La vida en la cabaña del Viejo de los Alpes sigue apacible para las niñas, pero no tanto para Pedro, que busca la forma de reclamar la atención de Heidi cometiendo una mala acción por la que se ve torturado por la culpa. Sin embargo, esta mala acción trae como consecuencia inesperada facilitar que Clara pueda avanzar más rápido con sus intentos de caminar por sí sola.
A la mañana siguiente, el Viejo de los Alpes salió de la cabaña aún más temprano que de costumbre para examinar el cielo y ver cómo se presentaba el día. Un resplandor anaranjado aparecía por detrás de las cimas lejanas. Un viento fresco mecía las ramas de los abetos: el sol iba a salir. El Viejo permaneció algún tiempo inmóvil, contemplando con recogimiento la aparición del día. Después de las altas cumbres, fueron las colinas las que se vieron coronadas de una transparente claridad, los sombríos vapores del valle se disiparon, absorbidos por una luz rosada, y pronto, desde las cimas al llano, todo resplandeció sumido en una luz flotante. El sol había salido.
El abuelo sacó el sillón de ruedas del cobertizo, lo llevó ante la puerta y allí lo dejó; luego subió a despertar a las niñas y a decirles que había amanecido un día hermoso.
En aquel momento Pedro aparecía en lo alto del sendero. Las cabras no iban, como habitualmente, a su lado, sino que, aterradas, corrían de un lado a otro, pues a cada momento el pastorcillo cortaba el aire con su látigo y los animales rehuían los golpes. Pedro había llegado al colmo de la cólera y de la desesperación. Desde hacía dos semanas no había tenido a Heidi sólo para él, como de costumbre. Desde el amanecer, cuando subía a los Alpes, hallaba a la niña forastera instalada en su sillón de ruedas y acompañada de Heidi. Al atardecer, cuando volvía, el sillón y la enferma estaban bajo los abetos, y Heidi tan cerca de la inválida como por la mañana. La niña no le había acompañado una sola vez a los prados en todo el estío. Hoy quería subir, pero en compañía del sillón y de la forastera, y sólo se ocuparía de ésta durante todo el día. Esta perspectiva le llevaba al colmo del resentimiento. Al advertir el sillón irguiéndose orgullosamente sobre sus ruedas, Pedro lo miró como al enemigo causante de todos sus males. Dirigió una mirada en torno suyo: todo estaba silencioso y no se veía un alma. Entonces se abalanzó como una fiera sobre el objeto de su furor y le imprimió una sacudida tan violenta hacia la parte de la escarpada pendiente que el sillón se deslizó sobre sus ruedas y desapareció en un instante. De pronto, como si también él hubiera tenido ruedas en los pies, echó a correr hacia la montaña, por la que trepó raudamente. No se detuvo hasta tropezar con unos zarzales donde pudo ocultarse completamente. No estaba dispuesto a que el Viejo lo viera. Él, sin embargo, protegido por las breñas, podía contemplar la montaña de arriba abajo y ocultarse más aún, apenas el Viejo hiciera su aparición. Así lo hizo y vio que, lejos, a lo largo de la pendiente, rodaba su enemigo con una rapidez progresiva. Dio dos o tres vueltas de campana, después un gran salto al hallar un obstáculo en el camino, otras vueltas más, y se precipitó definitivamente hacia su fin.
En su carrera iba dejando una estela de fragmentos: los brazos, el respaldo, los cojines. Al ver esto, Pedro experimentó tan inmensa alegría, que dio un gran salto y se echó a reír para dar rienda suelta a su regocijo. Después volvió a su refugio para seguir espiando. Nuevas carcajadas y nuevos saltos de alegría. Pedro enloquecía de placer contemplando la destrucción de su enemigo. Preveía lo que iba a pasar: ahora que la forastera carecería de medio de transporte, se vería precisada a partir. Heidi estaría de nuevo sola, la acompañaría a los campos y la tendría para él por la mañana y por la tarde, hasta la hora de regresar a la cabaña, por lo cual todo volvería a su natural estado. Mas Pedro no calculaba lo que sucede después de haber cometido una mala acción.
