Después de las primeras horas de viaje, los viajeros del proyectil lanzado por el Columbiad duermen durante unas horas, hasta que se dan cuenta de que deben atender a los dos perros que les acompañan en el viaje. Además conoceremos cómo preparan sus primeras comidas y las previsiones sobre sus reservas de víveres y oxígeno.
Una vez dada esta explicación tan curiosa, pero sin duda alguna exacta, los tres amigos se habían vuelto a quedar profundamente dormidos. ¿Y dónde hubieran podido hallar un lugar más tranquilo, un medio más apacible que aquel para echarse a dormir? En la Tierra, tanto las casas de las ciudades como las chozas del campo resienten todas las sacudidas que sufre la corteza terrestre. En el mar, el navío, bamboleado por las olas, no es más que choques y movimiento. En el aire, el globo oscila sin cesar sobre capas fluidas de diversa densidad. Sólo aquel proyectil, que flotaba en el vacío absoluto, en medio de un silencio absoluto, ofrecía a sus huéspedes un reposo absoluto.
Por eso no hubiera sido de extrañar que el sueño de los tres aventureros viajeros se hubiera prolongado indefinidamente; pero un ruido inesperado los despertó hacia las siete de la mañana del día 2 de diciembre, ocho horas después de haberse puesto en marcha.
El ruido era un ladrido muy característico.
—¡Los perros! ¡Son los perros! —exclamó Michel Ardan poniéndose al punto en pie.
—Tienen hambre —dijo Nicholl.
—¡Pardiez! —respondió Michel—. ¡Nos habíamos olvidado de ellos!
—¿Dónde están? —preguntó Barbicane.
Se pusieron a buscarlos y encontraron a uno de ellos acurrucado debajo del diván. Muerto de miedo, anonadado por la sacudida inicial, se había quedado en aquel rincón hasta el momento en el que recuperó la voz, acuciado por el hambre.
Era la simpática Diana, todavía algo avergonzada, la que salió de su escondite, no sin hacerse de rogar. Y eso que Michel Ardan la animaba a hacerlo con cariñosísimas palabras.
—¡Ven, Diana —le decía—, ven hijita! ¡Tú, cuyo destino marcará un hito en los anales cinegéticos! ¡Tú, a quien los paganos habrían elegido como compañera del dios Anubis, y los cristianos por amiga de san Roque! ¡Tú, que serías digna de que el rey de los infiernos forjara tu imagen en bronce, como aquel perrillo que Júpiter regaló a la hermosa Europa a cambio de un beso! ¡Tú, cuya fama hará que se olvide la de los héroes de Montargis y del monte San Bernardo8! ¡Tú, que al lanzarte por los espacios interplanetarios, llegarás tal vez a ser la Eva de los perros selenitas! ¡Tú, que justificarás allá arriba la frase de Toussenel9: «En el principio, Dios creó al hombre, y viéndole tan débil, le dio el perro»! ¡Ven, Diana, ven aquí!
Diana, no sabemos si halagada o no, avanzaba poquito a poco, gimiendo en tono quejumbroso.
—¡Bueno! —dijo Barbicane—. Ya veo a Eva, pero ¿dónde está Adán?
—¡Adán! —respondió Michel—. ¡No puede andar muy lejos! ¡Tiene que estar por ahí, en cualquier sitio! ¡Hay que llamarle! ¡Satélite! ¡Aquí, Satélite!
Pero Satélite no aparecía y Diana no dejaba de gemir. Sin embargo, pudieron comprobar que no estaba herida y le sirvieron un apetitoso cebo que acalló sus quejas.
En cuanto a Satélite, no acababan de dar con él. Tardaron bastante tiempo en encontrarlo en uno de los compartimientos superiores del proyectil, adonde había ido a parar de rebote, de manera bastante inexplicable. El pobrecillo animal, muy maltrecho, se encontraba en un estado lamentable.
—¡Demonio! —dijo Michel—. ¡Peligra nuestra aclimatación!
Bajaron al pobre perro con mucho cuidado. Se había golpeado la cabeza contra la bóveda y parecía difícil que pudiera recuperarse de semejante golpe. No obstante, lo acomodaron sobre un cojín y entonces dejó escapar un suspiro.
—Te cuidaremos —le dijo Michel—. Somos responsables de tu existencia. ¡Antes que mi Satélite pierda una pata, preferiría perder yo un brazo!
Y al tiempo que pronunciaba estas palabras, le ofrecía al herido unos traguitos de agua, que éste bebió con avidez.
