Capítulo 38. El Polo Sur

Para poder determinar su posición exacta, y confirmar que el Nautilus ha alcanzado el Polo Sur, es necesario medir la altura del sol con el sextante al mediodía, pero las nubes parecen cubrir el cielo, impidiendo al capitán Nemo efectuar esa medición.

Capítulo 38. El Polo Sur

Me precipité a la plataforma. ¡Sí! El mar libre. Apenas algunos témpanos dispersos y algunos icebergs móviles. A lo lejos, un mar extenso; un mundo de pájaros en el aire; miríadas de peces bajo las aguas que, según los fondos, variaban del azul intenso al verde oliva.

El termómetro marcaba tres grados bajo cero. Era casi una primavera, encerrada tras el banco de hielo cuyas masas lejanas se perfilaban en el horizonte del Norte.

-¿Estamos en el Polo? -pregunté al capitán, con el corazón palpitante.

-Lo ignoro -me respondió-. A mediodía fijaremos la posición.

-¿Cree que se mostrará el sol a través de esta bruma? -le pregunté, mirando al cielo grisáceo.

-Por poco que lo haga, me bastará -respondió el capitán.

Hacia el Sur y a unas diez millas del Nautilus un islote solitario se elevaba hasta una altura de unos doscientos metros. Hacia ese islote nos dirigíamos, pero prudentemente, pues el mar podía estar sembrado de escollos.

Una hora más tarde alcanzamos el islote. Invertimos otra hora en circunvalarlo. Medía de cuatro a cinco millas de circunferencia. Un estrecho canal le separaba de una tierra de considerable extensión, un continente tal vez cuyos límites no podíamos ver. La existencia de esa tierra parecía dar razón a las hipótesis de Maury. El ingenioso americano ha observado, en efecto, que entre el Polo Sur y el paralelo 6º el mar está cubierto de hielos flotantes de enormes dimensiones que no se encuentran nunca en el Atlántico Norte. De esa observación ha concluido que el círculo antártico encierra extensiones de tierra considerables, puesto que los icebergs no pueden formarse en alta mar, sino únicamente en las cercanías de las costas. Según sus cálculos, las masas de los hielos que envuelven al Polo austral forman un vasto casquete cuya anchura debe alcanzar cuatro mil kilómetros.

El Nautilus, por temor a encallar, se detuvo a unos tres cables de un banco de arena dominado por un soberbio conglomerado de rocas. Se lanzó el bote al mar y embarcamos el capitán, dos de sus hombres, portadores de los instrumentos, Conseil y yo. Eran las diez de la mañana. No había visto a Ned Land. Sin duda, el canadiense no quería aceptar el error de su predicción sobre nuestra marcha al Polo Sur. Unos cuantos golpes de remo condujeron al bote hasta la orilla, donde encalló en la arena.

Retuve a Conseil en el momento en que se disponía a saltar a tierra, y, dirigiéndome al capitán Nemo, le dije:

-Le corresponde a usted el honor de pisar el primero esta tierra.

-Sí, señor, en efecto -respondió el capitán-, y lo hago sin vacilación porque ningún ser humano ha plantado hasta ahora el pie en esta tierra del Polo.

El capitán Nemo saltó con ligereza sobre la arena. Una viva emoción le aceleraba el corazón. Escaló una roca que dominaba un pequeño promontorio y allí, con los brazos cruzados, inmóvil, mudo, y con una mirada ardiente, permaneció durante cinco minutos en el éxtasis de su toma de posesión de aquellas regiones australes. Luego, se volvió hacia nosotros.

-Cuando usted quiera, señor profesor -me gritó.

Desembarqué, seguido de Conseil, dejando a los dos hombres en el bote.

El suelo estaba cubierto por una alargada toba de color rojizo, como de ladrillo pulverizado. Las escorias, las coladas de lava y la piedra pómez denunciaban su origen volcánico. En algunos lugares ligeras fumarolas que emanaban un olor sulfuroso atestiguaban que los fuegos internos conservaban aún su poder expansivo. Sin embargo, y aunque subí a una alta peña, no vi ningún volcán en un radio de varias millas. Sabido es que en estas comarcas antárticas halló James Ross los cráteres del Erebus y del Terror en plena actividad, en el meridiano 167 y a 77º 32'de latitud.