Heidi fue la primera en salir de la cabaña y se dirigió rápidamente hacia el cobertizo, seguida del abuelo, que llevaba a Clara en brazos. La puerta del cobertizo estaba completamente abierta, las dos tablas habían sido apartadas y la luz del día penetraba hasta los más profundos rincones. Heidi miró en todas direcciones y después volvió al lado del abuelo con rostro en el que se dibujaba el más profundo asombro. El Viejo avanzó a su vez.
—¿Qué significa esto? ¿Eres tú, Heidi, la que te has llevado el sillón?
—No, abuelito. No lo encuentro por ninguna parte, a pesar de que dijiste que estaba en la puerta del cobertizo —repuso la niña mirando en todas direcciones.
A todo esto, el viento había adquirido mayor violencia y comenzó a sacudir las puertas del cobertizo.
—Abuelito, ha sido el viento —exclamó Heidi—. ¡Oh, si se hubiera llevado el sillón de Clara a Dörfli, tardaríamos mucho tiempo en volverlo a traer y ya no podríamos ir a los prados porque sería demasiado tarde!
—Si ha llegado a Dörfli, no podremos encontrarlo de ninguna manera, porque se habrá hecho mil pedazos —dijo el abuelo avanzando para examinar la pendiente—. Es curioso —añadió midiendo con la mirada el trayecto que debía de haber recorrido el sillón para dar la vuelta a la cabaña.
—¡Oh, qué desgracia, ya no podremos ir hoy, y acaso jamás, a los campos de pastos! —exclamó Clara, desolada—. Indudablemente será preciso que me vuelva a casa, puesto que no tengo el sillón. ¡Qué desdicha, qué desdicha!
Pero Heidi levantó hacia el Viejo sus ojos llenos de confianza y dijo:
—¿Verdad, abuelito, que tú inventarás cualquier cosa para que Clara no tenga necesidad de volver en seguida a su casa, como ella cree?
—Por hoy, iremos a los campos como nos lo habíamos propuesto. En cuanto a lo demás, ya veremos lo que sucede.
Las niñas dieron rienda suelta a su alegría.
El Viejo entró en la cabaña y salió con unos cuantos chales que extendió cerca del muro y puso sobre ellos a Clara. Después fue en busca de la leche para que se desayunaran las niñas e hizo salir a Blanquita y Diana del establo.
—¿Por qué tardará tanto nuestro general? —dijo el Viejo como hablando consigo mismo, pues no había oído todavía el silbido del muchacho.
—Desde hoy —dijo poniéndose en marcha— las cabras vendrán con nosotros.
Heidi no podía desear cosa mejor. Un brazo en torno del cuello de Blanquita y rodeando con el otro el de Diana, corría alegremente detrás del abuelo; las cabras se mostraban tan contentas de ir de nuevo en su compañía, que la estrujaban a fuerza de estrecharse contra ella.
Al llegar a lo alto vieron de pronto a las cabras que pacían tranquilamente y a Pedro que estaba tumbado entre ellas.
—Otra vez te enseñaré a que silbes cuando pases. ¿Qué significa esto? —exclamó el Viejo.
Apenas oyó esta voz tan conocida, Pedro se puso en pie apresuradamente.
—Nadie se había levantado todavía —repuso.
—¿Has visto el sillón? —preguntó el Viejo.
—¿Qué sillón? —repuso Pedro con tono áspero.
El Viejo no dijo nada. Extendió los chales al sol, instaló sobre ellos a Clara y le preguntó si se encontraba bien.
—Tan bien como en el sillón —repuso la niña en tono agradecido—. No hay en el mundo lugar más bello que éste. ¡Qué hermoso es esto, Heidi, qué hermoso! —añadió lanzando una mirada en torno suyo.
El abuelo se dispuso a regresar. Dijo a las niñas que no tenían que hacer sino divertirse todo cuanto pudieran durante el día. Cuando fuera hora, Heidi iría a buscar la comida en el saquito que él había colocado en un alto rincón protegido por la sombra.
Pedro les daría tanta leche como quisieran, pero Heidi debía tener cuidado de que la leche fuera de Blanquita. En cuanto a él, volvería al atardecer, pero, ante todo, era preciso que fuera en busca del sillón.