Después de prodigarle estos cuidados, los viajeros se pusieron a observar con atención la Tierra y la Luna. La Tierra no era más que un disco ceniciento que terminaba en un creciente todavía más estrecho que el día anterior; pero su volumen seguía siendo enorme, comparado con el de la Luna, que cada vez se acercaba más a la imagen de un círculo perfecto.
—¡Pardiez! —dijo entonces Michel Ardan—. Me fastidia enormemente que no hayamos salido en el momento de Tierra llena, o sea, cuando nuestro globo se encontraba en oposición al Sol.
—¿Y eso por qué? —le preguntó Nicholl.
—Porque entonces hubiéramos podido ver desde un punto de vista nuevo nuestros continentes y nuestros mares, éstos resplandecientes bajo la proyección de los rayos del Sol y aquéllos más oscuros, como a veces los reproducen en algunos mapamundis. ¡Cuánto me hubiera gustado ver los polos de la Tierra, sobre los que todavía no se ha posado jamás la mirada del hombre10!
—Es cierto —respondió Barbicane—; pero si la Tierra hubiera estado llena, habríamos tenido Luna nueva, es decir, invisible en medio de la irradiación del Sol. Y más nos vale perder nuestro punto de destino que el de partida.
—Tiene usted razón, Barbicane —respondió el capitán Nicholl—. Además, cuando lleguemos a la Luna, tiempo nos queda, durante largas noches lunares, para ver a nuestras anchas ese globo donde pululan nuestros semejantes.
—¡Nuestros semejantes! —exclamó Michel Ardan—. ¡Pero si ahora son tan semejantes nuestros como lo puedan ser los selenitas! ¡Nos encontramos en un mundo nuevo, el proyectil, en el que sólo vivimos nosotros! Soy el semejante de Barbicane y Barbicane es el semejante de Nicholl. Y más allá de nosotros, fuera de nosotros, no existe la humanidad. ¡Somos los únicos moradores de este microcosmo hasta que nos convirtamos en simples selenitas!
—Cosa que sucederá aproximadamente dentro de veinticuatro horas —replicó el capitán.
—Lo cual quiere decir… —preguntó Michel Ardan.
—Que son las ocho y media —respondió Nicholl.
—Muy bien —prosiguió Michel—; me resulta imposible encontrar ni siquiera un simulacro de razón por la cual no debiéramos desayunar ipso facto.
Efectivamente, los habitantes del nuevo astro no podían vivir en él sin comer, y en aquel momento su estómago estaba sometido a las imperiosas leyes del hambre. Michel Ardan, en su calidad de francés, se declaró cocinero jefe, importante función para la que no le surgieron rivales. El gas les proporcionó los grados de calor que necesitaban para los preparativos culinarios, y el cofre de las provisiones, los elementos de aquel primer festín.
Comenzaron desayunándose tres tazas de un caldo riquísimo, preparado a base de disolver en agua esas estupendas pastillas Liebig11 fabricadas con los mejores trozos de carne de los rumiantes de las Pampas. Después tomaron unas lonchas de beefsteak12, comprimidas en prensa hidráulica, tan tiernas y suculentas como si acabasen de salir de las cocinas del Café Inglés. Michel, que tenía mucha imaginación, se empeñó incluso en decir que estaban «poco hechas».
Tras el plato de carne, tomaron unas verduras en conserva, «más frescas que recién cogidas», en palabras del simpático Michel, para terminar con unas tazas de té y tostadas con mantequilla a la americana. Prepararon la infusión, que todos dijeron que estaba exquisita, con hojas de primera clase que el emperador de Rusia había enviado en varias cajas a los viajeros.
Por último, para concluir aquella comida, Ardan sacó una fina botella de Nuits13 que se encontraba «por casualidad» en el compartimiento de las provisiones. Los tres amigos se la bebieron, brindando por la unión de la Tierra y su satélite.
Y por si fuera poco con aquel vino generoso destilado en los viñedos de Borgoña, el Sol quiso unirse a la celebración. El proyectil salía en aquel momento del cono de sombra que proyectaba el globo terrestre, y los rayos del luminoso astro fueron a caer directamente sobre el disco inferior del proyectil, a causa del ángulo que la órbita de la Luna forma con la de la Tierra.
—¡El Sol! —exclamó Michel Ardan.
—Así es —respondió Barbicane—. Lo estaba esperando.
—Sin embargo, —dijo Michel—, el cono de sombra que la Tierra proyecta en el espacio, ¿se extiende más allá de la Luna?
