El profesor Lidenbrock está entusiasmado ante la perspectiva de seguir los pasos de Arne Saknussemm en un viaje al centro de la Tierra. Axel está aterrorizado ante esta posibilidad y pone todo tipo de objeciones ante las que el profesor parece tener una respuesta satisfactoria.
Ante estas palabras un estremecimiento recorrió todo mi cuerpo. Sin embargo me contuve. Incluso resolví poner buena cara. Sólo los argumentos científicos podían detener al profesor Lidenbrock. Y los había, y buenos, contra la posibilidad de semejante viaje. ¡Ir al centro de la Tierra! ¡Qué locura! Reservé la dialéctica para el momento oportuno, y me ocupé de la comida.
No referiré las imprecaciones de mi tío ante la mesa sin poner. Todo quedó explicado y se devolvió la libertad a Marthe, que corrió al mercado e hizo todo con tanta diligencia que una hora después mi hambre estaba calmada y recuperaba la conciencia de la situación.
Durante la comida, mi tío estuvo casi alegre; se le escapaban esas bromas de sabio que siempre son inocentes. Tras el postre, me hizo señal de seguirle a su gabinete.
Obedecí. Se sentó en un extremo de su mesa de trabajo y yo en el otro.
—Axel —dijo con una voz bastante dulce—, eres un muchacho muy ingenioso; me has prestado un gran servicio cuando, cansado de luchar, iba a abandonar esta combinación. ¿Adónde me habría llevado mi extravío? Nadie puede saberlo. ¡Nunca olvidaré esto, muchacho, y tendrás tu parte en la gloria que vamos a conquistar!
«Bueno —pensé yo—, está de buen humor; ha llegado el momento de discutir esa gloria».
—Ante todo —prosiguió mi tío—, te recomiendo el más absoluto secreto, ¿me oyes? No faltan envidiosos en el mundo de los sabios, y muchos querrían emprender este viaje, que ni siquiera deben sospechar hasta nuestro regreso.
—¿Cree usted que es tan grande el número de valientes? —dije.
—Desde luego. ¿Quién vacilaría en conquistar semejante fama? Si el documento fuese conocido, un ejército entero de geólogos se precipitaría tras las huellas de Arne Saknussemm.
—De eso sí que no estoy convencido, tío, porque nada prueba la autenticidad de ese documento.
—¡Cómo! ¿Y el libro en que lo hemos descubierto?
—Bueno, concedo que el tal Saknussemm haya escrito esas líneas, pero ¿significa eso que haya realizado de veras ese viaje? ¿No puede encerrar ese viejo pergamino una mistificación?
Casi lamenté haber pronunciado esta última palabra algo aventurada. El profesor frunció sus espesas cejas, y temí haber comprometido la continuación de la charla. Afortunadamente no fue así. Mi severo interlocutor esbozó una especie de sonrisa en sus labios, y respondió:
—Eso es lo que vamos a ver.
—¡Ah! —dije yo, algo molesto—; permítame agotar todas las objeciones relativas a ese documento.
—Habla, muchacho, no te preocupes. Te dejo en total libertad de exponer tus opiniones. Ya no eres mi sobrino, sino mi colega. O sea que adelante.
—Pues bien, ante todo le preguntaría qué son esos Yocul, Sneffels y Scartaris de los que nunca he oído hablar.
—Nada más fácil. Precisamente hace algún tiempo recibí una carta de mi amigo Augustus Peterman, de Leipzig; no podía llegar más oportunamente. Coge el tercer atlas del segundo estante de la biblioteca grande, serie Z, lámina cuatro.
Me levanté y, gracias a sus precisas indicaciones, encontré rápidamente el atlas pedido. Mi tío lo abrió y dijo:
—Éste es uno de los mejores mapas de Islandia, el de Handerson, y creo que va a darnos la solución a todos tus problemas.
Me incliné sobre el mapa.
—Mira esta isla formada por volcanes —dijo el profesor— y observa que todos ellos llevan el nombre de Yocul. Esta palabra quiere decir «glaciar» en islandés, y bajo la elevada latitud de Islandia, la mayoría de las erupciones se abren paso a través de las capas de hielo. De ahí esa denominación de Yocul aplicada a todos los montes ignívomos de la isla.
—Bien —respondí yo—; pero ¿qué es el Sneffels?
Esperaba que no habría respuesta para esta pregunta. Me equivocaba. Mi tío continuó:
—Sígueme por la costa occidental de Islandia. ¿Ves Reikiavik, su capital? Sí. Bien. Remonta los innumerables fiordos de estas orillas roídas por el mar y detente un poco por debajo de los sesenta y cinco grados de latitud. ¿Qué ves ahí?
—Una especie de península semejante a un hueso descarnado, que termina en una enorme rótula.
—La comparación es exacta, muchacho; fíjate, ¿no ves nada sobre esa rótula?
—Sí, un monte que parece haber crecido en el mar.
—¡Bien, eso es el Sneffels!
—¿El Sneffels?
—El mismo, una montaña de cinco mil pies de alta, una de las más notables de la isla, y a buen seguro la más célebre del mundo entero si su cráter conduce al centro del globo.
—Pero ¡eso es imposible! —exclamé yo, encogiéndome de hombros y rebelándome contra semejante suposición.
—¡Imposible! —respondió el profesor Lidenbrock en tono severo—. ¿Y por qué?
—Porque ese cráter evidentemente está obstruido por la lava, las rocas ardientes, y entonces…
—¿Y si es un cráter apagado?
—¿Apagado?
—Sí. El número de volcanes en actividad en la superficie del globo no es actualmente más que de unos trescientos; pero existe una cantidad mucho mayor de volcanes apagados. Y el Sneffels se encuentra entre estos últimos, y desde los tiempos históricos no ha tenido más que una sola erupción, la de 1229; a partir de esa época, sus ruidos se han aplacado poco a poco, y ya no está entre los volcanes activos.
Ante estas afirmaciones positivas yo no tenía nada que responder; por tanto, me volqué sobre los otros puntos oscuros que encerraba el documento.
—¿Qué significa esa palabra de Scartaris —pregunté—, y qué pintan aquí las calendas de julio?
Mi tío se tomó algunos momentos de reflexión. Tuve un instante de esperanza, pero uno solo, porque inmediatamente me respondió en estos términos:
—Lo que tú llamas oscuridad es luz para mí. Eso prueba los ingeniosos cuidados con que Saknussemm ha querido precisar su descubrimiento. El Sneffels está formado por varios cráteres; por tanto, había que señalar el que lleva al centro del globo. ¿Qué hizo el sabio islandés? Observó que aproximadamente en las calendas de julio, es decir, hacia los últimos días del mes de junio, uno de los picos de la montaña, el Scartaris, proyectaba su sombra hasta la abertura del cráter en cuestión, y consignó el dato en su documento. ¿Puede imaginarse una indicación más exacta? Una vez llegados a la cima del Sneffels, ¿tendremos dudas sobre el camino a seguir?
Decididamente mi tío tenía respuesta para todo. Comprendí que era inatacable su interpretación del viejo pergamino. Cesé, pues, de insistir en ese tema, y como ante todo había que convencerle, pasé a las objeciones científicas, que en mi opinión tenían mayor gravedad.
—Está bien —dije—, me veo obligado a admitirlo, la frase de Saknussemm es clara y no puede dejar ninguna duda en la mente. Concedo incluso que el documento parece ser de una total autenticidad. Ese sabio fue al fondo del Sneffels; vio la sombra del Scartaris acariciar los bordes del cráter antes de las calendas de julio; oyó incluso contar, en los relatos legendarios de su época, que ese cráter llegaba al centro de la Tierra; pero en cuanto a que él mismo llegara a hacer el viaje y volviera, si es que se puso en camino, ¡no y cien veces no!
—¿Por qué razón? —dijo mi tío en un tono singularmente burlón.
—Porque todas las teorías de la ciencia demuestran que semejante empresa es impracticable.
—¿Todas las teorías dicen eso? —respondió el profesor, adoptando un aire bonachón—. ¡Ah, condenadas teorías! ¡Cuánta lata van a darnos esas pobres teorías!
Vi que se burlaba de mí, mas pese a ello continué:
—Sí, está perfectamente demostrado que el calor aumenta aproximadamente un grado por cada setenta pies de profundidad bajo la superficie del globo; ahora bien, admitiendo que esta proporción sea constante, y siendo el radio terrestre de mil quinientas leguas, en el centro habrá una temperatura superior a los doscientos mil grados. Por tanto, las materias del interior de la Tierra se encuentran en estado de gas incandescente, porque los metales, el oro, el platino y las rocas más duras no resisten semejante calor. Así pues, tengo derecho a preguntar si se puede penetrar en semejante medio.
—O sea, Axel, que lo que te preocupa es el calor.
—Por supuesto. Si llegamos tan sólo a una profundidad de diez leguas, habremos alcanzado el límite de la corteza terrestre, porque ahí la temperatura ya es superior a mil trescientos grados.
—¿Y tienes miedo a entrar en fusión?
—Le dejo a usted que decida por mí —respondí con humor.
—Pues lo que decido es lo siguiente —replicó el profesor Lidenbrock, adoptando sus gestos ampulosos—: Que ni tú ni nadie sabe con seguridad lo que pasa en el interior del globo, dado que apenas si se conoce la diezmilésima parte de su radio; que la ciencia es eminentemente perfectible, y que cada teoría se ve constantemente rebatida por una teoría nueva. ¿No se creyó hasta Fourier que la temperatura de los espacios planetarios iba disminuyendo siempre, y no se sabe hoy que el máximo frío de las regiones etéreas no supera los cuarenta o cincuenta grados bajo cero? ¿Por qué no había de ocurrir lo mismo con el calor interno? ¿Por qué a cierta profundidad no alcanzaría un límite infranqueable, en lugar de elevarse hasta el grado de fusión de los minerales más refractarios?
Al plantear mi tío la cuestión en el terreno de las hipótesis, no pude responder nada.
—Pues bien, te diré, además, que auténticos sabios, Poisson entre otros, han demostrado que si en el interior del globo existiera un calor de doscientos mil grados, los gases incandescentes procedentes de las materias fundidas adquirirían una elasticidad tal, que la corteza terrestre no podría resistirla, estallando como las paredes de una caldera bajo la presión del vapor.
—Ésa es la opinión de Poisson, tío, y nada más.
—De acuerdo, pero también es opinión de otros geólogos distinguidos que el interior del globo no está formado ni de gas, ni de agua, ni de las piedras más pesadas que conocemos, porque en tal caso la tierra tendría un peso dos veces menor.
—Bah, con las cifras se prueba todo lo que se quiere.
—¿Y no ocurre lo mismo con los hechos, muchacho? ¿No es cierto que el número de volcanes ha disminuido considerablemente desde los primeros días del mundo? Y si existe calor central, ¿no se puede suponer que tiende a debilitarse?
—Tío, si entramos en el campo de las suposiciones, no puedo discutir nada.
—Y debo decirte que refuerza mi opinión la de personas muy competentes. ¿Recuerdas una visita que me hizo el célebre químico inglés Humphry Davy, en mil ochocientos veinticinco?
—No, porque yo vine al mundo diecinueve años después.
—Bueno, Humphry Davy vino a verme a su paso por Hamburgo. Entre otras cuestiones, discutimos durante mucho tiempo la hipótesis de la liquidez del núcleo interior de la Tierra. Estábamos los dos de acuerdo en que tal liquidez no podía existir, por una razón a la que la ciencia nunca ha encontrado respuesta.
—¿Cuál? —pregunté algo asombrado.
—Que esa masa líquida estaría sujeta, como el océano, a la atracción de la Luna, y, por consiguiente, dos veces al día se producirían mareas interiores que, levantando la corteza terrestre, darían lugar a periódicos temblores de tierra.
—Sin embargo, es evidente que la superficie del globo ha estado sometida a la combustión, y podemos suponer que la corteza exterior se enfrió primero, mientras el calor se refugiaba en el centro.
—Falso —respondió mi tío—; la Tierra ha sido calentada por la combustión de su superficie, y no de otro modo. Su superficie estaba compuesta de gran cantidad de metales, como el potasio y el sodio, que tienen la propiedad de inflamarse al solo contacto con el aire y el agua; estos metales ardieron cuando los vapores atmosféricos se precipitaron en forma de lluvia sobre el suelo; y poco a poco, cuando las aguas penetraron en las fisuras de la corteza terrestre, provocaron nuevos incendios con explosiones y erupciones. De ahí que los volcanes fueran tan numerosos en los primeros días del mundo.
—¡Hipótesis muy ingeniosa! —exclamé yo un poco a mi pesar.
—Y que Humphry Davy me demostró, aquí mismo, con un experimento muy simple. Preparó una bola metálica hecha principalmente con los metales que acabo de citar, y que representaba perfectamente nuestro globo; cuando se dejaba caer una fina lluvia en su superficie, ésta se hinchaba, se oxidaba y formaba una pequeña montaña; en su cima se abría un cráter; la erupción se producía y comunicaba a toda la bola un calor tal que resultaba imposible sostenerla en la mano.
Verdaderamente comenzaba a vacilar ante los argumentos del profesor; además, los sostenía con su pasión y entusiasmo habituales.
—Ya ves, Axel —añadió—, el estado del núcleo central ha suscitado diversas hipótesis entre los geólogos; no hay nada menos demostrado que ese calor interno; en mi opinión, no existe, no podría existir; además, lo vamos a ver, y lo mismo que Arne Saknussemm, sabremos a qué atenernos sobre esta gran cuestión.
—Pues bien, sí —respondí yo, sintiendo que me ganaba su entusiasmo—; sí, lo veremos, si es que allí se puede ver algo.
—¿Y por qué no? ¿No podemos contar con fenómenos eléctricos para alumbrarnos, e incluso con la atmósfera que, al acercarse al centro de la Tierra puede volverse luminosa debido a la presión?
—Sí —contesté—, sí, después de todo es posible.
—Es seguro —respondió triunfalmente mi tío—; pero debes guardar silencio, ¿me oyes? Silencio sobre todo esto y que no se le ocurra a nadie la idea de descubrir antes que nosotros el centro de la Tierra.