Con la llegada del otoño el Viejo de los Alpes cumple su promesa de no pasar esa temporada tan dura del año con Heidi en su lejana cabaña. Así pues, se establecen en un viejo caserón señorial en Dörfli donde en invierno llevan un régimen de vida distinto, y al que Heidi tarda poco en adaptarse.
La nieve estaba tan alta alrededor de la cabaña del Viejo de los Alpes, que las ventanas parecían hallarse al mismo nivel del suelo; toda la parte inferior de la casa quedaba invisible y también la puerta había desaparecido bajo la nieve. Si el Viejo hubiese vivido aún en la cabaña, hubiera debido hacer lo mismo que hacía todas las mañanas Pedro delante de la choza que le servía de cobijo a él, a su madre y a su abuela. Cada mañana veíase obligado a saltar por la ventana y, si durante la noche no había helado, el muchacho se hundía tanto en la blanda nieve, que no podía salir de ella sino moviendo vigorosamente la cabeza, brazos y piernas. Entonces su madre le entregaba una gran escoba con la cual Pedro barría el camino hasta la puerta. Allí le esperaba el trabajo más pesado, porque era preciso valerse de una pala para apartar los montones de nieve, pues, si ésta estaba blanda, al abrir la puerta había el riesgo de que la masa cayera dentro de la cocina, y si se helaba, la puerta quedaba obstruida, toda vez que no era posible abrirse camino a través de la masa helada de nieve, y sólo Pedro podía saltar por la pequeña ventana. La época de las grandes heladas traía consigo grandes facilidades para el muchacho. Cuando su madre lo mandaba a Dörfli, el chico saltaba por la ventana sobre la nieve helada que se extendía por todas partes como un vasto manto; luego su madre, por el mismo sitio, le entregaba un pequeño trineo, y Pedro no tenía otra cosa que hacer que sentarse encima y ponerlo en marcha dejándolo deslizar por donde quisiera. No podía dejar de llegar abajo, porque toda la montaña no era sino una inmensa pista de hielo.
El Viejo, sin embargo, no pasaba aquel invierno en los Alpes. Había cumplido su palabra y, desde la caída de las primeras nieves, había cerrado la cabaña y el establo para descender a Dörfli con Heidi y las dos cabritas. En las cercanías de la iglesia y la casa parroquial existía un gran edificio que en otros tiempos fue mansión señorial, según podía verse por más de un indicio, aunque el caserón hallábase medio derruido. Esta casa había pertenecido antiguamente a un valiente militar que se distinguió por su bizarría en el ejército español, en el cual se alistó, acumulando después grandes riquezas. De regreso a Dörfli, su pueblo natal, mandó construir una magnífica casa, mas apenas había vivido algún tiempo en el pueblo, empezó a sentir un tedio irresistible: echaba de menos el ajetreo del mundo al que durante tanto tiempo se hallara acostumbrado. Salió, pues, nuevamente de Dörfli y nunca más volvió. Cuando, al cabo de muchos años, se tuvo la certeza de que había fallecido, uno de sus parientes, que vivía en aquel valle, le sucedió en la posesión de sus bienes. La mansión se hallaba ya entonces bastante derruida, y como el nuevo propietario no quiso hacer las necesarias reparaciones, el Ayuntamiento solía alquilarla a familias pobres que no podían pagar sino un alquiler muy pequeño; cuando alguna pared se venía abajo, nadie se cuidaba de volver a levantarla. Así pasaron muchos años. Al volver el Viejo de los Alpes a Dörfli con su hijo Tobías, alquiló la casa en ruinas y se estableció en ella.
Cuando muchos años después se retiró a la montaña, el antiguo caserón permaneció desocupado, porque no se podía vivir en él más que a condición de prevenir los nuevos derrumbamientos, reparando cuidadosamente las grietas y los agujeros a medida que iban apareciendo. El invierno era largo y riguroso en Dörfli. El viento soplaba fuertemente alrededor del caserón y por todas partes penetraba en las grandes salas, apagando muchas veces las luces, y la pobre gente que en él vivía lo pasaba bastante mal. No así el abuelo de Heidi, porque sabía arreglárselas mejor. Desde el mismo momento en que decidió pasar el invierno en Dörfli, alquiló de nuevo la casa en ruinas, bajando con frecuencia durante el otoño para hacer en ella las necesarias reparaciones. Luego, hacia mediados de octubre, se estableció definitivamente con Heidi en el caserón.