—Mucho más, si no se tiene en cuenta la refracción atmosférica —dijo Barbicane—. Pero cuando la Luna queda dentro de esta sombra, es porque los centros de los tres astros, Sol, Tierra y Luna, se encuentran en línea recta. En ese momento, los nudos coinciden con las fases de plenilunio y se produce un eclipse. Si hubiéramos despegado en un momento de eclipse lunar, habríamos hecho todo el trayecto en plena oscuridad, cosa que habría resultado muy molesta.
—¿Por qué?
—Porque, aunque vayamos flotando en el vacío, nuestro proyectil, bañado por los rayos del Sol, recogerá su luz y su calor. Y con ello ahorraremos gas, lo cual es importantísimo en todos los aspectos.
Efectivamente, bajo aquellos rayos cuya temperatura y resplandor no se veían aminorados por ninguna atmósfera, el proyectil se calentaba y se iluminaba como si de repente hubiera pasado del invierno al verano. La Luna por arriba y el Sol por abajo lo inundaban de luz.
—Qué temperatura más agradable —dijo Nicholl.
—¡Ya lo creo! —exclamó Michel Ardan—. A nada que echáramos un poco de tierra vegetal sobre nuestro planeta de aluminio, íbamos a poder cultivar guisantes en veinticuatro horas. ¡Sólo una cosa me preocupa, y es que las paredes del proyectil puedan llegar a fundirse!
—Tranquilízate, querido amigo —le respondió Barbicane—. El proyectil ha soportado una temperatura mucho más elevada mientras atravesaba las capas atmosféricas. No me extrañaría que a los espectadores de la Florida se les haya figurado que era un bólido de fuego.
—Pues si es así, J. T. Maston creerá que nos hemos asado.
—Y lo que me sorprende es que no haya sucedido eso —respondió Barbicane—. Era éste un peligro con el que no habíamos contado.
—Yo sí —respondió escuetamente Nicholl.
—¡Y no nos dijiste nada, sublime capitán! —exclamó Michel Ardan al tiempo que estrechaba la mano de su compañero.
Mientras tanto Barbicane procedía a instalarse en el proyectil como si nunca fuera a salir de él. Recordarán ustedes que este vagón aéreo tenía una base de cincuenta y cuatro pies cuadrados de superficie. Medía doce pies hasta la cima de la bóveda y estaba muy bien distribuido en el interior, sin que molestaran ni los instrumentos ni los útiles de viaje, que ocupaban cada uno su lugar, permitiendo que los tres huéspedes tuvieran relativa libertad de movimientos. El grueso cristal que cubría una parte del casquillo podía soportar sin el menor percance un peso muy considerable, por lo cual Barbicane y sus amigos caminaban por encima de él como si fuera suelo macizo; pero el Sol, que iluminaba desde abajo el interior del proyectil, producía sobre el cristal singulares juegos de luz.
Comenzaron por verificar el estado de la caja del agua y de la caja de los víveres. Ninguno de los dos recipientes había sufrido el menor percance, gracias a las medidas tomadas para amortiguar el choque. Había víveres suficientes como para que los tres viajeros pudieran alimentarse durante todo un año. Barbicane había tomado estas precauciones por si acaso llegaba a una zona absolutamente estéril de la Luna. En cuanto al agua y a la reserva de aguardiente, que se elevaba a cincuenta galones, sólo había suficiente para dos meses. Pero, a juzgar por las últimas observaciones de los astrónomos, la Luna conservaba una atmósfera baja, densa, espesa, al menos en los valles profundos, y era de suponer que en ellos hubiera ríos y manantiales. De modo que, al menos durante el trayecto y el primer año en el continente lunar, los osados exploradores no tendrían que padecer ni hambre ni sed.
Faltaba la cuestión del aire dentro del proyectil, pero también esto se había resuelto. El aparato Reiset y Regnault, que produciría el oxígeno necesario, tenía clorato de potasa suficiente para dos meses. Era inevitable que consumiera cierta cantidad de gas, ya que debía mantener la materia productora por encima de los cuatrocientos grados. Pero tampoco había ningún problema de suministro, y además el aparato no requería más que una vigilancia mínima, ya que funcionaba automáticamente. Sometido a esta elevada temperatura, el clorato de potasa se transforma en cloruro potásico y desprende todo el oxígeno que contiene. ¿Y qué producían dieciocho libras de clorato de potasa? Las siete libras de oxígeno necesarias para el consumo diario de los tres habitantes del proyectil.
