Los viajeros, convertidos en navegantes desde hace días, continúan su singladura por el mar interior, ante la desesperación del profesor Lidenbrock, impaciente por llegar a una costa que les aproxime a su objetivo. En esta ocasión son testigos y víctimas de una violenta tormenta que viene acompañada de potentes efectos eléctricos y magnéticos, y que pone a prueba su valor y templanza.
Viernes, 21 de agosto. Al día siguiente, el magnífico géiser ha desaparecido. El viento ha refrescado, y nos hemos alejado con rapidez del islote Axel. Los bramidos se han ido apagando poco a poco.
El tiempo, si es que está permitido expresarse así, va a cambiar dentro de poco. La atmósfera se carga de vapores que arrastran consigo la electricidad formada por la evaporación de las aguas salinas; las nubes descienden sensiblemente y adoptan un uniforme tinte oliváceo: los rayos eléctricos apenas pueden horadar ese opaco telón echado sobre el teatro en que va a representarse el drama de las tempestades.
Me siento particularmente impresionado, como lo está en tierra toda criatura ante la proximidad de un cataclismo. Los cúmulos 1 amontonados en el sur presentan un aspecto siniestro; tienen esa apariencia «despiadada» que a menudo he observado al principio de las tormentas. El aire está pesado, la mar en calma.
A lo lejos, las nubes parecen grandes balas de algodón amontonadas en un pintoresco desorden; poco a poco se hinchan y pierden en número lo que ganan en tamaño; su pesadez es tal que no pueden separarse del horizonte; pero al soplo de las corrientes altas, se funden poco a poco, se ensombrecen y pronto presentan una capa única de aspecto temible; a veces, una bola de vapores todavía iluminada salta sobre esa alfombra grisácea y va a perderse inmediatamente en la masa opaca.
La masa está saturada de fluido, resulta evidente; me hallo completamente impregnado por él; mis cabellos se erizan sobre mi cabeza como junto a una máquina de electricidad. Me parece que si mis compañeros me tocasen en este momento recibirían una violenta descarga.
A las diez de la mañana los síntomas de la tormenta son ya definitivos; se diría que el viento amaina para tomar aliento; la nube se parece a un odre inmenso en el que se acumulan los huracanes.
No quiero creer en las amenazas del cielo, y, sin embargo, no puedo dejar de decir:
—Se avecina mal tiempo.
El profesor no responde. Está de un humor insoportable, viendo el océano prolongarse indefinidamente ante sus ojos. Se encoge de hombros ante mis palabras.
—Tendremos tormenta —digo yo extendiendo la mano hacia el horizonte—. Esas nubes bajan sobre el mar como para aplastarlo.
Silencio general. El viento calla. La naturaleza parece como muerta y ya no respira. En el mástil, donde veo apuntar un leve fuego de Santelmo, la vela tendida cae en pesados pliegues. La balsa está inmóvil en medio de un mar espeso, sin ondulaciones. Pero si no avanzamos, ¿para qué conservar esta tela que puede causar nuestra perdición al primer embate de la tempestad?
—Arriémosla —digo—; quitemos nuestro mástil. Será más prudente.
—¡No, por todos los diablos! —exclama mi tío—. ¡Y cien veces no! Que nos arrastre el viento, que nos lleve el vendaval, pero que vea por fin las rocas de una orilla, aunque nuestra balsa deba romperse en mil pedazos contra ellas.
Aún no ha terminado de pronunciar estas palabras cuando el horizonte del sur cambia súbitamente de aspecto. Los vapores acumulados se resuelven en agua, y el aire, reclamado violentamente para llenar los vacíos producidos por la condensación, se vuelve huracán. Procede de los más remotos confines de la caverna. La oscuridad aumenta. Apenas si puedo tomar algunas notas incompletas.
La balsa se levanta, salta. Mi tío es arrojado por los aires. Me arrastro hasta él. Está fuertemente aferrado a un cabo de cable y parece mirar con placer el espectáculo de los elementos desencadenados.
Hans no se mueve. Su largo pelo, revuelto por el viento y agitándose sobre su faz inmóvil, le dan una extraña fisonomía, porque el extremo de cada uno de sus cabellos está erizado de pequeños penachos luminosos. Su terrible máscara es la de un hombre antediluviano, contemporáneo de los ictiosaurios y de los megaterios.
Mientras tanto, el mástil resiste. La vela se tensa como un globo dispuesto a reventar. La balsa navega con una velocidad que no puedo calcular, pero no tan rápida como las gotas de agua desplazadas bajo ella, cuya rapidez traza líneas rectas y nítidas.
—¡La vela! ¡La vela! —grito yo haciendo seña de arriarla.
—No —responde mi tío.
—Nej —dice Hans, moviendo suavemente la cabeza.
Sin embargo, la lluvia forma una catarata rugiente ante aquel horizonte hacia el que corremos como insensatos. Pero antes de que llegue hasta nosotros, el velo de nubes se desgarra, el mar entra en ebullición y se inicia cierta electricidad producida por una vasta acción química que se opera en las capas superiores. A los estallidos del trueno se mezclan los destellos resplandecientes del rayo; innumerables relámpagos se entrecruzan en medio de las detonaciones; la masa de vapores se vuelve incandescente; los granizos que golpean el metal de nuestras herramientas y de nuestras armas se vuelven luminosos; las olas encrespadas parecen ser otros tantos montecillos ignívomos bajo los que anida un fuego interno, y cada cresta está empenachada por una llama.
