Nuestros amigos conocen a Hans, un peculiar cazador islandés al que el profesor Lidenbrock contrata para que que les guíe a través de la isla hacia el volcán Sneffels. Conocemos algunas de las notables cualidades de este personaje, muy adecuadas para los objetivos del profesor.
Al atardecer, di un corto paseo por las orillas de Reikiavik, y volví temprano a acostarme en mi cama de grandes tablas, donde dormí con profundo sueño.
Cuando me desperté, oí a mi tío que hablaba con la mayor locuacidad en la sala vecina. Me levanté en el acto y me apresuré a reunirme con él.
Hablaba en danés con un hombre de elevada estatura y bien plantado. Aquel gran mocetón debía tener una fuerza poco común. Sus ojos, horadados en una cabeza muy grande y bastante ingenua, me parecieron inteligentes. Eran de un azul soñador. Unos cabellos largos, que habrían pasado por pelirrojos incluso en Inglaterra, caían sobre sus atléticos hombros. Aquel indígena tenía movimientos ágiles, pero movía poco los brazos, como hombre que ignoraba o despreciaba el lenguaje de los gestos. Todo revelaba en él un temperamento de calma perfecta; no indolente, sino tranquilo. Daba la impresión de no pedir nada a nadie, de trabajar a su conveniencia, y de que su filosofía no podía ser ni sorprendida ni perturbada por nada en este mundo.
Descubrí los matices de ese carácter en la forma en que el islandés escuchó la verborrea apasionada de su interlocutor. Permanecía con los brazos cruzados, inmóvil ante los abundantes gestos de mi tío; para negar, su cabeza se movía de izquierda a derecha; para afirmar, se inclinaba, y lo hacía tan ligeramente que apenas si se alteraban sus largos cabellos. Era la economía del movimiento llevada hasta la avaricia.
Desde luego, viendo a aquel hombre, jamás se hubiera adivinado su profesión de cazador, pues si bien era seguro que no espantaría a las piezas, ¿cómo se las arreglaba para atraparlas?
Todo quedó explicado cuando el señor Fridriksson me informó de que aquel tranquilo personaje no era más que un «cazador de éideres», patos cuyo plumaje constituye la mayor riqueza de la isla. En efecto, ese plumaje se llama edredón, y no se necesita mucha agilidad para cogerlo.
En los primeros días del verano, la hembra del éider, una hermosa especie de pato, construye su nido entre las rocas de los fiordos1 que bordean toda la costa. Construido el nido, lo alfombra con finas plumas que se arranca del vientre. Inmediatamente llega el cazador, o mejor dicho, el negociante, coge el nido, y la hembra tiene que comenzar de nuevo su trabajo. Esta operación dura hasta que está completamente desplumada; entonces le toca al macho. Pero como el plumaje duro y grosero de este último no tiene ningún valor comercial, el cazador no se toma la molestia de quitarle la cama de su pollada; de manera que concluye el nido; la hembra pone sus huevos, los pequeños nacen, y al año siguiente comienza otra vez la recolección del edredón.
Y como el éider no escoge las rocas escarpadas para construir en ellas su nido, sino más bien las peñas suaves y planas que se adentran en el mar, el cazador islandés podía ejercer su oficio sin gran agitación. Era un granjero que no tenía que sembrar ni segar su cosecha, sólo recogerla.
Aquel personaje grave, flemático y silencioso se llamaba Hans Bjelke y venía por recomendación del señor Fridriksson: era nuestro futuro guía. Sus modales contrastaban singularmente con los de mi tío.
Sin embargo se entendieron sin problemas. Ni uno ni otro repararon en el precio: dispuesto el uno a aceptar lo que le ofrecieran y el otro a dar lo que le hubieran pedido. Jamás hubo trato alguno más fácil de concluir.
Y de lo pactado resultó que Hans se comprometía a conducirnos a la aldea de Stapi, situada en la costa meridional de la península del Sneffels, al pie mismo del volcán. La distancia por tierra era de unas veintidós millas, recorrido que debía hacerse en dos días, en opinión de mi tío. Pero cuando supo que se trataba de millas danesas, de veinticuatro mil pies, tuvo que modificar sus cuentas, y, vista la insuficiencia de los caminos, calcular siete u ocho días de marcha.