Mas no bastaba con renovar el oxígeno que se consumía. Había también que absorber el anhídrido carbónico producido al espirar. Y resulta que en las doce horas de travesía la atmósfera del proyectil se había cargado de este gas completamente deletéreo, producto final de la combustión de los elementos de la sangre mediante el oxígeno que se inspira. Nicholl se dio cuenta de lo que estaba sucediendo cuando vio que Diana jadeaba con dificultad. Y es que el anhídrido carbónico —debido a un fenómeno similar al que se produce en la famosa Gruta del Perro—, debido a su peso, se acumulaba en la parte inferior del proyectil. La pobre Diana, con la cabeza gacha, estaba sin duda sufriendo, antes que sus amos, los efectos de este gas. Pero el capitán Nicholl puso rápidamente remedio a semejante situación. Colocó en la parte inferior del proyectil varios recipientes con potasa cáustica que estuvo agitando durante cierto tiempo, y este producto, muy ávido de anhídrido carbónico, lo absorbió por completo, dejando purificado el aire interior.
Después se dedicaron a hacer inventario de los instrumentos. Termómetros y barómetros se encontraban intactos, salvo un termómetro de mínimas cuyo cristal se había roto. Había un excelente aneroide; lo sacaron del estuche enguatado en el que estaba guardado y lo colgaron en una de las paredes. Naturalmente, no marcaba otra cosa más que la presión del aire dentro del proyectil, pero también indicaba la cantidad de vapor de agua que existía dentro de éste. En aquel momento su aguja oscilaba entre los 765 y los 760 milímetros. Hacía un «tiempo magnífico».
Barbicane se había llevado también varias brújulas, que hallaron intactas, aunque, como pueden ustedes suponer, en aquellas condiciones, tenían la aguja loca, es decir, que había perdido la dirección constante. Y ello porque, a la distancia de la Tierra en la que el proyectil se encontraba, el polo magnético no podía ejercer sobre el aparato ningún efecto sensible. Pero, una vez sobre el disco lunar, tal vez pudieran aquellas brújulas comprobar algún fenómeno particular. En cualquier caso, interesaba saber si el satélite de la Tierra estaba sometido como ésta a influencia magnética.
Un hipsómetro14 para medir la altitud de las montañas lunares, un sextante para calcular la posición del Sol, un teodolito, instrumento de geodesia que sirve para trazar planos y reducir ángulos en el horizonte, los anteojos, que resultarían muy útiles según se fueran acercando a la Luna…, uno a uno fueron revisando todos aquellos instrumentos y comprobando que no habían sufrido ningún percance, a pesar de la violencia de la sacudida inicial.
Y por lo que se refiere a las herramientas, picos, piochas y otros utensilios que Nicholl había elegido con especial cuidado; y los talegos de diversas semillas y los arbustos que Michel Ardan pensaba trasplantar en las tierras selenitas, todo estaba en su sitio, en los rincones de la parte superior del proyectil. Había allí una especie de desván en el que el pródigo francés había almacenado multitud de objetos. Nadie sabía qué eran, y el jovial muchacho tampoco daba demasiadas explicaciones. De vez en cuando, trepaba apoyándose sobre unas escarpias clavadas en la pared hasta aquella leonera, de cuya inspección sólo él se ocupaba. Y allí ordenaba, colocaba, metía de vez en cuando rápidamente la mano en algunas cajas misteriosas, sin dejar de cantar, desentonando una barbaridad, cualquier coplilla antigua francesa que alegraba el ambiente.
Barbicane observó con interés que sus cohetes y demás artificios estaban intactos. Estas importantes piezas, dotadas de potente carga, servirían para aminorar la velocidad del proyectil cuando éste, sometido a la fuerza de atracción de la Luna, después de haber superado el punto de atracción neutra, cayese sobre la superficie de la Luna. Caída que, en cualquier caso, sería seis veces menos rápida que sobre la superficie de la Tierra, habida cuenta de la diferencia entre la masa de un astro y la del otro.
De modo que la inspección concluyó a satisfacción de todos. Luego cada uno volvió a apostarse junto a las ventanas laterales y la abertura inferior para contemplar el espacio.
Igual espectáculo. Toda la extensión de la esfera celeste, cuajada de estrellas y de constelaciones de maravillosa pureza, como para volver loco a cualquier astrónomo. De un lado, el Sol, como la boca de un homo incandescente, deslumbrador disco sin aureola, destacándose sobre el negro telón del cielo. Del otro, la Luna, devolviéndole este fuego por reflexión, como inmóvil en medio del mundo estelar. Luego una mancha bastante intensa, que parecía un agujero del firmamento, ribeteada por una tenue línea de plata: era la Tierra. Y por todas partes, nebulosas que se arremolinaban como gruesos copos de nieve sideral y, del cenit al nadir, un anillo inmenso formado por impalpable polvo de estrellas, la Vía Láctea, en la que el Sol no es sino una estrella de cuarta magnitud.
Los observadores no podían apartar la vista de aquel espectáculo tan novedoso y tan indescriptible. ¡Cuánto los hizo reflexionar! ¡Cuántas emociones desconocidas despertó en su alma! Barbicane quiso comenzar el relato del viaje bajo el efecto de dichas impresiones, y fue apuntando, hora por hora, todo lo que iba aconteciendo al comienzo de aquella aventura. Escribía tranquilamente con letra grande y cuadrada y un estilo algo comercial.
Durante todo este tiempo, Nicholl, que tan aficionado era a los cálculos, volvía a repasar las fórmulas de las trayectorias y manejaba las cifras con destreza sin igual. En cuanto a Michel Ardan, hablaba ora con Barbicane, que no le respondía ni palabra, ora con Nicholl, que ni siquiera le oía, ora con Diana, que no comprendía sus teorías, y a veces hasta consigo mismo, y se hacía preguntas y se las contestaba, mientras iba de acá para allá, pendiente de mil detalles, unas veces agachado sobre el cristal inferior y otras encaramado en lo más alto del proyectil, pero siempre sin dejar de canturrear. Dentro de aquel microcosmo, él encarnaba la vivacidad y la locuacidad francesa, y, créanme ustedes, lo hacía pero que muy bien.
Aquel día, o mejor dicho —pues la expresión es incorrecta—, aquel lapso de doce horas que en la Tierra equivale al día, concluyó con una copiosa cena, primorosamente preparada. Todavía no se había producido ningún incidente que pudiera alterar la tranquilidad de los viajeros. De modo que éstos, llenos de esperanza y ya convencidos de su éxito, se fueron a dormir muy confiados, mientras el proyectil, a velocidad uniformemente decreciente, recorría los caminos del cielo.
- 8. Anubis es el dios egipcio adorado en forma de chacal o perro, o bien en forma humana con cabeza de chacal. A san Roque se le representa siempre acompañado de su inseparable perro. En cambio se equivoca Verne respecto a Europa: Zeus no le dio nada a cambio del beso, sino después de que Europa le diera tres hijos (Minos, Sarpedón y Radamantis), por los que le otorgó tres presentes: Talo, el «autómata» de bronce (no el perro), que guardaba las costas de Creta contra todo desembarco extranjero; un perro que no dejaba escapar ninguna presa, y una jabalina que jamás erraba el blanco. Montargis es un distrito del departamento francés de Loiret. Verne alude a la lucha legendaria entre Richard Macaire (que ha pasado a convertirse en el criminal por antonomasia) y Aubry de Montdidier, caballero francés del XV, célebre por la fidelidad de su perro. Aubry fue asesinado por Macaire, sin más testigo que el perro, el cual empezó a acosarle de tal modo, que Macaire se vio obligado a sostener un duelo con el perro. Vencido, confesó su crimen y fue ejecutado. En el salón de actos de Montargis hay un grupo en bronce de Debrie, titulado El perro de Montargis, que representa esta leyenda. Por último, el autor se refiere a los perros San Bernardo que durante siglos han recorrido los alrededores del paso homónimo, en busca de viajeros extraviados, a quienes socorrían guiando hasta ellos a los monjes del convento, fundado en el siglo X por san Bernardo, que se encuentra más abajo del paso, hacia la vertiente francesa.
- 9. Alphonse Toussenel (1803-1885) fue un publicista francés que llegó a ser director de La Paix. Defendió las doctrinas de Fourier, pero se retiró de la política y se dedicó a sus estudios de historia natural. Gran conocedor de la psicología y costumbres de los animales, publicó varias obras llenas de apreciaciones interesantes y anécdotas agudas. Recordemos, por ejemplo, El espíritu de los animales (1847) y El mundo de los pájaros (1852).
- 10. La primera persona que llegó al Polo Norte, concretamente el 6 de abril de 1909, fue el americano Robert Edwin Peary (1856-1920). El noruego Roald Amundsen (1872-1928) fue el primero en llegar al Polo Sur, el 14 de diciembre de 1911.
- 11. Justus Liebig (1803-1873) fue un químico alemán, iniciador del gran desarrollo de la química en Alemania, uno de cuyos múltiples estudios fue el de la fabricación de extractos de materias orgánicas.
- 12. «Bistec». (En inglés en el original).
- 13. La Côte de Nuits es una de las grandes regiones vinícolas de Borgoña. El nombre de este vino procede de Nuits-Saint-Beorges, ciudad donde se comercializan estos vinos.
- 14. En realidad, el hipsómetro es un instrumento que sirve para medir la presión atmosférica a diferentes altitudes.