El Susquehanna zarpa de la bahía de San Francisco equipado con todas las máquinas y herramientas necesarias para el rescate del proyectil en el fondo del océano, y pasan unos días hasta que llegan hasta el lugar donde tuvo lugar el amerizaje. Sin embargo, el rastreo de las profundidades da resultados desoladores que hacen pensar en abandonar la misión de rescate...
El lugar en el que el proyectil se había hundido bajo las aguas era perfectamente conocido, aunque carecían de los instrumentos adecuados para cogerlos y volverlo a subir a la superficie del océano. Tenían que inventarlos y luego fabricarlos. Los ingenieros americanos no se apuraban por tan poca cosa. Una vez montados los rezones98 y con ayuda del vapor, estaban convencidos de poder izar el proyectil, a pesar de su peso, que por otra parte disminuía la densidad del líquido en el que estaba sumergido.
Pero no bastaba con rescatar el proyectil. Había que actuar rápidamente en interés de los viajeros, ya que nadie ponía en duda que todavía estaban vivos.
—¡Sí! —repetía sin cesar J. T. Maston, cuya confianza se iba trasmitiendo a todo el mundo—. Son listísimos estos amigos nuestros, así que no habrán caído como tontos. Están vivos, os digo que están vivos, pero tenemos que darnos prisa para encontrarlos tal cual. ¡Los víveres y el agua no me preocupan, tienen para una buena temporada! ¡Pero el aire, el aire! ¡Eso sí que les va a faltar dentro de poco! ¡Hay que apresurarse!
Y se apresuraron. Requisaron el Susquehanna para su nueva misión. Dispusieron sus potentes máquinas de modo que quedaron sobre las cadenas de halar. El proyectil de aluminio no pesaba más que diecinueve mil doscientas cincuenta libras, peso notablemente inferior al del cable transatlántico que habían recuperado en condiciones semejantes. De modo que la única dificultad estribaba en recuperar un proyectil de forma cilindro-cónica de paredes lisas, y por lo tanto difícil de enganchar.
Para lograr semejante fin, el ingeniero Murchison se trasladó a San Francisco, donde mandó que le montaran unos enormes rezones con un sistema automático para que, una vez que tuvieran agarrado el proyectil con sus potentes pinzas, éste no se llegara a soltar. Además hizo que prepararan unas escafandras que, al ser impermeables y resistentes, permitirían que los buceadores reconocieran el fondo del mar. Embarcó también, a bordo del Susquehanna, unos aparatos de aire comprimido, diseñados con gran ingenio. Eran verdaderas cámaras, en las que se habían abierto unas portillas y, cuando entraba en ellas el agua, podían alcanzar grandes profundidades. Dichos aparatos ya existían en San Francisco, donde se habían utilizado para construir un dique submarino. Y eso fue una gran suerte, pues de otro modo no hubieran tenido tiempo para construirlas.
Sin embargo, a pesar de la perfección de dichos aparatos y del ingenio de los sabios encargados de su utilización, el éxito de la operación distaba mucho de estar asegurado. ¡Cuántas incógnitas les aguardaban, pues tenían que rescatar el proyectil a veinte mil pies por debajo del agua! Y además, aunque consiguieran sacarlo hasta la superficie, ¿cómo habrían soportado los viajeros tan tremendo choque que, probablemente, ni siquiera los veinte mil pies de agua habrían podido amortiguar?
En resumen, que había que actuar a toda velocidad. J. T. Maston urgía a los obreros día y noche. Él, por su cuenta, lo mismo estaba dispuesto a meterse la escafandra como a probar los aparatos de aire, con tal de averiguar la situación de sus valientes amigos.
Sin embargo, y a pesar de toda la diligencia desplegada para fabricar los diversos dispositivos y a pesar de las considerables sumas de dinero que el gobierno de la Unión puso a disposición del Gun-Club, transcurrieron cinco largos días, ¡cinco siglos!, antes de que concluyeran dichos preparativos. Durante ese tiempo, la opinión pública llegó al colmo del paroxismo. A lo largo y a lo ancho del mundo entero se intercambiaban sin cesar telegramas por hilos y cables eléctricos. El salvamento de Barbicane, Nicholl y de Michel Ardan se convirtió en una cuestión de índole internacional. Todos los pueblos que habían suscrito el préstamo al Gun-Club se interesaban directamente por la salvación de los viajeros.