Debían ponerse a su disposición cuatro caballos, dos para llevarnos a él y a mí y otros dos destinados a nuestros equipajes. Hans iría a pie, según su costumbre. Conocía perfectamente aquella parte de la costa y prometió avanzar por el camino más corto.
Su compromiso con mi tío no expiraba a nuestra llegada a Stapi; permanecería a su servicio durante todo el tiempo necesario para sus excursiones científicas, al precio de tres rixdales2 por semana. Pero se pactó expresamente que esa suma le sería entregada al guía todos los sábados por la noche, condición sine qua non de su trato.
Se fijó la partida para el 16 de junio. Mi tío quiso entregar al cazador una señal como garantía del trato, pero éste se negó con una palabra.
—Efter —dijo.
—Después —tradujo el profesor para contribuir a mi educación.
Una vez concluido el trato, Hans se retiró inmediatamente.
—¡Un buen tipo! —exclamó mi tío—, pero no sospecha el maravilloso papel que el destino le reserva.
—Entonces nos acompaña hasta…
—Sí, Axel, hasta el centro de la Tierra.
Todavía quedaban cuarenta y ocho horas; muy a mi pesar hube de emplearlas en nuestros preparativos; toda nuestra inteligencia fue empleada en disponer cada objeto de la forma más adecuada, los instrumentos en un sitio, las armas en otro, las herramientas en este paquete, los víveres en aquél. En total cuatro grupos.
Los instrumentos comprendían:
1.° Un termómetro centígrado de Eigel, graduado hasta ciento cincuenta grados, lo cual me parecía demasiado o insuficiente, según su destino: demasiado, si el calor ambiental debía subir hasta esos grados, en cuyo caso nosotros ya nos habríamos cocido antes; insuficiente, si se trataba de medir la temperatura de manantiales o cualquier otra materia en fusión;
2.° Un manómetro de aire comprimido, dispuesto de tal forma que indicara presiones superiores a la de la atmósfera al nivel del océano. En efecto, el barómetro corriente no hubiera bastado, porque la presión atmosférica debía aumentar proporcionalmente a nuestro descenso bajo la superficie de la Tierra;
3.° Un cronómetro de Boissonnas hijo, de Ginebra, perfectamente ajustado con el meridiano de Hamburgo;
4.° Dos brújulas de inclinación y declinación;
5.° Un anteojo de visión nocturna;
6.° Dos aparatos de Ruhmkorff que, por medio de una corriente eléctrica, daban una luz portátil, segura y poco engorrosa3.
Las armas consistían en dos carabinas de Purdley More y Co. y dos revólveres Colt. ¿Por qué armas? Supongo que no teníamos que temer el encuentro con salvajes ni bestias feroces; pero mi tío parecía necesitar su arsenal tanto como sus instrumentos, sobre todo una notable cantidad de algodón de pólvora inalterable a la humedad, cuya fuerza expansiva es muy superior a la de los explosivos corrientes.
Las herramientas comprendían dos picos, dos piquetas, una escala de seda, tres bastones con la contera de hierro, un hacha, un martillo, una docena de cuñas y escarpias de hierro y largas cuerdas de nudos. Todo aquello formaba un gran bulto, porque la escala medía trescientos pies de longitud.
Por último estaban las provisiones; aunque el paquete no era muy grueso, sí resultaba tranquilizador, porque yo sabía que en carne concentrada y galletas había víveres para seis meses. La ginebra constituía toda la provisión líquida; nada de agua; pero teníamos cantimploras, y mi tío contaba con los manantiales para llenarlas; las objeciones que yo había hecho sobre su calidad, su temperatura e incluso sobre su ausencia, no habían tenido éxito.
Para completar la enumeración exacta de nuestros artículos de viaje, anotaré un botiquín portátil conteniendo tijeras de punta roma, tablillas para fracturas, una pieza de cinta de hilo crudo, vendas y compresas, esparadrapo, una lanceta para sangrías, cosas todas horrorosas; además, una serie de frascos conteniendo dextrina, alcohol para las heridas, acetato de plomo líquido, éter, vinagre y amoníaco, drogas todas de empleo poco tranquilizador; por último, las materias necesarias para los aparatos de Ruhmkorff.