El cielo era de un azul profundo, sin que ninguna nube lo empañara. En los ventisqueros cercanos veíanse brillar millares de estrellas de oro y plata. Las grises rocas se erguían orgullosamente dominando todo el valle. El ave de rapiña cruzaba los aires, y la brisa de los Alpes, barriendo las altas cimas, se deslizaba deliciosamente sobre la montaña soleada. Las niñas experimentaban un bienestar indecible. De vez en cuando, una de las cabritas se acercaba y se tendía junto a ellas. La que con más frecuencia hacía esto era la cariñosa Blancanieves; se frotaba contra Heidi y no se habría separado de ella jamás, de no ir a empujarla otra cabra. De esta forma, Clara fue conociendo a todas las cabras y aprendió a no confundir una con otra observando la fisonomía y las maneras propias de cada una de ellas. Las cabras, a su vez, se familiarizaban tanto con Clara que continuamente se acercaban a ella y frotaban su cabeza contra el hombro de la niña, como prueba de amistad y de afecto.
Algunas horas transcurrieron así. De pronto Heidi tuvo la idea de ir hacia donde estaban las flores a ver si había muchas, si estaban completamente abiertas y si olían tan bien como en el verano anterior. Para poder ir con Clara era preciso esperar a que el Viejo volviera al atardecer, pero entonces quizá ya todas las flores hubieran cerrado sus corolas. El deseo de verlas se hizo en Heidi irresistible hasta el punto de que dijo sin vacilación:
—¿No te incomodarás, Clara, si te dejo un momento sola para ir allá arriba? ¡Me gustaría tanto volver a ver las flores! Espérate…
Heidi había tenido una idea. Se separó un poco de la enferma arrancó unos manojos de hierba y, cogiendo por el cuello a Blancanieves, la condujo al lado de Clara.
—Entre tanto, no estarás sola —le dijo Heidi obligando a Blancanieves a que se echara al lado de la niña.
La cabra comprendió lo que se le ordenaba y obedeció. Después Heidi echó la hierba sobre el regazo de Clara y, ésta, llena de regocijo, dijo a Heidi que podía irse a ver las flores y permanecer ausente tanto tiempo como quisiera. Nada tan delicioso para ella como quedarse sola con la cabrita. Heidi se alejó rápidamente y Clara comenzó a ofrecer a Blancanieves la hierba, brizna a brizna. La cabra se familiarizó tan pronto con la enferma que se pegó a ella y fue comiendo lentamente en su mano la hierba que ésta le daba. Se veía bien claro que se sentía feliz de poder permanecer tranquilamente y bajo una buena protección, pues hallándose entre sus compañeras estaba siempre expuesta a toda clase de persecuciones por parte del muchacho. En cuanto a Clara, le parecía encantador hallarse sentada en la montaña, sola con una tímida cabrita que tenía necesidad de su protección. En ella se despertó, de pronto, un vivo anhelo de ser libre, de poder ayudar a los demás en lugar de ser tan sólo ayudada por ellos. En su mente surgían ideas que jamás había tenido de niña, experimentaba un desconocido deseo de continuar viviendo bajo el sol y de poder hacer a alguien tan feliz como en aquel momento estaba haciendo a Blancanieves.
Un nuevo placer henchía su corazón como si advirtiera que todo podía ser más bello de lo que había sido hasta entonces; y sintió una vaga y desconocida felicidad que la movía a exclamar abrazando a Blancanieves:
—¡Oh, cabrita querida, qué bello es esto! ¡Si pudiera vivir siempre aquí!
Entre tanto, Heidi había llegado al punto donde crecían las flores. Lanzó un grito de alegría. Toda la pendiente estaba cubierta de un tapiz de oro: era el diente de león. Debajo de éste, las campanillas de un azul intenso y un perfume exquisito y penetrante saturaban la atmósfera como si se hubiera echado incienso sobre los pastos. Este aroma era producido por las orquídeas silvestres, las cuales asomaban modestamente su cabecita entre las doradas corolas. Heidi contemplaba las flores y respiraba profundamente su perfume. Después, de súbito, volvió sobre sus pasos y llegó al lado de Clara sin aliento y llena de una viva excitación.
—¡Oh, es preciso que vengas! —exclamó, apenas la divisó desde lejos—. ¡Son tan bellas! Podría llevarte, ¿quieres?
Clara contempló a Heidi, estupefacta, y después movió la cabeza negativamente:
—No, no, Heidi, tú eres mucho más pequeña que yo. Sin embargo, ¡si pudiera ir!
Entonces Heidi dirigió en torno suyo una mirada escrutadora. Sin duda había tenido una nueva ocurrencia. En los altos campos de pastos, sentado en el mismo sitio donde antes estuviera echado, Pedro contemplaba fijamente a las niñas. Dos horas hacía que estaba allí sin moverse y casi sin pestañear, como si no pudiese comprender lo que sucedía. Aquella misma mañana había destruido el sillón, su enemigo, para que todo concluyera y la forastera no pudiera moverse de la cabaña, y he aquí que, de pronto, había aparecido en lo alto del monte, pues estaba realmente allí, sentada sobre la hierba y al lado de Heidi.
Era imposible. Sin embargo, no hacía sino mirar y mirar y siempre veía lo mismo. Heidi lo divisó también.
—Baja, Pedro —exclamó en tono imperativo.
—No —replicó él.
—Sí, es preciso que bajes. No puedo hacerlo sola, necesito que me ayudes. Ven en seguida.
—Yo no voy.
Entonces Heidi echó a correr hacia la altura donde Pedro se hallaba y, deteniéndose a mitad del camino, le apostrofó con ojos centelleantes:
—Pedro, si no vienes en seguida, te aseguro que vas a acordarte de mí.
Estas palabras produjeron a Pedro una gran angustia. Había cometido una mala acción que nadie debía saber. Hasta entonces no había sentido por ello sino alegría. Pero Heidi le hablaba como si estuviera enterada de todo. Y si estaba enterada, podía contárselo al abuelo. Esto último sería para Pedro el mayor terror. ¡Si el abuelo supiera lo que le había sucedido al sillón de ruedas! Lleno de pánico se levantó y se acercó a Heidi.
—Iré, pero no digas nada —dijo en tono sumiso y temeroso para que Heidi se compadeciese de él.
—No, no diré nada —repuso para tranquilizarle—. Ven conmigo y no temas, que nada malo va a sucederte.
Cuando estuvieron al lado de Clara, Heidi organizó la ejecución del proyecto: Pedro por un lado, y ella por otro, debían coger firmemente el cuerpo de Clara para levantarla. Hasta aquí la cosa iba bien, pero entonces venía lo difícil. Puesto que Clara no podía mantenerse en pie, ¿cómo podrían sostenerla y hacerla andar? Heidi era demasiado pequeña para que su brazo le sirviera de apoyo.
—¡Cógeme bien fuerte del cuello! —dijo—. Ahora pasa el otro brazo por el de Pedro y apóyate con todas tus fuerzas. De esa forma podremos llevarte.
Clara hizo lo que Heidi le ordenaba. Pero Pedro, que nunca había dado el brazo a nadie, lo mantenía rígido a lo largo de su cuerpo, como un bastón.
—No se hace así, Pedro —dijo Heidi con firmeza—. Dobla el brazo. Clara pasará el suyo por él apoyándose firmemente. Tú no debes soltarla por nada del mundo. Así avanzaremos bien.
De este modo lo hicieron. Sin embargo, no avanzaban tan fácilmente como ella creyera. Clara no tenía ligereza ninguna, y sus puntos de apoyo, el uno demasiado bajo y el otro demasiado alto, le servían de muy poco. De vez en cuando, Clara intentaba mantenerse sobre sus pies, mas en seguida los retiraba del suelo uno tras otro.
—Pisa una vez con toda tu fuerza —le propuso Heidi— y verás como después el daño es menor.
—¿Tú crees? —replicó Clara vacilante.
Sin embargo, obedeció y pisó firmemente con un pie, después con el otro, aunque no sin lanzar gritos de dolor. Inmediatamente hizo la prueba otra vez y exclamó llena de gozo:
—¡Oh, ahora ya no me hace tanto daño!
—Prueba otra vez —la apremió Heidi.
Clara lo hizo una vez más, luego otra, y otra después. De pronto exclamó:
—¡Ya puedo, Heidi, ya puedo! ¡Mira, mira! ¡Puedo andar!
Esta vez fue Heidi la que lanzó un grito de alegría.
—¡Oh! ¿De verdad puedes andar? ¿Es cierto que puedes andar sola? ¡Oh, si el abuelo estuviera aquí! ¡Ya puedes andar, Clara, ya puedes andar! —repetía Heidi una y otra vez.
Bien es verdad que Clara se apoyaba firmemente en sus acompañantes, pero no es menos cierto que cada vez sus piernas adquirían una mayor firmeza. Los tres lo advirtieron así y Heidi se sentía desbordante de felicidad.
—Ahora podremos venir todos los días a los prados y pasear por donde queramos —exclamó—. Y de ahora en adelante podrás marchar como yo, sin necesidad de sillón de ruedas, porque ya estás completamente curada. ¡Oh, no podía suceder nada mejor!
Clara compartía de todo corazón la alegría de Heidi, pues tampoco podía haber para ella felicidad mayor que la de recobrar su salud para ir por todas partes, como los demás, en vez de pasarse el día sepultada en el fondo de un sillón de inválidos. No era largo el camino que les separaba de la pendiente florida. Se veía a lo lejos el brillo dorado del diente de león bajo los reflejos del sol. En seguida llegaron al campo de las campanillas, cuyo tapizado suelo invitaba a hacer alto.
—¿Podremos sentarnos aquí? —preguntó Clara.
Éste era el deseo de Heidi. Los niños se instalaron en medio de las flores y Clara se sentó por primera vez sobre el fresco césped, lo cual le causó una sensación de bienestar inefable. En torno de ellos se balanceaban las campanillas azules, la hierba de oro y el diente de león. Por todas partes se expandía el penetrante perfume de las flores silvestres. ¡Qué hermoso era todo aquello! La misma Heidi nunca había experimentado tan deliciosa sensación de belleza. La niña no sabía por qué llenaba su corazón un placer tan grande, tan inmenso, que le daba deseos de gritar. Después, de pronto, acordándose de que Clara estaba curada, comprendió que esto era mucho más hermoso todavía. Clara permanecía silenciosa ante las hermosas perspectivas que le presentaba el porvenir. Su dicha era tan grande que casi no le cabía en el corazón; el brillo del sol y el perfume y el encanto de las flores contribuía a sumirla en el mutismo más completo.
También Pedro estaba silencioso e inmóvil entre las perfumadas flores, pues se había dormido profundamente.
En aquel lugar, protegido por las rocosas montañas, soplaba suavemente el viento y producía un tenue rumor entre los zarzales. De vez en cuando, Heidi dejaba su sitio y corría de aquí para allá; siempre hallaba un rincón más bello que los otros y se sentaba en todas partes donde juzgaba que las flores eran más abundantes o que su perfume era más exquisito para que la brisa lo llevara a oleadas sobre ella.
Así se deslizaron las horas. El sol estaba ya muy lejos del cénit cuando un grupo de cabras apareció a cierta distancia avanzando gravemente hacia la florida ladera. No era aquel su campo de pastos habitual. Nunca se las llevaba allí porque no les gustaban las flores. Parecían llegar en comisión, con Cascabel a la cabeza, y buscaban evidentemente a sus guardianes, los cuales, tan largamente y contra las leyes establecidas, las habían abandonado, pues las cabras sabían distinguir muy bien los diferentes momentos del día. Al ver en medio de las flores lo que buscaban, Cascabel baló sonoramente, mientras las otras le hacían coro, y al fin todo el tropel de cabras, balando desesperadamente, se dirigió a galope hacia las niñas. Pedro despertó entonces, pero tuvo que frotarse los ojos fuertemente, pues había soñado que el sillón estaba de nuevo ante la cabaña, más intacto que nunca y, aun despierto, había visto las tachuelas doradas brillar al sol. Pero pronto se dio cuenta de que no había tales tachuelas, sino que se trataba de las florecillas amarillas que salpicaban el césped. Al mismo tiempo, la angustia que había experimentado durante sus sueños al ver el sillón intacto, resurgió en él con más fuerza que antes. A pesar de que Heidi le prometió no decir nada al Viejo, Pedro sentía el temor de que cualquier otro lo descubriera. Así, pues, se mostró muy amable y obediente e hizo todo cuanto Heidi le ordenaba.