Al penetrar en el edificio por la parte posterior, se entraba, primero, en una sala muy amplia, una de cuyas paredes faltaba por completo y la otra existía sólo en parte; veíase en ésta todavía una ventana ojival, cuyos vidrios habían desaparecido hacía muchos años y por la cual trepaba vigorosamente una planta enredadera. El espeso follaje llegaba hasta el techo, que se hallaba aún lo suficientemente intacto para que fuera fácil reconocer que aquella sala había sido, en otros tiempos, una capilla. Desde allí se pasaba, sin necesidad de cruzar puerta alguna, a un vasto vestíbulo en el que quedaban aún restos de las hermosas losas del antiguo pavimento, entre las cuales crecía espesa la hierba. Los muros estaban también, en parte, derruidos y, sin dos grandes pilares que sostenían lo que aún quedaba del techo, hubiérase podido temer que los últimos trozos iban a precipitarse sobre la cabeza del que cruzara aquella estancia en ruinas. En ella, el Viejo había hecho una especie de jaula de madera; cubrió, además, el suelo con una espesa capa de paja, y destinó aquel antiguo vestíbulo a cobijar a las cabritas. Luego había una larga sucesión de pasillos medio derruidos también, por cuyas brechas se veía, a veces, el cielo azul, y otras, el prado o la linde del camino. En la fachada principal de la mansión había una gran puerta de roble, sólidamente fija en sus goznes, que daba paso a una vasta sala todavía en buen estado; las cuatro paredes estaban revestidas de madera, aún intacta; en uno de los ángulos se alzaba una enorme chimenea de piedra, cubierta de azulejos, que alcanzaba casi el techo. La loza estaba decorada con pinturas azules que representaban: aquí un cazador con un perro, allí un tranquilo lago bordeado de espesos castaños, y en otro lugar a un pescador sentado en la orilla del río, tirando lejos de sí el hilo de pescar. Un banco de madera rodeaba la estufa de modo que ofrecía cómodo asiento al que quisiera contemplar las pinturas de los azulejos o estudiarlas de cerca. Esto fue lo que inmediatamente llamó la atención de la pequeña Heidi. Apenas entró en la sala, acompañada de su abuelo, corrió en derechura hacia la chimenea y se instaló en el banco para contemplar los dibujos. Al deslizarse lentamente por el banco para dar la vuelta por la enorme estufa, otro descubrimiento absorbió toda su atención: en el gran espacio que quedaba entre la pared y la chimenea había cuatro tablas de madera, cuya forma se parecía mucho a un marco para guardar manzanas, pero no contenía esta fruta; aquello era, sin duda alguna, el lecho de Heidi, casi exactamente igual al que tenía en la cabaña, es decir, un gran montón de heno cubierto por una sábana, y un saco a guisa de colcha. Heidi brincó de alegría.
—¡Oh, abuelito! ¡Ésta es mi habitación! ¡Qué bien se está aquí! Pero tú, ¿dónde vas a dormir?
—Era preciso que tu cama estuviese cerca de la estufa para que no tengas frío —dijo el abuelo—. La mía está aquí al lado. Si quieres venir, te la enseñaré.
Heidi atravesó la gran sala saltando y brincando, y siguió al abuelo por una puerta que daba a una habitación más pequeña en la que el Viejo había instalado su lecho. En el fondo de la estancia había una puerta que Heidi se apresuró a abrir: asombrada, se detuvo en el umbral de una inmensa cocina, tan grande como jamás había podido imaginar otra igual. En aquella habitación había realizado el Viejo la verdadera obra de reparación, y aún le quedaba mucho que hacer para cerrar todas las rendijas y grietas por las que entraba el viento. Había fijado en las paredes tantas tablas de madera, que la habitación parecía contener gran número de armarios. La gran puerta de la cocina había sido también reparada por medio de alambres y de clavos para que se abriese y cerrase fácilmente; había sido muy necesaria esta reparación, pues la puerta daba sobre la parte del edificio que estaba más en ruinas y en la que crecía toda clase de maleza y anidaban tranquilamente insectos y lagartos.
