Axel, el joven sobrino del profesor Lidenbrock, hace casualmente un inesperado descubrimiento en torno al texto escrito en alfabeto rúnico que acaban de descubrir en un viejo libro. El joven se debate en un mar de dudas sobre qué hacer con su sorprendente hallazgo.
—¿Se ha marchado? —exclamó Marthe, acudiendo al ruido de la puerta de la calle, que, cerrada con violencia, acababa de sacudir toda la casa.
—¡Sí —respondí yo—, se ha marchado!
—¡Vaya! ¿Y su comida? —dijo la vieja sirvienta.
—No comerá.
—¿Y su cena?
—No cenará.
—¿Cómo? —dijo Marthe juntando las manos.
—No, querida Marthe, no volverá a comer, ni nadie en la casa. Mi tío Lidenbrock nos pone a todos a dieta hasta que haya descifrado un viejo libro de magia que es absolutamente indescifrable.
—¡Jesús! ¿Nos vamos a tener que morir de hambre?
No me atreví a confesar que, con un hombre tan inflexible como mi tío, era un destino inevitable.
La vieja sirvienta, seriamente alarmada, volvió a su cocina gimoteando.
Cuando me quedé solo, se me ocurrió la idea de ir a contarle todo a Graüben. Pero ¿cómo dejar la casa? El profesor podía regresar de un momento a otro. ¿Y si me llamaba? ¿Y si quería volver a empezar aquel trabajo logogrífico, que en vano habrían propuesto al viejo Edipo? Y si yo no respondía a su llamada, ¿qué ocurriría?
Lo más prudente era quedarse. Precisamente un mineralogista de Besançon acababa de enviarnos una colección de geodas silíceas que había que clasificar. Me puse a la tarea. Escogí, etiqueté, y dispuse en su vitrina todas aquellas piedras huecas en cuyo interior se agitaban pequeños cristales.
Pero esta ocupación no me absorbía. El asunto del viejo documento no dejaba de preocuparme extrañamente. Mi cabeza hervía y me sentía dominado por una vaga inquietud. Tenía el presentimiento de una catástrofe próxima.
Al cabo de una hora, mis geodas estaban ordenadas. Me dejé caer entonces en el gran sillón de Utrecht, con los brazos colgando y la cabeza hacia atrás. Encendí mi pipa de larga boquilla curvada, cuya cazoleta esculpida representaba una náyade tendida con indolencia; luego me divertí siguiendo los progresos de la carbonización, que poco a poco hacía de mi náyade una negra autentica. De vez en cuando escuchaba si algún paso sonaba en la escalera. Pero no. ¿Dónde podía estar mi tío en aquel momento? Me lo imaginaba caminando bajo los hermosos árboles del camino de Altona, gesticulando, golpeando la tapia con su bastón, azotando las hierbas con brazo violento, decapitando los cardos y perturbando el reposo de las cigüeñas solitarias.
¿Regresaría triunfante o desalentado? ¿Quién vencería a quién, el secreto a él o él al secreto? Me hacía estas preguntas y, maquinalmente, cogí entre mis dedos la hoja de papel sobre la que se extendía la incomprensible serie de letras trazadas por mí. Me repetía: «¿Qué significa esto?».
Traté de agrupar aquellas letras de modo que formaran palabras. ¡Imposible! Aunque las reuniera de dos en dos, de tres en tres, de cinco en cinco o de seis en seis, no resultaba nada que fuera inteligible. Las letras decimocuarta, decimoquinta y decimosexta formaban la palabra inglesa ice. Las letras octogésima cuarta, la octogésima quinta y octogésima sexta formaban la palabra sir. Finalmente, en el cuerpo del documento, y en la tercera línea, observé también las palabras latinas rota, mutabile, ira, nec, atra.