Extremadamente escasa era la vegetación de aquel desolado continente. Algunos líquenes de la especie Usnea melanoxantha se extendían sobre las negras rocas. Algunas plantas microscópicas, diatomeas rudimentarias como alvéolos dispuestos entre dos conchas cuarzosas, y largos fucos purpúreos y de color carmesí, soportados por pequeñas vejigas natatorias, arrojados a la costa por la resaca, componían la pobre flora de la región.

Las orillas están sembradas de moluscos, de pequeños mejillones, de lapas, de berberechos lisos en forma de corazones, y particularmente de clíos de cuerpo oblongo y membranoso cuya cabeza está formada por dos lóbulos redondeados. Vi también miríadas de esos clíos boreales de tres centímetros de longitud, de los que la ballena se traga un mundo a cada bocado. Estos encantadores pterópodos, verdaderas mariposas de mar, animaban las aguas libres en el borde de las orillas.

-Entre otros zoófitos aparecían en los altos fondos algunas arborescencias coralígenas de esas que, según James Ross, viven en los mares antárticos hasta mil metros de profundidad; pequeños alciones pertenecientes a la especie Procellaria pelagica, así como un gran número de asterias particulares a estos climas y estrellas de mar que constelaban el suelo.

Pero donde la vida se manifestaba en sobreabundancia era en el aire. Allí volaban y revoloteaban por millares pájaros de variadas especies que nos ensordecían con sus gritos. Otros, que pululaban por las rocas, nos veían pasar sin ningún temor y nos seguían con familiaridad. Eran pingüinos, tan ágiles y vivaces en el agua, donde a veces se les ha confundido con rápidos bonitos, como torpes y pesados son en tierra. Exhalaban gritos barrocos y formaban asambleas numerosas, sobrias de gestos pero pródigas en clamores.

Entre las aves, vi unos quionis, de la familia de las zancudas, gruesos como palomas, de color blanco, con el pico corto y cónico, y los ojos enmarcados en un círculo rojo. Conseil hizo una buena provisión de ellos, pues estos volátiles, convenientemente preparados, constituyen un plato agradable. Por el aire pasaban albatros fuliginosos de una envergadura de cuatro metros, justamente llamados los buitres del océano; petreles gigantescos, entre ellos los quebrantahuesos, de alas arqueadas, que son grandes devoradores de focas; los petreles del Cabo, una especie de patos pequeños con la parte superior de su cuerpo matizada de blanco y iiegro; en fin, toda una serie de petreles, unos azules, propios de los mares antárticos, y otros blancuzcos y con los bordes de las alas de color oscuro y tan aceitosos, dije a Conseil, que «los habitantes de las islas Feroë se limitan a poner es una mecha antes de encenderlos».

-Un poco más -respondió Conseil y serían lámparas perfectas. Pero no puede exigirse a la Naturaleza que, encina, les provea de una mecha.

Habíamos recorrido ya media milla, cuando el suelo se mostró acribillado de nidos de mancos, como madrigueras excavadas para la puesta de los huevos y de las que escapaban numerosos pájaros. El capitán Nemo haría cazar más tarde algunos centenares, pues su carne negra es comestible. Lanzaban gritos muy similares al rebuzno del asno. Estos animales, del tamaño de una oca, con el cuerpo pizarroso por arriba, blanco por debajo y con una cinta de color limón a modo de corbata, se dejaban matar a pedradas sin intentar la huida.

Continuaba sin disiparse la bruma. A las once, no había aparecido todavía el sol. No dejaba de inquietarme su ausencia. Sin el sol, no había observación posible. ¿Cómo íbamos a poder determinar así si habíamos alcanzado el Polo?

Busqué al capitán Nemo y le hallé apoyado en una roca, silencioso y mirando el cielo. Parecía impaciente y contrariado. Pero ¿qué podía hacerse? El sol no obedecía como el mar a aquel hombre audaz y poderoso.

