo? ¿Es él, como todo induce a creerlo, quien salvó de las olas a Cyrus, en circunstancias en que cualquier hombre ordinario no hubiera podido obrar? Sí es él, posee un poder que le hace dueño de los elementos.
La observación del periodista era justa y a todos les pareció correcta.
—En efecto —añadió Cyrus Smith— si la intervención de un ser humano no es dudosa para nosotros, tampoco se puede dudar que este posee medios de acción superiores a los que están al alcance de la humanidad. Ese es otro misterio, pero, si descubrimos al hombre, el misterio quedará descubierto también. La cuestión es la siguiente: ¿debemos respetar el incógnito de ese ser generoso o debemos hacer lo posible para llegar hasta él? ¿Cuál es vuestra opinión en este punto?
—Mi opinión —repuso Pencroff— es que es un gran hombre y merece mi estimación.
—Cierto —dijo Cyrus Smith— pero eso no es responder, Pencroff.
—Mi amo —dijo entonces Nab— creo que, por mucho que busquemos a ese señor, no lo descubriremos hasta que él no quiera.
—No has dicho ningún disparate, Nab —repuso Pencroff.
—Soy del parecer de Nab —añadió Gédéon Spilett— pero no es razón para no intentar la aventura. Hallemos o no a ese ser misterioso, por lo menos habremos cumplido nuestro deber para con él.
—Y tú, hijo mío, danos tu parecer —dijo el ingeniero volviéndose a Harbert.
—¡Ah! —exclamó Harbert, cuya mirada se animaba— desearía con toda el alma dar las gracias a quien ha salvado a usted, primero y nos ha salvado después a los demás.
—No está mal dicho, hijo mío —dijo Pencroff. Yo también y todos nosotros desearíamos lo mismo. No soy curioso, pero daría un ojo por ver cara a cara a ese individuo. Me parece que debe ser hermoso, grande, fuerte, con una gran barba, cabellos como rayos y sentado sobre nubes con una bola en la mano.
—¡Pencroff! —intervino Gédéon Spilett. Es el retrato del Padre Eterno.
—Es posible señor Spilett, —repuso el marino— pero yo, me lo figuro así.
—¿Y usted, Ayrton? —preguntó el ingeniero.
—Señor Smith —contestó Ayrton— yo no puedo decir mi parecer en estas circunstancias. Lo que ustedes hagan estará bien hecho y cuando ustedes quieran asociarme a sus investigaciones, estaré dispuesto a seguirlos.
—Gracias, Ayrton —dijo Cyrus Smith. Sin embargo, quisiera una respuesta más directa a la pregunta que le he hecho. Es usted nuestro compañero, ha hecho ya sacrificios por nosotros y tiene derecho, como todos, a ser consultado cuando se trata de tomar una decisión importante. Hable usted.
—Señor Smith —contestó Ayrton— creo que debemos hacer lo posible por encontrar a ese bienhechor desconocido. Quizá está solo, quizá está enfermo, quizá se trata de una existencia que hay que renovar. Yo también, como usted ha dicho, tengo una deuda de reconocimiento con él, porque no puede ser otro el que vino a la isla Tabor, encontró al miserable que ustedes han conocido y les dio noticias de que había un desgraciado a quien salvar. Gracias a él he vuelto a ser hombre y no lo olvidaré jamás.
—¿Está decidido? —dijo Cyrus Smith. Comenzaremos nuestra investigación lo más pronto posible. No dejaremos la más pequeña parte de la isla sin explorar, la registraremos hasta en sus rincones más secretos. Ese amigo desconocido nos perdone en gracia a nuestra intención.
Durante algunos días los colonos se ocuparon activamente en los trabajos de la siega y la recolección. Antes de realizar sus proyectos de explorar las partes desconocidas de la isla, querían dejar concluidas las tareas indispensables. Era también la época en que se recolectaban las diversas legumbres traídas de las plantaciones de la isla Tabor. Había que almacenarlas y por fortuna no faltaba sitio en el Palacio de granito, donde habrían podido tener cabida todas las riquezas de la isla. Los productos de la colonia fueron colocados y clasificados metódicamente y en lugar seguro, al abrigo de las bestias y de los hombres. No había que temer humedad en aquella espesa masa de granito. Muchas excavaciones naturales situadas en el corredor superior se aumentaron o profundizaron con el pico o con la mina y el Palacio de granito llegó a ser un depósito general de provisiones, municiones, herramientas y utensilios de repuesto; en una palabra, de todo el material de la colonia.