De vuelta a los prados, Heidi se apresuró a ir en busca del saquito de la comida y se dispuso a cumplir la promesa, pues al amenazar a Pedro sólo había querido decir que lo dejaría sin comida. Al ver, por la mañana, los manjares exquisitos que el abuelo había puesto en el saquito, a Heidi la complació la idea de que una parte de ellos sería para Pedro. Mas en vista de su obstinación, quiso darle a entender que no probaría aquellas cosas tan ricas, cosa que Pedro interpretó de modo muy diferente. Heidi vació el contenido del saquito y trozo a trozo formó tres pilas iguales. Viendo lo altas que eran, exclamó con alegría:
—¡Además, Pedro tendrá todo lo que a nosotras nos sobre!
Después dio sus dos raciones a sus dos compañeros y se sentó con la suya al lado de Clara. Los tres comieron con gran apetito a causa del inusitado ejercicio realizado aquella mañana. Llegó, sin embargo, lo que Heidi había previsto. Cuando a Clara y a ella se les había terminado el apetito, quedaba todavía una segunda ración para Pedro, tan abundante como la primera. Éste se lo comió todo en silencio y aún recogió las migajas, pero no mostró su habitual satisfacción. Algo pesaba en su estómago y le oprimía la garganta a cada bocado.
Habían comenzado a comer tan tarde, que poco después vieron aparecer al abuelo, que acudía en su busca. Heidi corrió a su encuentro. Quería ser la primera en contar al Viejo lo que había sucedido, pero su gozo era tan grande que apenas halló las palabras precisas para explicarle el hecho. Éste, sin embargo, comprendió en seguida lo que la niña quería decirle, y un vivo placer iluminó su rostro. Apresuró el paso y llegó junto a Clara, a la que dijo sonriendo gozosamente:
—¿Te has atrevido al fin? Pues entonces la victoria es nuestra.
Después la ayudó a levantarse y, poniéndola de pie, la rodeó con el brazo izquierdo y le tendió el firme apoyo de la mano derecha. Clara anduvo todavía con más seguridad que antes. Heidi comenzó a dar saltos en torno de ella mientras lanzaba exclamaciones de gozo. En cuanto al abuelo, hubiérase dicho que la suprema felicidad se había adueñado de él.
Pero de pronto se detuvo y, tomando a Clara en sus brazos, le dijo:
—Para ser la primera vez, ya está bien. Por otra parte, es ya hora de regresar a la cabaña.
Después se puso inmediatamente en camino considerando que Clara ya había hecho bastante ejercicio y necesitaba reposo.
Más tarde, cuando Pedro volvió a Dörfli con sus cabras, halló cerca del camino un numeroso grupo de gente que se empujaban mutuamente para ver mejor lo que había en el centro del corro. Pedro, como es natural, quiso también saber de qué se trataba. A empujones y codazos, se colocó en primera fila.
Y vio:
Sobre la hierba, la parte central del sillón de ruedas, del cual pendía todavía un trozo del respaldo. El cojín rojo y las tachuelas brillantes testimoniaban todavía su pasado.
—Yo vi cuando lo subían —dijo el panadero, que estaba al lado de Pedro—. Valía lo menos quinientos francos. Me apuesto cualquier cosa. Lo que yo quisiera saber es cómo ha sucedido la catástrofe.
—El Viejo dice que fue tal vez el viento que lo empujó —observó Barbel, que no se cansaba de admirar el bello terciopelo rojo.
—Menos mal que no lo hizo una persona —añadió el panadero—, porque ¡pobre de ella! En cuanto el señor de Francfort se entere, pondrá seguramente en movimiento la policía para hacer averiguaciones. Por mi parte estoy muy satisfecho de no haber puesto los pies en los Alpes desde hace dos años, pues las sospechas recaerán sobre cualquiera que estuviera en la montaña en el momento del accidente.
Otras opiniones se dieron respecto del asunto, pero Pedro no necesitaba oír más. Se deslizó furtivamente por entre el gentío y echó a correr hacia la montaña con todas sus fuerzas, como si alguien lo persiguiese. Las palabras del panadero le inspiraban un profundo terror. De un momento a otro podía llegar de Francfort un policía para entender en el asunto, y si se descubría que había sido él el autor, lo esposarían y lo meterían en la cárcel. Esta perspectiva erizaba a Pedro los cabellos. Llegó a su casa aterrado.
No respondió a las preguntas que se le hacían, rehusó su ración de patatas, se fue hacia el lecho y se hundió en él para ahogar sus gemidos entre las sábanas.
—Pedro debe de haber comido otra vez acederas y le deben de haber sentado mal —dijo Brígida oyéndole suspirar.
—Es preciso que se lleve un poco más de pan. Mañana dale un trozo del mío —dijo la abuela compasivamente.
Aquella misma noche, cuando las niñas contemplaban desde sus camitas el cielo estrellado, Heidi dijo a Clara:
—¿No se te ha ocurrido pensar hoy cuán conveniente es que Dios no nos conceda las cosas en seguida que las pedimos, pues él sabe muy bien lo que nos conviene?
—¿Por qué dices eso, Heidi? —preguntó Clara.
—Porque cuando estaba en Francfort no cesaba de rogarle que me permitiera volver en seguida a casa y, como no pude hacerlo inmediatamente, creí que Dios no me había escuchado. Pero he aquí que si yo hubiera dejado Francfort cuando se lo pedí, tú no habrías venido a los Alpes ni te habrías curado.
Clara quedó pensativa.
—Entonces, Heidi, no debemos pedir nunca a Dios, puesto que Él sabe muy bien lo que nos conviene y qué es lo que debe darnos.
—¡Oh, no, Clara! —replicó Heidi—. Debemos rogar a Dios todos los días, pidiéndole muchas, muchísimas cosas, para demostrarle que no olvidamos que sólo Él puede concedérnoslas. Si no recibimos en seguida lo que solicitamos no debemos considerar que Dios no nos ha escuchado. Por el contrario, es preciso decir: «Dios mío, yo sé que tú me darás alguna cosa mejor y me complace mucho que arregles las cosas tan bien».
—¿Cómo se te ha ocurrido pensar en eso, Heidi? —preguntó Clara.
—Me lo explicó la abuela de Francfort en primer lugar y, como al fin ha sucedido lo que ella dijo, he sabido que ello es verdad. Así, pues, opino —dijo Heidi incorporándose en el lecho— que debemos dar gracias a Dios con mayor fervor por el gran bien que nos ha hecho permitiendo que volvieras a andar.
—Sí, Heidi, tienes razón y te agradezco mucho que me lo recuerdes. A fuerza de ser feliz casi lo había olvidado.
Rogaron, pues, las dos niñas fervorosamente, dando gracias a Dios, cada una por su parte, por la gran felicidad que había enviado sobre Clara, después de tantos años de sufrimientos.
Al día siguiente el abuelo opinó que era conveniente escribir a la señora Sesemann para preguntarle si quería venir a los Alpes, donde le aguardaba una sorpresa. Pero las niñas tenían otro proyecto. Querían preparar a la abuelita una sorpresa todavía mayor. Era preciso que Clara aprendiera a andar mejor aún, para poder dar algunos pasos apoyándose solamente en Heidi. Sobre todo era necesario que la abuelita no tuviera la menor idea de lo sucedido. Se preguntó al abuelo cuánto tiempo se necesitaría para obtener tal resultado, y como éste opinaba que una semana sería suficiente, se escribió a la señora Sesemann para invitarla con insistencia a que fuera a los Alpes ocho días después. Pero no se le dijo cuál era la sorpresa que se le reservaba.
Los días siguientes fueron los más hermosos que Clara pasó en los Alpes. Todas las mañanas, al despertar, oía en el fondo de su corazón una voz que le decía: «Estoy curada, estoy curada. No necesito sillón ninguno. Puedo andar como todos».
Después hacía el correspondiente ejercicio. Como cada día progresaba más, aunque poco a poco, Clara pudo intentar dar paseos más largos. Este ejercicio despertaba de tal modo su apetito, que el abuelo hacía cada día las rebanadas más gruesas y las veía desaparecer con creciente satisfacción. Además, aparte del pan, les llevaba cada día un gran jarro de leche espumosa con el que llenaba las tazas una y otra vez.
Así llegó el fin de la semana y, con él, el día en que era esperada la abuela de Clara.