Llegó el mediodía sin que el sol se hubiese mostrado ni un instante. Ni tan siquiera era posible reconocer el lugar que ocupaba tras la cortina de bruma. Y al poco tiempo la bruma se resolvió en nieve.

-Habrá que intentarlo mañana -me dijo simplemente el capitán.

Regresamos al Nautilus, envueltos en los torbellinos de la atmósfera.

Durante nuestra ausencia, se habían echado las redes. Observé con interés los peces que acababan de subir a bordo. Los mares antárticos sirven de refugio a un gran número de peces migratorios que huyen de las tempestades de las zonas menos elevadas para caer, cierto es, en las fauces de las marsopas y de las focas. Anoté algunos cótidos australes, de un decímetro de longitud, cartilaginosos y blancuzcos, atravesados por bandas lívidas y armados de aguijones; quimeras antárticas, de tres pies de longitud, con el cuerpo muy alargado, la piel blanca, plateada y lisa, la cabeza redonda, el dorso provisto de tres aletas y el hocico terminado en una trompa encorvada hacia la boca. Probé su carne, pero la hallé insípida, pese a la opinión en contra de Conseil.

La tempestad de nieve duró hasta el día siguiente. Era imposible mantenerse en la plataforma. Desde el salón, donde anotaba yo los incidentes de la excursión al continente polar, oía los gritos de los petreles y los albatros que se reían de la tormenta.

El Nautilus no permaneció inmóvil. Bordeando la costa, avanzó una docena de millas hacia el Sur, en medio de la difusa claridad que esparcía el sol por los bordes del horizonte.

Al día siguiente, 20 de marzo, cesó la nieve. El frío era un poco más vivo. El termómetro marcaba dos grados bajo cero. La niebla se levantó algo y yo pude esperar que iba a ser posible efectuar la observación.

En ausencia del capitán Nemo, Conseil y yo embarcamos en el bote y nos dirigimos a tierra. La naturaleza del suelo era la misma, volcánica. Por todas partes, vestigios de lava, de escorias, de basaltos, sin que se hiciera visible el cráter que los había vomitado. Allí, como en el lugar que habíamos recorrido con anterioridad, miríadas de pájaros animaban aquella zona del continente polar. Pero en esa parte los pájaros compartían su imperio con grandes manadas de mamíferos marinos que nos miraban con sus ojos mansos. Eran focas de diversas especies, unas extendidas sobre el suelo, otras echadas sobre bloques de hielo a la deriva, mientras otras salían o entraban en el mar. Por no haber visto jamás al hombre, no huían al acercarnos. A la vista de tan gran número calculé que allí había materia de provisión para varios centenares de barcos.

-¡Menos mal que Ned Land no nos ha acompañado! -dijo Conseil.

-¿Por qué dices eso?

-Porque el feroz cazador habría hecho una carnicería. Habría matado todo.

-Todo es mucho decir, pero creo, sí, que no hubiéramos podido impedir a nuestro amigo arponear a algunos de estos magníficos cetáceos. Lo que no habría dejado de disgustar al capitán Nemo, pues él rehúsa verter inútilmente la sangre de los animales inofensivos.

-Y tiene razón.

-Claro que sí, Conseil. Pero, dime, ¿has clasificado ya estos soberbios especímenes de la fauna marina?

-El señor sabe muy bien que la práctica no es mi dominio. Cuando el señor me haya enseñado el nombre de esos animales...

-Son focas y morsas.

-Dos géneros que pertenecen a la familia de los pinnípedos, orden de los carniceros, grupo de los unguiculados, subclase de los monodelfos, clase de los mamíferos, ramificación de los vertebrados. -Bien, Conseil, pero estos dos géneros, focas y morsas, se dividen en especies y si no me equivoco tendremos aquí la ocasión de observarlos. En marcha.

Eran las ocho de la mañana. Nos quedaban cuatro horas por emplear hasta el momento en que pudiéramos efectuar con utilidad la observación solar. Dirigí mis pasos hacia una amplia bahía que se escotaba en los graníticos acantilados de la orilla.