Mi tío no había echado en olvido la provisión de tabaco, pólvora para las escopetas y yesca; ni tampoco un cinturón de cuero que llevaba alrededor de la cintura y donde había una buena cantidad de monedas de oro y de plata y de dinero en papel. En el paquete de herramientas había buenos zapatos impermeabilizados con una capa de alquitrán y de goma elástica.
—Así vestidos, calzados y equipados, no hay ninguna razón para no ir lejos —me dijo mi tío.
La jornada del 14 se empleó íntegra en disponer todos estos objetos. Por la noche cenamos en casa del barón Trampe, en compañía del alcalde de Reikiavik y del doctor Hyaltalin, el médico más importante del país. El señor Fridriksson no se hallaba entre los invitados; más tarde supe que el gobernador y él estaban enfrentados por una cuestión administrativa y que no se trataban. De manera que no tuve posibilidad de comprender ni una sola palabra de lo que se dijo durante aquella cena semioficial. Sólo observé que mi tío habló todo el tiempo.
Al día siguiente, 15, se concluyeron los preparativos. Nuestro anfitrión dio una gran alegría al profesor entregándole un mapa de Islandia incomparablemente más perfecto que el de Handerson, el mapa del señor Olaf Nikolas Olsen, a escala de 1/480 000, publicado por la Sociedad Literaria Islandesa según los trabajos geodésicos del señor Scheel Frisac y el trazado topográfico del señor Bjorn Gumlaugsonn. Era un documento precioso para un mineralogista.
Pasamos la última velada en íntima conversación con el señor Fridriksson, hacia el que yo sentía una viva simpatía; luego, sucedió a la conversación un sueño bastante agitado, al menos por lo que a mí se refiere.
A las cinco de la mañana me despertó el relincho de cuatro caballos que piafaban bajo mi ventana. Me vestí apresuradamente y bajé a la calle. Allí, Hans acababa de cargar nuestros equipajes sin moverse, por decir así. Sin embargo, trabajaba con una destreza poco común. Mi tío era más ruidoso que efectivo, y el guía parecía preocuparse muy poco de sus recomendaciones.
Todo quedó terminado a las seis. El señor Fridriksson nos estrechó la mano. Mi tío le agradeció en islandés, de todo corazón, su benévola hospitalidad. En cuanto a mí, esbocé un saludo cordial en mi mejor latín; montamos a continuación en nuestros caballos, y el señor Fridriksson me lanzó, con su último adiós, este verso de Virgilio que parecía hecho para nosotros, viajeros inseguros del camino:
Et quacumque viam dederit fortuna sequamur.
- 1. Nombre dado a los golfos estrechos en los países escandinavos. (N. del T.)
- 2. 16 francos, 98 céntimos. (N. del A.)
- 3. El aparato del señor Ruhmkorff consiste en una pila de Bunsen que entra en actividad por medio del bicromato de potasio, que no produce ningún olor; una bobina de inducción transmite la electricidad producida por la pipa a una linterna de una disposición particular; en esa linterna hay un serpentín de cristal en el que se ha hecho el vacío, y donde solamente queda un residuo de gas carbónico o de ázoe. Cuando el aparato funciona, ese gas se vuelve luminoso, produciendo una luz blancuzca y continua. La pila y la bobina se colocan en un saco de cuero que el viajero lleva en bandolera. La linterna, colocada por fuera, ilumina suficientemente la oscuridad de las profundidades; permitiendo aventurarse entre los gases más inflamables sin temor a explosiones; y no se apaga ni siquiera en el seno de los cursos de agua más profundos. El señor Ruhmkorff es un sabio y un físico sagaz. Su gran descubrimiento es su bobina de inducción, que permite producir electricidad a alta tensión. En 1864 acaba de obtener el premio quinquenal de cincuenta mil francos que Francia reservaba a la aplicación más ingeniosa de la electricidad. (N. del T.)