La nueva casa fue muy del agrado de Heidi. Al día siguiente, cuando llegó Pedro para ver cómo iban las cosas en el nuevo domicilio de su amiguita, ésta se hallaba ya muy familiarizada con todos los rincones y escondrijos y pudo, sin dificultad alguna, conducir al chico para que lo viera todo; no le dejó un momento de reposo hasta que hubo examinado todas las cosas notables que encerraba la vieja mansión señorial.
Heidi dormía muy bien en su rincón, detrás de la estufa, pero a la mañana creía siempre despertar en la cabaña de los Alpes y le parecía que había de levantarse rápidamente para abrir la puerta y ver si era la nieve la que, a causa de su peso sobre las ramas, hiciera enmudecer a sus viejos amigos los pinos. No recordaba el lugar donde se hallaba hasta haber girado la vista largo rato en torno de la habitación y, cada vez que le asaltaba el temor de no encontrarse ya en la montaña, sentía que algo le oprimía el corazón. Pero cuando oía que su abuelo hablaba a las dos cabritas y advertía el alegre balido de éstas, que parecían decirle: «Date prisa, Heidi, y ven a vernos», la niña comprendía que se hallaba realmente en su casa y saltaba alegremente del lecho para vestirse en seguida.
Sin embargo, al cuarto día de su estancia en la nueva casa, Heidi, muy preocupada, dijo a su abuelito:
—Hoy es absolutamente preciso que suba a ver a la abuelita, no puedo dejarla sola durante tanto tiempo.
Mas el abuelo no era del mismo parecer.
—Ni hoy ni mañana podrás ir —contestó—. Hay dos metros de nieve en la montaña, y aún sigue nevando. Pedro, que es un muchacho fuerte y robusto, tiene su trabajo para poder hacer el camino, pero una niña como tú, tan pequeñita, se vería envuelta en la nieve en un abrir y cerrar de ojos, y nunca te volverían a encontrar. Aguarda hasta que haya helado; entonces podrás andar todo lo que quieras sobre la nieve endurecida.
La idea de esperar causó a la niña, al principio, un gran disgusto. Pero tantas eran sus ocupaciones y distracciones durante el día, que el tiempo transcurría sin que se diera cuenta. Heidi iba todas las mañanas y todas las tardes a la escuela de Dörfli, donde aprendía con ardor todo lo que le enseñaban.
En cuanto a Pedro, apenas si lo veía en la escuela, porque casi nunca iba. El maestro era un hombre indulgente y se contentaba con decir de cuando en cuando:
—Parece que Pedro tampoco viene hoy. Es una lástima, porque le convendría mucho acudir con más asiduidad a clase, pero también es verdad que debe de haber mucha nieve en la montaña y, seguramente, no habrá podido salir de casa.
No obstante, hacia la caída de la tarde, cuando la escuela estaba cerrada, Pedro hallaba fácilmente un medio para salir, a pesar de la nieve, y hacer una visita a Heidi.
Al cabo de algunos días, el sol volvió a lucir en el cielo e inundó con sus rayos el albo manto de la nieve con que estaba cubierta de tierra. Pero el sol se ponía muy temprano por la tarde y desaparecía detrás de las altas montañas, como si no le gustara contemplar la tierra más que cuando todo reverdecía y estaba en flor. Apenas empezó a oscurecer, apareció la luna, grande y brillante, y durante la noche daba claridad a los vastos campos de nieve; luego, a la mañana siguiente, los Alpes resplandecían de nuevo como un inmenso diamante.
Cuando Pedro quiso proceder como los días anteriores y saltar por la ventana sobre la nieve caída durante la noche, la cosa no sucedió como esperaba. En lugar de caer sobre una blanda y densa capa de nieve, su cuerpo chocó contra la superficie endurecida a causa de la helada y, cogido de sorpresa, se deslizó un trecho por la pendiente de la montaña como un trineo sin gobierno. Cuando al fin logró ponerse en pie, dio con el tacón de su zapato fuertes golpes en la capa de nieve para averiguar exactamente la causa de lo que acababa de acaecer.
A pesar de los golpes, no lograba arrancar ni un trocito de nieve y tuvo que darse por convencido de que toda la montaña estaba cubierta de hielo. Pronto se consoló con este hecho, porque recordaba que Heidi había prometido subir a ver a la abuelita en cuanto la nieve estuviese dura. De aquí que volviese rápidamente a la cabaña, bebiese de un trago su tazón de leche, se metiese un trozo de pan en el bolsillo y exclamase:
—He de ir a la escuela.