En cuanto a los cañones procedentes del brick, eran hermosas piezas de acero fundido, que, a instancia de Pencroff, fueron izados por medio de grúas hasta el piso superior del Palacio de granito, se establecieron emplazamientos entre las ventanas y pronto se les vio alargar sus fauces lucientes a través de la pared granítica. Desde aquella altura las bocas de fuego dominaban verdaderamente toda la bahía de la Unión. Era un pequeño Gibraltar y todo buque que se hubiera arriesgado en las aguas del islote se habría visto expuesto inevitablemente al fuego de toda aquella batería aérea.
—Señor Cyrus —dijo un día Pencroff, el 8 de noviembre— ahora que la fortificación está terminada, deberíamos probar el alcance de nuestras piezas.
—¿Cree que será útil? —preguntó el ingeniero.
—Más que útil es necesario. Sin eso, ¿cómo podríamos conocer la distancia a que podemos enviar una de esas hermosas balas de que estamos provistos?
—Probemos, Pencroff —dijo el ingeniero. Sin embargo, creo que debíamos hacer el experimento no probando la pólvora ordinaria, pues quiero dejar la provisión intacta, sino el piroxilo, que no nos faltaría nunca.
—¿Podrían soportar estos cañones la deflagración del piroxilo? —preguntó el periodista, que no deseaba menos que Pencroff ensayar la artillería del Palacio de granito.
—Creo que sí. Además —añadió el ingeniero— obraremos con prudencia.
Cyrus Smith tenía motivos para pensar que aquellos cañones eran de excelente fábrica, pues era muy entendido en la materia. Hechos de acero forjado y cargándose por la culata, debían por lo menos soportar una carga considerable y por consiguiente, tener un alcance enorme. Efectivamente, desde el punto de vista del efecto útil, la trayectoria descrita por la bala debe ser tan tendida como sea posible y no puede obtenerse esta tensión sino con la condición de que el proyectil esté animado de una grandísima velocidad inicial.
—Ahora bien —dijo Cyrus Smith a sus compañeros— la celeridad inicial está en razón directa de la cantidad de pólvora que se utiliza. Toda la cuestión se reduce en la construcción de piezas de artillería al uso de un metal lo más resistente posible y el acero es el metal que resiste mejor. Tengo, pues, motivos para pensar que nuestros cañones sufrirán sin riesgo la explosión de los gases del piroxilo y darán resultados excelentes.
—Mucho más seguros estaremos de ello cuando los hayamos probado repuso Pencroff.
Huelga decir que los cuatro cañones se hallaban en perfecto estado de conservación. Desde que habían sido sacados del agua, el marino se había ocupado en bruñirlos.
¡Cuántas horas había pasado frotándolos, dándoles grasa, pulimentándolos, limpiando el mecanismo del obturador y el tornillo de presión! Así, las piezas estaban a la sazón tan brillantes como si se encontrasen a bordo de una fragata de la marina de Estados Unidos.
Aquel día, en presencia de todo el personal de la colonia, incluido maese Jup y Top, se probaron sucesivamente los cuatro cañones.
Pencroff, teniendo la cuerda del estopín, estaba preparado para hacer fuego. A una señal de Cyrus Smith, salió el tiro. La bala, dirigida hacia el mar, pasó por encima del islote y fue a perderse a lo lejos, a una distancia que no se pudo apreciar con exactitud.
El segundo cañón fue apuntado hacia las últimas rocas de la punta del Pecio y el proyectil, dando en una piedra aguda, a unas tres millas del Palacio de granito, la hizo volar en pedazos.
Harbert había apuntado el cañón y tirado. Se quedó orgulloso del éxito de su primer ensayo. Pero más orgulloso que él estaba Pencroff de aquel tiro que redundaba en honor de su querido niño.
El tercer proyectil, lanzado hacia las dunas que formaba la costa superior de la bahía de la Unión, dio en la arena, a una distancia por lo menos de cuatro millas y después de haber rebotado se perdió en el mar, en medio de una nube de espuma.
Para el tiro de la cuarta pieza, Cyrus Smith forzó un poco la carga, a fin de probar el alcance máximo; después, habiéndose apartado todos para el caso de que la pieza reventara, se inflamó el estopín por medio de una larga cuerda. Se oyó una violenta detonación, pero la pieza había resistido y los colonos, precipitándose a la ventana, pudieron ver el proyectil romper las puntas de las rocas del cabo Mandíbula, a unas cinco millas del Palacio de granito y desaparecer en el golfo de Tiburón.
—Y bien, señor Cyrus —exclamó Pencroff, cuyos hurras hubieran podido rivalizar con las detonaciones de las piezas. ¿Qué me cuenta usted de nuestra batería? Aunque se presentaran todos los piratas del Pacífico delante del Palacio de granito, ni uno solo podría desembarcar sin nuestro permiso.
—Créame, Pencroff —contestó el ingeniero— vale más que no se presenten y que no tengamos que hacer la prueba.