Al cabo se pudieron embarcar en el Susquehanna las cadenas de halar, las cámaras de aire y los rezones automáticos. J. T. Maston, el ingeniero Murchison, los delegados del Gun-Club, ya ocupaban sus camarotes. No faltaba más que ponerse en marcha.
El 21 de diciembre, a las ocho de la tarde, la corbeta zarpó con un mar espléndido, brisa del noreste y tiempo bastante frío. Toda la población de San Francisco se apiñaba en los muelles, emocionada pero enmudecida, guardándose los hurras para el regreso.
Metieron presión a toda máquina y la hélice del Susquehanna lo arrastró rápidamente fuera de la bahía. Ocioso sería contar las conversaciones que se desarrollaban a bordo entre oficiales, marineros y pasajeros. Todos aquellos hombres no tenían más que un solo pensamiento. Todos aquellos corazones palpitaban con la misma emoción. Mientras acudían en su ayuda, ¿qué hacían Barbicane y sus compañeros? ¿A qué se dedicaban? ¿Se encontraban en estado de intentar cualquier audaz maniobra con el fin de conquistar su libertad? Imposible saberlo, pero lo cierto es que, hicieran lo que hiciesen, habría sido inútil. Sumergida a una profundidad de casi dos leguas en medio del océano, aquella cárcel de metal desafiaba cualquier esfuerzo de los prisioneros.
El 23 de diciembre, a las ocho de la mañana, tras una rápida travesía, el Susquehanna tenía que haber llegado al lugar del siniestro. Tuvieron que aguardar hasta mediodía para obtener una marcación99exacta. La boya sobre la que iba amojelada100 la sondaleza101 todavía no se había avistado.
A mediodía, el capitán Blomsberry, ayudado por los oficiales que controlaban la observación, señaló el punto en presencia de los delegados del Gun-Club. Se produjo entonces un momento de ansiedad. Una vez determinada su posición, el Susquehanna se encontraba al oeste, a unos minutos del lugar en el que el proyectil había desaparecido debajo de las olas.
Por lo tanto se marcó el rumbo de la corbeta con el fin de que llegara al punto preciso.
A las doce y cuarenta y siete minutos del mediodía se avistó la boya. Estaba en perfecto estado y probablemente no se habría desviado mucho.
—¡Por fin! —exclamó J. T. Maston.
—¿Ponemos manos a la obra? —preguntó el capitán Blomsberry.
—Sin perder un segundo —respondió J. T. Maston.
Se tomaron todas las precauciones necesarias para mantener la corbeta en completa inmovilidad.
Antes de intentar coger el proyectil, el ingeniero Murchison quiso primero localizar su posición sobre el fondo del océano. Los aparatos submarinos, destinados a este fin, recibieron su correspondiente provisión de aire. El manejo de aquellos aparatos tenía sus peligros, ya que, a veinte mil pies por debajo de la superficie del agua y sometidos a presiones muy considerables, estaban expuestos a roturas que tendrían gravísimas consecuencias.
J. T. Maston, el hermano del capitán Blomsberry y el ingeniero Murchison, desafiando cualquier peligro, se metieron dentro de las cámaras de aire. El comandante, situado sobre el puente de mando, dirigía la operación, dispuesto a detener o a halar las cadenas a la más mínima indicación. La hélice estaba desembragada y con toda la potencia de las máquinas concentrada en el cabrestante se podrían subir rápidamente los aparatos a bordo. El descenso comenzó a la una y veinticinco de la tarde y la cámara, arrastrada por los depósitos llenos de agua, desapareció en el fondo del océano.
La emoción de oficiales y marineros a bordo la compartían también en aquel momento los prisioneros del proyectil y los del aparato submarino. Estos últimos, ajenos a su propia suerte, iban pegados al cristal de las portillas para no perder detalle de las masas líquidas que atravesaban.