—Bien, bien, ve y aprende mucho —respondió su madre para demostrar su aprobación.
Pedro salió por la ventana —pues la puerta se hallaba definitivamente obstruida por la nieve helada—; arrastraba tras de sí su trineo, en el cual montó y se lanzó por la pendiente. Iba como un rayo y, cuando llegó cerca de Dörfli, desde donde la pendiente se prolongaba hasta la ciudad de Mayenfeld, el muchacho no se detuvo, sino que continuó el viaje en trineo porque creyó que sería peligroso hacer un esfuerzo para detener el vehículo. Descendió, pues, hasta el llano, donde el vehículo se detuvo por sí solo. Pedro se puso en pie y miró en torno suyo. La fuerza de impulsión de la bajada lo había llevado más allá de Mayenfeld, y para subir a Dörfli, necesitaba, cuando menos, una hora. Pedro se dijo entonces que, en todo caso, llegaría tarde a la escuela, porque ya habría empezado la clase, y que podía muy bien tomarse todo el tiempo para desandar el camino. Así lo hizo y llegó a Dörfli precisamente cuando Heidi, de regreso de la escuela, se sentaba a la mesa para comer con su abuelo. Pedro entró. Le obsesionaba aquella vez una idea y sentía la necesidad de expresarla a su amiguita.
—Ya está presa —dijo, deteniéndose en medio de la habitación.
—¿Quién, general? ¿Sabes que te expresas en un tono muy guerrero? —exclamó el Viejo de los Alpes.
—La nieve —contestó Pedro.
—¡Oh, qué bien! Ahora podré subir a ver a la abuela —gritó alegremente Heidi, que había comprendido inmediatamente el modo de expresarse que tenía Pedro—. Pero ¿por qué no has ido a la escuela? Bien hubieras podido bajar en el trineo —añadió en tono de reproche, porque opinaba que no estaba bien faltar al colegio cuando era posible ir.
—He bajado en el trineo hasta Mayenfeld y entonces era ya tarde —respondió Pedro.
—Eso se llama desertar, muchacho —dijo el Viejo—, y los desertores merecen un buen tirón de orejas, ¿has entendido?
Pedro, muy asustado, daba vueltas a la gorra, porque no había en el mundo un hombre que le inspirase más respeto que el Viejo de los Alpes.
—Un jefe de ejército como tú, había de sentirse doblemente avergonzado desertando —continuó el abuelo—. Dime: si el mejor día tus cabritas se escapasen cada una por su lado y no quisieran obedecer a tus gritos, ¿qué harías entonces?
—Les pegaría —respondió Pedro con conocimiento de causa.
—Y si un muchacho se portase como una cabrita díscola y le pegasen, ¿qué dirías?
—¡Que lo tenía bien merecido!
—Pues bien, recuerda lo que voy a decirte: si vuelves a pasar en tu trineo por delante de la puerta del colegio sin apearte y entrar, no tienes más que pasar por esta casa para recibir lo que te corresponde.
Pedro comprendió la advertencia y vio que era él el muchacho desobediente como una cabrita. Le aterró la analogía y giró la mirada en torno suyo para ver si descubría el instrumento de castigo que, en semejantes casos, se empleaba para las cabras. Pero el abuelito continuó hablando, esta vez en tono más afectuoso:
—Y ahora, vente a la mesa y come con nosotros. Heidi subirá luego contigo. Esta noche, cuando vuelva, la acompañarás y cenarás con nosotros.
La inesperada solución pareció a Pedro una verdadera maravilla e hizo una mueca que se extendió por todo su rostro, tal fue la satisfacción que sintió. Obedeció sin tardanza y se sentó al lado de Heidi. Ésta había empezado ya a comer, y la alegría le impidió continuar; así, pues, puso su plato con una enorme patata y un trozo de queso tostado delante de Pedro, que ya había recibido también del abuelo otra gran porción y se hallaba así delante de una verdadera muralla de comida. Pero a Pedro nunca le faltaba valor para atreverse con ella, por mucha que fuera.