«Diablos —pensé—, estas últimas palabras parecen dar la razón a mi tío respecto a la lengua del documento. E incluso en la cuarta línea llegué a ver la palabra luco, que se traduce por “bosque sagrado”. Cierto que en la tercera línea se leía la palabra tabiled, de naturaleza perfectamente hebraica, y en la última los vocablos mer, arc, mère, que son claramente franceses».
¡Era para volverse loco! ¡Cuatro idiomas diferentes en aquella frase absurda! ¿Qué relación podía existir entre las palabras «hielo, señor, cólera, cruel, bosque sagrado, cambiante, madre, arco o mar»? Sólo la primera y la última podían relacionarse con facilidad: no resultaba sorprendente que en un documento escrito en Islandia se hablase de un «mar de hielo». Pero de ahí a comprender el resto del criptograma había un abismo.
Así pues, me debatía contra una dificultad insoluble; mi cerebro ardía, mis ojos parpadeaban sobre la hoja de papel; las ciento treinta y dos letras parecían revolotear a mi alrededor, como esas lágrimas de plata que se deslizan en el aire alrededor de nuestra cabeza, cuando la sangre sube a ella con violencia.
Era presa de una especie de alucinación: me ahogaba, necesitaba aire. Maquinalmente me abaniqué con la hoja de papel, cuyos dos lados se ofrecieron sucesivamente a mi mirada.
¡Cuál no sería mi sorpresa cuando, en una de aquellas vueltas rápidas, en el momento en que la cara se volvía hacia mí, creí ver aparecer palabras perfectamente legibles, palabras latinas, entre otras, craterem y terrestre!
De pronto la luz se hizo en mi cerebro; aquellos únicos indicios me hicieron vislumbrar la verdad; había descubierto la clave del cifrado. Para comprender el documento no era necesario siquiera leerlo a través de la hoja del revés. No. Tal como estaba, tal como me había sido dictado, podía ser leído de corrido. Todas las ingeniosas combinaciones del profesor se materializaban. Había acertado en la disposición de las letras y en la lengua del documento. ¡Le había faltado «nada» para poder leer de cabo a rabo aquella frase latina, y ese «nada» acababa de proporcionármelo el azar!
¡Se comprenderá mi emoción! Mis ojos se enturbiaron. No podía servirme de ellos. Había extendido la hoja de papel sobre la mesa. Me bastaba echar una ojeada para convertirme en poseedor del secreto.
Por fin conseguí calmar mi agitación. Me impuse la obligación de dar dos vueltas a la habitación para aplacar mis nervios, y volví a hundirme en el amplio sillón.
«Leamos», me dije, tras haber llenado mis pulmones con una abundante provisión de aire.
Me incliné sobre la mesa, puse sucesivamente mi dedo en cada letra y sin detenerme, sin vacilar un instante, pronuncié en alta voz la frase entera.
Mas ¡qué asombro, qué terror me invadió! Al principio quedé como herido por un golpe súbito. ¡Cómo! ¡Lo que acababa de saber se había realizado! Un hombre había tenido suficiente audacia para penetrar…
—¡Ah! —exclamé dando un salto—. ¡No, no, mi tío no lo sabrá! ¡Sólo faltaría que llegara a conocer semejante viaje! ¡Querría probar él también! Nada podría detenerle. ¡Un geólogo tan decidido! ¡Partiría a pesar de todo, a despecho de todos! ¡Y me llevaría con él, y no volveríamos! ¡Nunca, nunca!
Me hallaba en un estado de sobreexcitación difícil de describir.
—¡No, no, no será! —dije con energía—, y puesto que puedo impedir que semejante idea llegue a la mente de mi tirano, lo haré. Dando y dando vueltas a este documento podría descubrir por azar la clave. Lo destruiré.
Había restos de fuego en la chimenea. Cogí no sólo la hoja de papel, sino el pergamino de Saknussemm; con mano febril iba a arrojar todo sobre los carbones y reducir a nada aquel peligroso secreto cuando se abrió la puerta del gabinete. Apareció mi tío.