—A propósito —dijo el marino— ¿y los seis tunantes que andan por la isla? ¿Qué haremos de ellos? ¿Vamos a dejarlos correr por nuestros bosques, campos y praderas? Son verdaderos jaguares esos piratas y creo que no debemos vacilar en tratarlos como tales. ¿Qué opina, Ayrton? —añadió Pencroff, volviéndose hacia su compañero.
El interpelado guardó silencio y Cyrus Smith sintió que Pencroff le hubiera hecho un poco ligeramente aquella pregunta. Sintió una viva emoción, cuando Ayrton contestó con voz humilde:
—Yo he sido uno de esos jaguares, señor Pencroff y no tengo derecho a hablar…
Y se alejó con paso lento.
—¡Qué bestia soy! —exclamó Pencroff. ¡Pobre Ayrton! Sin embargo, tiene derecho a hablar tanto como el primero.
—Sí —dijo Gédéon Spilett. Su reserva le honra y conviene respetar el recuerdo que tiene de su triste pasado.
—Entendido, señor Spilett —contestó el marino— no volverá a suceder. Preferiría cortarme la lengua que causar un disgusto a Ayrton. Pero, volviendo a la cuestión, me parece que esos bandidos no tienen derecho a nuestra misericordia y que debemos lo más pronto posible desembarazamos de ellos.
—¿Ese es su parecer, Pencroff? —preguntó el ingeniero.
—Sí, señor.
—Y antes de perseguirlos sin piedad, ¿no quiere usted esperar a que hayan cometido algún nuevo acto de hostilidad contra nosotros?
—¡Cómo! ¿No basta lo que han hecho ya? —preguntó Pencroff, que no comprendía la razón de tales escrúpulos.
—¡Pueden mejorar de sentimientos —dijo Cyrus Smith— y arrepentirse!…
—¡Arrepentirse! —exclamó el marino encogiéndose de hombros.
—Pencroff, acuérdate de Ayrton —dijo entonces Harbert tomando la mano del marino. Ya ves que se ha hecho hombre honrado.
Pencroff miró a sus compañeros uno tras otro, porque jamás habría creído que su proposición debiera suscitar discusión alguna. Su ruda naturaleza no podía admitir que se transigiera con los malvados que habían desembarcado en la isla, con los cómplices de Bob Harvey, con los asesinos de la tripulación del Speedy y los miraba como fieras que debían destruir sin vacilación y remordimiento.
—¡Caramba! —dijo. Todo el mundo está contra mí. ¿Quieren ser generosos con esa canalla? ¡Sea! ¡Ojalá no tengamos que arrepentimos!
—¿Qué peligro corremos —dijo Harbert— si tenemos cuidado de vivir alerta?
—¡Hum! —dijo el periodista, que no se inclinaba demasiado a la clemencia. Son seis y bien armados. Si cada uno se embosca en un punto y hace fuego sobre uno de nosotros, pronto serán dueños de la colina.
—¿Y por qué no lo han hecho ya? —preguntó Harbert. Sin duda porque no les conviene hacerlo. Por lo demás, también nosotros somos seis.
—Bueno, bueno —repuso Pencroff, a quien no podía convencer ningún razonamiento. Dejemos a esa gente en sus ocupaciones y no pensemos en ellos…
—Vamos, Pencroff —dijo Nab— no te hagas peor de lo que eres. Si uno de esos miserables estuviera aquí, delante de ti, al alcance de tu fusil, no le dispararías…
—Le tiraría como a un perro rabioso, Nab —contestó fríamente el marino.
—Pencroff —dijo entonces el ingeniero— muchas veces ha manifestado gran deferencia a mis opiniones. ¿Quiere hacer lo mismo en esta ocasión?
—Haré lo que mande, señor Smith —contestó el marino, que, por lo demás, no se había convencido.
—Pues bien, esperemos sin atacar hasta que seamos atacados.
Tal fue la conducta que se acordó observar respecto a los piratas, aunque Pencroff no auguraba de ella nada bueno. No se los atacaría, pero se viviría alerta. Al fin y al cabo, la isla era grande y fértil. Si algún sentimiento de honradez quedaba en el fondo del alma de aquellos miserables, podrían enmendarse. ¿No estaba su interés bien entendido en emprender una vida nueva en las condiciones en que necesariamente tenían que vivir? En todo caso, aunque solo fuera por humanidad, había que esperar. Los colonos no tenían ya como antes la facilidad de ir y venir por la isla sin desconfianza alguna. Hasta entonces no habían tenido que guardarse sino de las fieras, pero a la sazón, seis presidiarios, tal vez de la peor especie, vagaban por la isla. El hecho era grave, sin duda y para personas menos valientes hubiera equivalido a perder la seguridad.
No importaba. Por el momento, los colonos tenían razón contra Pencroff. ¿La tendrían más adelante?
Los sucesos lo dirán.