Heidi se levantó y se dirigió al armario, del que sacó el mantón de Clara. Envuelta en tan buen abrigo, tocada la cabeza con la capucha, podía emprender ya sin temor la expedición montaña arriba. Se colocó frente a Pedro, lo observó atentamente y cuando el muchacho hubo comido el último bocado, exclamó:
—Ahora, ¡vámonos!
Y se pusieron en camino.
Heidi tenía muchas cosas que comunicar a Pedro sobre Diana y Blanquita. Le contó que el primer día ninguna de las dos había querido comer en su nuevo establo, que hasta la noche habían permanecido con la cabeza baja, sin exhalar el menor balido. Heidi había preguntado entonces al abuelito por qué las cabras se portaban de aquel modo, y él contestó que les pasaba lo mismo que le pasó a Heidi cuando se hallaba en Francfort, porque también era la primera vez que los dos animalitos habían salido de la montaña donde se criaron.
Y Heidi añadió:
—¡Oh, si supieses, Pedro, la pena que da eso!
Los dos niños casi habían llegado arriba sin que Pedro hubiese abierto la boca; parecía estar sumido en profundos pensamientos y que éstos le impidiesen escuchar con la atención acostumbrada en otros casos. Al llegar ante la puerta de la cabaña, se detuvo y dijo con rudeza:
—¡Entonces prefiero ir a la escuela que entrar en casa del Viejo para que me dé lo que ha dicho!
Heidi fue del mismo parecer y procuró que Pedro se afirmase en la decisión tomada.
Cuando entraron en la choza no encontraron más que a la madre de Pedro ocupada en sus acostumbrados trabajos caseros; ésta explicó a Heidi que la abuelita se veía obligada a guardar cama durante los días de mucho frío porque no podía resistirlo y que, además, no se encontraba muy bien. Esto era una cosa nueva para Heidi, que hasta entonces siempre había visto a la anciana sentada en el mismo rincón de la salita. Fue, pues, volando hacia ella y la halló envuelta en el chal gris, en un estrecho camastro, y cubierta sólo con una colcha delgada.
—¡Dios sea loado! —exclamó la anciana al ver que Heidi se precipitaba en la habitación.
Durante todo el otoño había sentido un íntimo y secreto terror que continuaba siendo su obsesión, sobre todo cuando la niña tardaba algún tiempo en venir a verla. Pedro le había contado que un señor forastero había llegado de Francfort, que iba muchas veces con ellos a los campos de pastos y que quería siempre hablar con Heidi; de aquí que la anciana no dudara de que aquel señor desconocido había venido con el único objeto de llevarse a Heidi. Hasta cuando supo que había partido solo, como llegara, le asaltaba a cada instante el temor de que de Francfort mandasen a alguien para recoger a la pequeña.
Heidi se lanzó hacia el lecho de la enferma y preguntó con solicitud:
—¿Estás muy enferma, abuelita?
—No, no, hija mía —respondió la buena anciana para tranquilizar a Heidi y acariciándola afectuosamente—. No es más que la helada, que me ha entorpecido un poco las piernas.
—Entonces, en seguida que vuelva el calor ¿te pondrás bien? —insistió Heidi, que quería saber a qué atenerse acerca de la salud de la abuelita.
—Sí, sí, y quizás antes, si Dios quiere, a fin de que pueda volver a trabajar en la rueca. Creí poder levantarme hoy un poco, y seguramente podré hacerlo mañana —contestó la abuela, con voz segura, al ver que la niña estaba inquieta.
Sus palabras tranquilizaron, en efecto, a Heidi, que se había asustado al ver por primera vez a la anciana enferma en cama. La contempló un momento con aire de sorpresa.
—En Francfort, la gente se pone el chal para ir de paseo —dijo al fin—. ¿Acaso has creído que era para irse a la cama, abuelita?
—Verás, Heidi, lo he puesto en la cama para no tener frío. ¡Y estoy tan contenta de poseerlo! La colcha es un poco delgada.
—Pero abuelita, esta cama está más baja del lado donde descansa la cabeza. No es así como una cama ha de estar.
—Bien lo sé, hija mía, ya me doy cuenta de que estaría mejor como tú dices.
La pobre anciana trató de poner la cabeza en un sitio mejor de la almohada, sin conseguirlo, porque ésta era lisa como una tabla.
—¿Ves? Esta almohada no ha estado nunca muy llena, y como duermo en ella desde hace tantos años, la he aplastado un poco.