Mis ojos están deslumbrados por la intensidad de la luz, mis oídos se rompen por efecto del estrépito del rayo. ¡¡¡Tengo que agarrarme al mástil, que se pliega como un mimbre bajo la violencia del huracán!!!
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[Aquí mis notas de viaje se vuelven muy incompletas. No he encontrado más que algunas observaciones fugaces, tomadas maquinalmente, por decirlo así. Pero en su brevedad, en su oscuridad incluso, están preñadas de la emoción que me dominaba y expresan mejor que mi memoria la impresión de la situación.]
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Domingo, 23 de agosto. ¿Dónde estamos? Somos arrastrados con una rapidez inconmensurable.
La noche ha sido espantosa. La tormenta no se calma. Vivimos en medio de fragores, en una detonación incesante. Nuestros oídos sangran. No podemos intercambiar ni una palabra.
Los relámpagos no cesan. Veo zigzags en retroceso que, tras un destello rápido, vuelven de abajo arriba y van a golpear la bóveda de granito. ¿Y si se desmoronase? Otros relámpagos se bifurcan o adoptan la forma de globos de fuego que estallan como bombas. El estrépito general no parece aumentar; ha superado el límite de intensidad que puede percibir el oído humano, y aunque todos los polvorines del mundo saltaran juntos «no podríamos oír más».
Hay emisión continua de luz en la superficie de las nubes; la materia eléctrica se desprende de forma incesante de sus moléculas; evidentemente los principios gaseosos del aire están alterados; numerosísimas columnas de agua saltan a la atmósfera y vuelven a caer espumeantes.
El calor aumenta. Miro el termómetro; indica… [La cifra está borrada.]
Lunes, 24 de agosto. ¡Esto no acabará nunca! ¿Por qué, una vez modificado, no sería definitivo el estado de esta atmósfera tan densa?
Estamos destrozados de cansancio. Hans tiene el aspecto de siempre. La balsa corre invariablemente hacia el sureste. Hemos hecho más de doscientas leguas desde el islote Axel.
A mediodía aumenta la violencia del huracán. Hay que amarrar sólidamente los objetos que componen nuestro equipaje. Asimismo nos atamos nosotros. Las olas pasan por encima de nuestras cabezas.
Imposible intercambiar una sola palabra desde hace tres días. Abrimos la boca, movemos los labios; no se produce ningún sonido apreciable. Incluso hablando al oído no podemos entendernos.
Mi tío se acerca a mí. Ha articulado algunas palabras. Creo que me ha dicho: «Estamos perdidos». Pero no estoy seguro.
Tomo la decisión de escribirle estas palabras: «Arriemos la vela».
Me hace señas de que consiente.
Aún no ha tenido tiempo su cabeza de levantarse de abajo arriba cuando un disco de fuego surge junto a la balsa. El mástil y la vela se parten de golpe, y los veo elevarse a una altura prodigiosa, semejantes al pterodáctilo, ese pájaro fantástico de los primeros siglos.
Estamos helados de espanto. La bola, medio blanca, medio azulada, del grosor de una bomba de diez pulgadas, se pasea lentamente, girando sobre su eje a sorprendente velocidad bajo el impulso del huracán. Va de aquí para allí, sube a una de las esquinas de la balsa, salta sobre el paquete de las provisiones, vuelve a bajar ágilmente, brinca, roza la caja de la pólvora. ¡Horror! ¡Vamos a saltar por los aires! No. El disco resplandeciente se aparta; se acerca a Hans, que lo mira fijamente; a mi tío, que se tira de rodillas para evitarlo; a mí mismo, pálido y tembloroso bajo el resplandor de la luz y del calor; hace piruetas alrededor de mi pie, que trato de apartar. No puedo conseguirlo.
Un olor a gas nitroso llena la atmósfera; penetra en la garganta, en los pulmones. Nos ahogamos.
¿Por qué no puedo apartar el pie? Está clavado a la balsa. Ah, la caída del globo eléctrico ha imantado todo el hierro de a bordo; los instrumentos, las herramientas, las armas se agitan chocando entre sí con un ruido agudo; los clavos de mi calzado se adhieren con fuerza a una placa de hierro incrustada en la madera. ¡No puedo apartar el pie!
Por fin, con un violento esfuerzo, lo arranco en el momento en que la bola iba a atraparlo en su movimiento giratorio y arrastrarme a mí, si…
¡Ah, qué luz tan intensa! ¡El globo estalla! ¡Nos vemos cubiertos por chorros de llamas!
Luego todo se apaga. He tenido tiempo de ver a mi tío tendido en la balsa. Hans siempre al timón y «escupiendo fuego» bajo el influjo de la electricidad que le penetra.
—¿Adónde vamos? ¿Adónde vamos?
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Martes, 25 de agosto. Salgo de un desvanecimiento prolongado. La tormenta continúa; los relámpagos se desencadenan como una nidada de serpientes soltada en la atmósfera.
¿Seguimos en el mar? Sí, arrastrados a una velocidad incalculable. ¡Hemos pasado bajo Inglaterra, bajo la Mancha, bajo Francia, quizá bajo toda Europa!
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Un nuevo ruido se deja oír. Evidentemente es el mar que rompe contra las rocas… Pero entonces…
- 1. Nubes de formas redondeadas. (N. del A.)