El descenso se efectuó con rapidez. A las dos y diecisiete minutos, J. T. Maston y sus compañeros habían llegado al fondo del Pacífico. Pero no vieron otra cosa más que un árido desierto en el que no existía ya ni fauna ni flora marinas. A la luz de los potentes reflectores de sus linternas podían observar las oscuras capas de agua dentro de un radio bastante amplio, pero el proyectil seguía resultándoles invisible.
Resulta imposible describir la impaciencia de aquellos osados submarinistas. Como su aparato estaba en comunicación eléctrica con la corbeta, hicieron una señal previamente convenida y el Susquehanna fue desplazando por espacio de una milla la cámara suspendida a unos metros del fondo.
De esta manera fueron explorando toda la llanura submarina, equivocándose a cada instante con ilusiones ópticas que les desgarraban el corazón. Aquí una roca, allá una extumescencia del fondo, se les figuraba que era el tan buscado proyectil; luego se daban cuenta de que se habían equivocado y se desesperaban.
—¿Pero dónde están? —exclamaba J. T. Maston.
¡Y el pobre hombre llamaba a voces a Nicholl, Barbicane y Michel Ardan, como si sus desgraciados amigos pudieran oírle o contestarle a través de aquel impenetrable medio!
La búsqueda continuó en aquellas condiciones hasta que el aire viciado del aparato obligó a los submarinistas a volver a subir.
Comenzaron a halar hacia las seis de la tarde, y no terminaron hasta medianoche.
—Hasta mañana —dijo J. T. Maston cuando subía al puente de la corbeta.
—Sí —respondió el capitán Blomsberry.
—Que será en otro lugar.
—Sí.
J. T. Maston no ponía todavía en duda el éxito, pero sus compañeros, que ya habían perdido el entusiasmo de las primeras horas, comprendían toda la dificultad de aquella empresa. Lo que en San Francisco les había parecido fácil, aquí, en pleno océano, se les figuraba poco menos que imposible. Las posibilidades de éxito disminuían en grandes proporciones, y no cabía más que esperar que el azar les hiciera dar con el proyectil.
Al día siguiente, 24 de diciembre, a pesar del cansancio de la víspera, se reanudó la operación. La corbeta se desplazó unos minutos hacia el oeste y el aparato, provisto de aire, volvió a arrastrar a los mismos exploradores hasta las profundidades del océano.
El día transcurrió en infructuosas búsquedas. El lecho marino se mostraba desierto. La mañana del 25 no aportó ningún resultado, ni tampoco la del 26.
Aquello era desesperante. ¡Todo el mundo pensaba en los desgraciados que llevaban veintiséis días encerrados en el proyectil! ¡Puede que en aquel momento sintieran los primeros síntomas de asfixia, si es que habían logrado superar los peligros de la caída! ¡Se les estaría agotando el aire, y seguramente que, con el aire, el valor y la moral!
—El aire, puede que sí —respondía invariablemente J. T. Maston—, pero la moral, jamás.
El 28, tras otros dos días de búsqueda, se había perdido toda esperanza. ¡El proyectil no era más que un átomo en la inmensidad del mar! Había que renunciar a encontrarlo.
Sin embargo, J. T. Maston no quería ni oír hablar de marcharse. No quería dejar aquel lugar sin haber reconocido al menos la tumba de sus amigos. Pero el comandante Blomsberry no podía seguir insistiendo y, a pesar de las protestas del digno secretario, tuvo que dar orden de zarpar.
El 29 de diciembre, a las nueve de la mañana, el Susquehanna puso proa a noreste y emprendió rumbo a la bahía de San Francisco.
Eran las diez de la mañana. La corbeta se alejaba a poca marcha y como con pena del lugar de la catástrofe, cuando el vigía, que observaba el mar encaramado en lo alto del juanete, gritó de repente:
—Boya a través orzando102 hacia nosotros.