Desde allí y hasta los límites de la vista en torno nuestro las tierras y los témpanos estaban invadidos por los mamíferos. Involuntariamente, busqué con la mirada al viejo Proteo, al mitológico pastor que guardaba los inmensos rebaños de Neptuno. Eran sobre todo focas. Formaban grupos, machos y hembras; el padre vigilaba a la familia, la madre amamantaba a sus crías; algunos jóvenes, ya fuertes, se emancipaban a algunos pasos. Cuando estos mamíferos se desplazaban lo hacían a saltitos por la contracción de sus cuerpos, ayudándose torpemente con sus imperfectas aletas que, en la vaca marina, su congénere, forma un verdadero antebrazo. En el agua, su elemento por excelencia, estos animales de espina dorsal móvil, de pelvis estrecha, de pelo raso y tupido, de pies palmeados, nadan admirablemente.

En reposo y en tierra adoptaban posturas sumamente graciosas. Por ello, los antiguos, al observar su dulce fisonomía, la expresiva mirada de sus ojos límpidos y aterciopelados que resiste la comparación con la más bella mirada de una mujer, sus encantadoras posturas, los poetizaron a su manera y metamorfosearon a los machos en tritones y a las hembras en sirenas.

Hice observar a Conseil el considerable desarrollo de los lóbulos cerebrales en los inteligentes cetáceos. Exceptuado el hombre, ningún mamífero tiene una materia cerebral tan rica. Por ello, las focas son susceptibles de recibir una cierta educación; se las domestica fácilmente, y yo creo, con algunos naturalistas, que convenientemente amaestradas podrían prestar grandes servicios como perros de pesca.

La mayor parte de las focas dormían sobre las rocas o sobre la arena. Entre las focas propiamente dichas que no tienen orejas externas -difieren en eso de las otarias, que tienen las orejas salientes -observé algunas variedades de estenorrincos, de tres metros de longitud, de pelo blanco, con cabezas de bull dogs, armados de diez dientes en cada mandíbula, con cuatro incisivos arriba y abajo y dos grandes caninos recortados en forma de flor de lis. Entre ellos había también elefantes marinos, especie de focas de trompa corta y móvil, los gigantes de la especie, con una longitud de diez metros y una circunferencia de veinte pies.

No hicieron ningún movimiento al acercarnos.

-¿No son animales peligrosos? -preguntó Conseil.

-No, a menos que se les ataque. Cuando una foca defiende a sus pequeños su furor es terrible y no es raro que acabe despedazando la embarcación de los pescadores.

-Está en su derecho -replicó Conseil.

-No digo que no.

Dos millas más lejos, nos vimos detenidos por el promontorio que protegía a la bahía de los vientos del Sur. El promontorio caía a pico sobre el mar y espumarajeaba bajo el oleaje. Más allá resonaban unos formidables rugidos, como sólo una manada de rumiantes hubiese podido producir.

-¿Qué es eso? ¿Un concierto de toros? -preguntó Conseil.

-No, un concierto de morsas.

-¿Se baten?

-Se baten o juegan.

-Mal que le pese al señor, habría que ver eso.

-Hay que verlo, Conseil.

Y henos allí franqueando las negruzcas rocas, en medio de derrumbamientos caprichosos y caminando sobre piedras resbaladizas por el hielo. Más de una vez caí rodando a expensas de mis caderas. Conseil, más prudente o más sólido, no tropezaba nunca. Me ayudaba a levantarme, diciéndome a la vez:

-Si el señor tuviera la bondad de separar las piernas, conservaría mejor el equilibrio.

Llegados a la arista superior del promontorio, vi una vasta llanura blanca cubierta de morsas que jugaban entre sí. Eran bramidos de alegría, no de cólera.