—¡Ojalá hubiera yo rogado a Clara que me diera mi cama de Francfort! —exclamó Heidi—. Había en ella tres grandes almohadones muy repletos, puestos uno encima de otro; a mí me impedían dormir, porque me deslizaba en la cama y a cada momento me veía obligada a subirme; allá en la ciudad se duerme así. ¿Podrías tú dormir de este modo, abuelita?
—Sí, ya lo creo, de esa manera se está muy abrigada, y con la cabeza alta se puede respirar más fácilmente. Pero no hablemos más de esto; ¡hay tantos viejos enfermos en el mundo que no tienen lo que yo, gracias a Dios! ¿No recibo cada día un panecillo blanco y tierno? ¿No tengo ese chal que tanto me abriga, y no vienes tú a verme siempre que puedes? No deseo más, Heidi. Y ahora, ¿quieres leerme hoy un poco?
Heidi fue corriendo a la otra habitación para buscar el libro. Recorrió rápidamente todas las bellas canciones que ahora conocía tan bien. Después de haber estado tanto tiempo sin leerlas, experimentaba una gran alegría al volver a hallar los versos que amaba. La anciana escuchaba con las manos entrelazadas; la expresión de pena en su rostro habíase trocado por una gozosa sonrisa, como si hubiera tenido una gran suerte.
Heidi se detuvo de pronto en su lectura.
—Abuelita, ¿acaso estás ya curada?
—Me hace tanto bien escucharte, Heidi, que me siento mejor; acaba esta canción, ¿quieres?
La niña leyó la canción hasta el fin, y cuando llegó a los últimos versos,
Cuando se haga la noche en mis ojos ya fríos,
mi alma será envuelta por el fulgor del cielo y
entraré sin temor en el valle sombrío… entraré
como el ser que regresa a su suelo,
la abuelita los repitió varias veces, mientras una expresión de feliz esperanza iluminaba su rostro. Al verlo, Heidi se sintió también alegre. Recordó en seguida la bella y luminosa tarde de su regreso a la montaña y, llena de alegría, exclamó:
—Abuelita, ¡yo sé muy bien cómo es cuando una regresa a la patria! La buena anciana no respondió, pero había oído bien, y la expresión de su rostro, que tanto gustara a Heidi, no se borró. Al cabo de un momento, la niña continuó:
—Ya está oscureciendo, abuelita, y es preciso que me marche a casa. ¡Estoy muy contenta de que te encuentres mejor!
La anciana cogió una de las manos de Heidi y la estrechó fuertemente mientras le decía:
—Sí, ya estoy nuevamente alegre. Y estoy mejor también aunque tenga que quedarme todavía largo tiempo en cama. Mira, hija mía, nadie puede comprender, sin haberlo pasado, lo que significa hallarse en un lecho y sola en la habitación durante días y semanas, sin escuchar nunca una palabra de nadie y sin ver el más pequeño rayo de sol. Entonces le ocurren a una pensamientos muy tristes, cree que jamás volverá a levantarse y se le hace irresistible tanta pena. Pero cuando escuchamos palabras como las que acabas de leerme, parece como si una gran luz se hiciera en nuestro corazón y lo llenara de alegría.
La abuelita dejó entonces la mano de la niña, ésta dio a la anciana las buenas noches, entró corriendo en la habitación contigua y se marchó rápidamente con Pedro, porque, mientras tanto, habíase hecho de noche y era preciso regresar. Pero en el firmamento brillaba la luna y proyectaba sobre la nieve una claridad tan grande, que hubiérase dicho que el día iba a nacer de nuevo en aquel momento. Pedro preparó su trineo y se sentó en la parte delantera; Heidi montó detrás de él, y así, vertiginosamente, se deslizaron montaña abajo.
Más tarde, cuando Heidi descansaba en su hermosa cama de heno, detrás de la estufa, comenzó a pensar en la abuela que tan mal dormía en su camastro, luego en todo lo que le había dicho, en aquella luz que las canciones encendían en su pecho. «Si la pobre abuelita pudiera escuchar todos los días esas palabras tan buenas, pronto se pondría mejor», se dijo la niña. Pero bien sabía que transcurriría una semana, o acaso dos, antes de que pudiera volver a subir a la choza. