Axel continúa su relato del descenso al centro de la Tierra explicándonos detenidamente un angustioso suceso que protagonizó, y que estuvo muy cerca de arruinar dramáticamente la expedición de nuestros amigos.
Debo confesarlo: hasta aquel momento las cosas iban bien, y yo no tenía derecho a quejarme. Si la «media» de dificultades no aumentaba, no había razón para que no pudiéramos alcanzar nuestra meta. Y entonces, ¡qué gloria! Había llegado a hacerme estos razonamientos a lo Lidenbrock. En serio. ¿Se debía al medio extraño en que vivía? Puede ser.
Durante algunos días, pendientes más rápidas, algunas incluso de una verticalidad horrible, nos adentraron profundamente en el macizo interno. En ciertas jornadas avanzábamos de legua y media a dos leguas hacia el centro. Eran descensos peligrosos, durante los cuales la destreza de Hans y su maravillosa sangre fría nos fueron muy útiles. Aquel impasible islandés se sacrificaba con una despreocupación incomprensible, y gracias a él conseguimos superar más de un mal paso del que nosotros no habríamos salido solos.
Descenso vertical.
Su mutismo aumentaba día a día. Creo que incluso nos iba invadiendo a nosotros. Los objetos exteriores ejercen una acción real sobre el cerebro. Quien se encierra entre cuatro paredes termina por perder la facultad de asociar las ideas y las palabras. ¡Cuántos prisioneros encerrados en una celda se han vuelto imbéciles, si no locos, por falta de ejercicio de las facultades mentales!
Durante las dos semanas que siguieron a nuestra última conversación, no se produjo ningún incidente digno de ser referido. Sólo encuentro en mi memoria, y con razón, un acontecimiento de gravedad extrema del que me hubiera resultado difícil olvidar el menor detalle.
El 7 de agosto nuestros continuos descensos nos habían llevado a una profundidad de treinta leguas, es decir: sobre nuestra cabeza había treinta leguas de rocas, océano, continentes y ciudades. En aquel momento debíamos estar a doscientas leguas de Islandia.
Ese día el túnel seguía un plano poco inclinado.
Yo marchaba en cabeza. Mi tío llevaba uno de los dos aparatos de Ruhmkorff y yo el otro. Yo examinaba las capas de granito.
De pronto, al volverme, me di cuenta de que estaba solo.
«Bueno —pensé—, quizás he caminado demasiado deprisa, o bien Hans y mi tío se han detenido en el camino. Vamos, tengo que reunirme con ellos. Afortunadamente el camino no es demasiado empinado».
Volví sobre mis pasos. Caminé durante un cuarto de hora. Busqué: nadie; llamé: no hubo respuesta; mi voz se perdió en medio de los ecos cavernosos que súbitamente despertó.
Empecé a sentirme inquieto. Un estremecimiento recorrió todo mi cuerpo.
—Hay que tener calma —dije en alta voz—. Estoy seguro de volver a encontrar a mis compañeros. ¡No hay otro camino! Por tanto, si yo iba delante, volvamos hacia atrás.
Subí durante una media hora. Escuché por si me buscaban, ya que en aquella atmósfera tan densa, su llamada podía llegarme desde muy lejos. Un silencio extraordinario reinaba en la inmensa galería.
Me detuve. No podía creer en mi soledad. Prefería estar extraviado, no perdido. Al primero se le encuentra.
—Veamos —repetí—, puesto que sólo hay un camino y ellos lo siguen, debo alcanzarlos. Bastará con seguir subiendo. A menos que, al no verme, y olvidando que yo iba delante, se les haya ocurrido la idea de retroceder. Pues bien, en tal caso, dándome prisa, los encontraré. ¡Es evidente!
Repetí estas últimas palabras como un hombre que no está convencido. Además, para asociar estas ideas tan simples y reunirlas en forma de razonamiento, hube de emplear un tiempo muy largo.
Entonces una duda se apoderó de mí. ¿Iba yo delante? Desde luego, Hans me seguía, precediendo a mi tío. Se había detenido incluso durante algunos instantes para colocarse sus bultos a las espaldas. Me acordé de ese detalle. En ese mismo momento yo había continuado mi camino.
«Además —pensé—, tengo un medio seguro de no extraviarme; un hilo para guiarme en este laberinto y que no podría romperse: mi fiel riachuelo. No tengo más que remontar su curso, y forzosamente encontraré las huellas de mis compañeros».
Este razonamiento me reanimó, y resolví ponerme de nuevo en marcha sin perder un instante.
¡Cómo bendije entonces la previsión de mi tío al impedir al cazador taponar el agujero hecho en la pared de granito! De este modo, aquel manantial bienhechor, después de haber apagado nuestra sed durante el camino, iba a guiarme a través de las sinuosidades de la corteza terrestre.
Antes de seguir subiendo, pensé que una ablución me proporcionaría algún bienestar.
Me agaché, pues, para hundir mi frente en el agua del Hans-bach.
¡Y cuál no sería mi estupefacción!
¡Estaba pisando un granito seco y pedregoso! ¡El riachuelo ya no corría a mis pies!