Las morsas se parecen a las focas por la forma de sus cuerpos y por la disposición de sus miembros. Pero su mandíbula inferior carece de caninos y de incisivos, y los caninos superiores son dos defensas de ochenta centímetros de largo y de treinta y tres en la circunferencia de sus alvéolos. Estos colmillos, de un marfil compacto y sin estrías, más duros que los de los elefantes y menos susceptibles de ponerse amarillos, son muy buscados. Por ello, las morsas son víctimas de una caza desconsiderada que no tardará en llevarlas a su total aniquilación, pues los cazadores vienen abatiendo cada año más de cuatro mil, sin respetar ni a las hembras preñadas ni a los jóvenes.

Pude examinar de cerca y a mis anchas a tan curiosos animales, pues nuestra presencia no les inquietó en lo más mínimo. Su piel era espesa y rugosa, de un tono cobrizo tirando a rojo; su pelaje, corto y ralo. Algunas tenían una longitud de cuatro metros. Más tranquilas y menos temerosas que sus congéneres del Norte, no confiaban a centinelas escogidos la misión de vigilar las inmediaciones de su campamento.

Tras haber examinado la población de morsas, decidí regresar. Eran las once, y si el capitán Nemo se hallaba en condiciones favorables para efectuar su observación deseaba yo asistir a la operación. No creía yo, sin embargo, que se mostrara el sol aquel día, oculto como estaba tras las pesadas nubes que aplastaban al horizonte. Se diría que el astro, celoso, no quería revelar a seres humanos el punto inabordable del Globo.

Emprendimos el regreso hacia el Nautílus siguiendo una estrecha pendiente que corría a lo largo de la cima del acantilado. A las once y media llegamos al lugar en que habíamos desembarcado. El bote, varado, había depositado ya al capitán en tierra. Le vi allí, en pie sobre una roca basáltica, con los instrumentos a su lado, mirando fijamente al horizonte septentrional por el que el sol iba describiendo su curva alargada.

Me situé a su lado y esperé en silencio. Llegó el mediodía sin que, al igual que la víspera, se mostrara el sol.

Era la fatalidad. Imposible efectuar la observación. Y si ésta no podía hacerse al día siguiente, tendríamos que renunciar definitivamente a fijar nuestra posición. En efecto, aquel día -era precisamente el 20 de marzo. Y al día siguiente, 21, el día del equinoccio, el sol, si no teníamos en cuenta la refracción, desaparecería del horizonte por un período de seis meses y con su desaparición comenzaría la larga noche polar. Surgido con el equinoccio de septiembre por el horizonte septentrional, el sol había ido elevándose en espirales alargadas hasta el 21 de diciembre. Desde ese día, solsticio de verano de las regiones boreales, había ido descendiendo y ahora se disponía a lanzar sus últimos rayos.

Como le comunicara mis temores al capitán Nemo, éste me dijo:

-Tiene usted razón, señor Aronnax. Si mañana no puedo obtener la altura del sol habrán de transcurrir seis meses antes de poder intentarlo nuevamente Pero también es cierto que precisamente porque el azar de la navegación me ha traído a estos mares el 21 de marzo será mucho más fácil fijar la posición si el sol se nos muestra a mediodía.

-¿Por qué, capitán?

-Porque cuando el sol describe espirales tan alargadas es difícil medir exactamente su altura en el horizonte y los instrumentos están expuestos a cometer graves errores.

-¿Cómo procederá usted?

-No emplearé más que mi cronómetro. Si mañana, 21 de marzo, a mediodía, el disco solar, habida cuenta de la refracción, se halla cortado exactamente por el horizonte del Norte, estaré en el Polo Sur.

-Así es, en efecto -dije-. Sin embargo, su afirmación no es matemáticamente rigurosa, porque el equinoccio no se produce necesariamente a mediodía.
-Sin duda, señor, pero el error no llegará a ser ni de cien metros y eso es suficiente. Hasta mañana, pues.

El capitán Nemo regresó a bordo. Conseil y yo permanecimos hasta las cinco recorriendo la playa, observando y estudiando. No recogí ningún objeto curioso, hecha la salvedad de un huevo de pingüino, de un tamaño notable, por el que un aficionado habría pagado más de mil francos. Su color bayo ylas rayas y caracteres que a modo de jeroglíficos lo decoraban hacían del huevo un raro objeto de adorno. Lo confié a las manos de Conseil y el prudente mozo, el.de los pasos seguros, lo llevó intacto, como si se hubiera tratado de una preciosa porcelana china, al Nautilus, donde lo deposité en una de las vitrinas del museo.

Cené aquel día con apetito un excelente trozo de hígado de foca cuyo gusto recordaba al de la carne de cerdo. Me acosté luego, no sin antes haber invocado, como un hindú, los favores del astro radiante.

Al día siguiente, 21 de marzo, subí a la plataforma a las cinco de la mañana y hallé al capitán Nemo.

-El tiempo se aclara un poco -me dijo-. Cabe la esperanza. Después de desayunar iremos a tierra para escoger un puesto de observación.

Convenido esto, me fui a buscar a Ned Land, al que deseaba llevar conmigo. Pero el obstinado canadiense rehusó. Pude darme cuenta de que su mal humor y su taciturnidad aumentaban de día en día. Pero, después de todo, no sentí excesivamente su obstinación en esa circunstancia, al considerar que había demasiadas focas en tierra y que más valía no someter al empedernido pescador a esa tentación. Tras desayunar, me dirigí a tierra, con el capitán Nemo, dos hombres de la tripulación y los instrumentos, es decir, un cronómetro, un anteojo y un barómetro. El Nautilus se había desplazado unas cuantas millas durante la noche. Se hallaba a algo más de una legua de la costa en la que se elevaba un pico muy agudo de unos cuatrocientos a quinientos metros de altura.

Durante la breve travesía, vi numerosas ballenas de las tres especies propias de los mares australes: la ballena franca o right whale de los ingleses, que no tiene aleta dorsal; la hump back, balenóptero de vientre arrugado y de grandes aletas blancuzcas que, pese a su nombre, no forman alas, y, por último, la fin back, de un marrón amarillento, el más vivaz de los cetáceos. Este poderoso animal se hace oír desde muy lejos cuando proyecta a gran altura sus columnas de aire y de vapor que semejan torbellinos de humo. Todos estos mamíferos evolucionaban en grupos por las aguas tranquilas. Era bien visible que esa zona del Polo antártico servía de refugio a los cetáceos acosados con exceso por la persecución de los cazadores.

Vi también unas largas cadenas blancuzcas de salpas, especies de moluscos agregados, y medusas de gran tamaño que se balanceaban entre los vaivenes de las olas.

A las nueve, pusimos pie en tierra. El cielo se aclaraba. Las nubes huían hacia el Sur y la bruma abandonaba la superficie fría de las aguas. El capitán Nemo se dirigió hacia el pico que sin duda había elegido como observatorio. La ascensión fue penosa, sobre lavas agudas y piedra pómez y en medio de una atmósfera a menudo saturada por las emanaciones sulfurosas de las fumarolas. Para un hombre desacostumbrado a pisar la tierra, el capitán escalaba las rampas más escarpadas con una agilidad y una elasticidad que yo no podía igualar y que hubiese envidiado un cazador de gamos. Necesitamos dos horas para alcanzar la cima del pico de pórfido y de basalto. Desde allí, la vista dominaba un vasto mar que, hacia el Norte, trazaba claramente su línea terminal sobre el fondo del cielo. A nuestros pies, campos deslumbrantes de blancura. Sobre nosotros, un pálido azul, despejado de brumas. Al Norte, el disco del sol como una bola de fuego ya recortada por el filo del horizonte. Del seno de las aguas se elevaban en magníficos haces centenares de líquidos surtidores. A lo lejos, el Nautilus parecía un cetáceo dormido. Detrás de nosotros, hacia el Sur y el Este, una tierra inmensa, un caótico amontonamiento de rocas y de bloques de hielos cuyos confines no se divisaban. Al llegar a la cima del pico, el capitán Nemo fijó cuidadosamente su altura por medio del barómetro, pues debía tenerla en cuenta en su observación.