Los oficiales miraron por los catalejos en la dirección indicada y pudieron distinguir que el objeto señalado tenía, efectivamente, todo el aspecto de ser alguna de esas boyas que sirven para balizar los pasos de las bahías o de los ríos. Pero lo curioso era que una banderola que ondeaba al viento coronaba el cono que emergía unos cinco o seis pies. La boya resplandecía bajo los rayos del Sol como si estuviera hecha de chapa de plata.
El comandante Blomsberry, J. T. Maston y los delegados del Gun-Club habían subido al puente de mando y observaban aquel objeto que erraba a la deriva sobre las olas.
Todos lo contemplaban con ansiedad febril, pero sin decir ni una palabra. Ninguno se atrevía a expresar el pensamiento que todos tenían en mente.
La corbeta se acercó a menos de dos cables del objeto. Todos los miembros de la tripulación se estremecieron. ¡Aquélla era la bandera americana!
Entonces se oyó un auténtico rugido. Era el bueno de J. T. Maston, que acababa de derrumbarse como una mole. Sin darse cuenta de que, por una parte, tenía un garfio de hierro en lugar del brazo derecho, y por otra, la caja craneal cubierta por un simple casquete de gutapercha, acababa de darse un golpe mayúsculo.
Todos corrieron a socorrerle. Lo levantaron. Lo reanimaron. ¿Y qué les parece que fue lo primero que dijo?
—¡Ay! ¡Borricos triples! ¡Idiotas cuádruples! ¡Necios quíntuples que somos!
—¿Pero qué pasa? —le preguntaron todos a su alrededor.
—¿Que qué pasa?
—Hable de una vez.
—¡Pues lo que pasa, imbéciles —vociferó el enfurecido secretario—, lo que pasa es que el proyectil no pesa más que diecinueve mil doscientas cincuenta libras!
—¿Y qué?
—¡Pues que desplaza veintiocho toneles, o sea, flota!
¡Ay, con qué énfasis subrayó aquel digno hombre el verbo «flotar»! ¡Y era la verdad! ¡Todos, absolutamente todos aquellos sabios habían olvidado esta ley fundamental: que debido a su ligereza específica, el proyectil, aunque al caer se había hundido hasta lo más profundo del océano, había vuelto a subir luego a la superficie! Y en aquel momento flotaba tranquilamente a merced de las olas…
Se botaron las embarcaciones, a las que se lanzaron J. T. Maston y sus amigos. Todo el mundo estaba emocionadísimo. Los corazones palpitaban, en tanto que los botes avanzaban hacia el proyectil. ¿Qué habría dentro? ¿Muertos o vivos? ¡Vivos, seguro! ¡Vivos, a menos que Barbicane y sus amigos no hubieran muerto después de haber izado la bandera!
Un profundo silencio reinaba sobre las embarcaciones. Todos los corazones jadeaban. Los ojos ya no veían. Una de las portillas del proyectil estaba abierta. Algunos trozos de cristal, todavía sujetos al marco, demostraba que la habían roto. La portilla se encontraba en aquel momento a cinco pies de altura por encima de las olas.
Una embarcación, la de J. T. Maston, lo abordó. J. T. Maston se precipitó hacia el cristal roto…
En aquel momento oyeron una voz alegre y clara, la voz de Michel Ardan, que gritaba en tono victorioso:
—¡Todas blancas, Barbicane, todas blancas!
Barbicane, Michel Ardan y Nicholl estaban jugando al dominó.
- 98. El rezón es un ancla pequeña, sin cepo y de cuatro o más brazos con uña, que sirve para fondear embarcaciones menores o boyas, así como para rastrear y pescar objetos del fondo, tales como cables, cadenas, anclas, etc.
- 99. Ángulo horizontal que forma una visual con una dirección dada de referencia, o ángulo horizontal que forma la línea proa-popa de un buque con la visual dirigida a un punto fijo.
- 100. Sujeta con mojeles al virador. El mojel es una cajeta de meollar que sirve para dar vueltas al cable y al virador.
- 101. Cuerda larga y delgada con la cual y el escandallo se sonda y se reconocen las brazas de agua que hay desde la superficie hasta el fondo.
- 102. Se dice que un buque orza cuando gira de modo que disminuya el ángulo que la quilla forma con la dirección del viento.