A las doce menos cuarto, el sol, al que únicamente habíamos visto hasta entonces por la refracción, se mostró como un disco de oro y dispersó sus últimos rayos sobre aquel continente abandonado en aquellos mares no surcados jamás por hombre alguno.

El capitán Nemo, provisto de un anteojo con retículas que por medio de un espejo corregía la refracción, observó al astro que iba hundiéndose poco a poco en el horizonte según una diagonal muy prolongada. Yo tenía el cronómetro. Me palpitaba con fuerza el corazón. Si la desaparición del semidisco solar coincidía con las doce en el cronómetro nos hallaríamos en el mismo Polo.

-¡Mediodía! -grité.

-¡El Polo Sur! -respondió el capitán Nemo con una voz grave.

Me dio el anteojo que mostraba al astro del día precisamente cortado en dos porciones iguales por el horizonte.

Vi cómo los últimos rayos coronaban el pico y cómo las sombras subían poco a poco sobre sus rampas. Apoyando su mano en mi hombro, el capitán Nemo dijo en aquel momento:

-Señor, en 1600, el holandés Gheritk, arrastrado por las corrientes y las tempestades, alcanzó los 64º de latitud Sur y descubrió las Nuevas Shetland. En 1773, el 17 de enero, el ilustre Cook, siguiendo el meridiano 38, llegó a los 67º 30'de latitud, y en 1774, el 30 de enero, por el meridiano 109, alcanzó los 71º 15'de latitud. En 1819, el ruso Bellinghausen se encontró en el paralelo 69, y, en 1821, en el 66, a 111º de longitud Oeste. En 1820, el inglés Brunsfield se vio detenido a los 650, en tanto que en el mismo año el americano Morrel, cuyos relatos son dudosos, remontando el meridiano 42 descubrió el mar libre a los 70º 14'de latitud. En 1825, el inglés Powell no pudo sobrepasar los 62º. El mismo año, un simple pescador de focas, el inglés Weddel, se elevó hasta los 72º 14' de latitud por el meridiano 35 y hasta 74º 15’ por el 36. En 1829, el inglés Forster, capitán del Chanticler, tomó posesión del continente antártico a 63º 26' de latitud y 66º 26' de longitud. En 1831, el inglés Biscoé descubrió, el primero de febrero, la tierra de Enderby a 68º 50' de latitud, y en 1832, el 5 de febrero, la tierra de Adelaida a 67º de latitud, y el 21 de febrero, la tierra de Graham a 64º 45' de latitud. En 1838, el francés Dumont d'Urville, detenido por la banca de hielo a 62º 57' de latitud, descubría la tierra de Luis Felipe; dos años más tarde, en una nueva punta al Sur, a 66º 30', nombraba el 21 de enero la tierra Adelia, y ocho días después, a 64º 40', la costa Clarie. En 1838, el inglés Wilkes avanzó hasta el paralelo 69 por el meridiano 100. En 1839, el inglés Balleny descubrió la tierra Sabrina, en el límite del círculo polar. En fin, en 1842, el inglés James Ross, al mando del Erebus y del Terror, halló la tierra Victoria el 12 de enero, a los 76º 56'de latitud y 171º 7' de longitud Este; el 23 del mismo mes se halló en el paralelo 74, el punto más alto alcanzado hasta entonces; el 27, se halló a 76º 8'; el 28, a 77º 32, y el 2 de febrero, a 78º 4'; y en 1842 no pudo pasar de los 71º. Pues bien, yo, el capitán Nemo, este 21 de marzo de 1868, he alcanzado el Polo Sur, a los 900, y tomo posesión de esta zona del Globo igual a la sexta parte de los continentes reconocidos.

-¿En nombre de quién, capitán?

-En mi propio nombre, señor.

Y mientras esto decía, el capitán Nemo desplegó una bandera negra con una gran N bordada en oro en su centro. Y luego, volviéndose hacia el astro del día cuyos últimos rayos lamían el horizonte del mar, dijo:

-¡Adiós, Sol! ¡Desaparece, astro radiante! ¡Duerme bajo este mar libre, y deja a la noche de seis meses extender sus sombras sobre mi nuevo dominio!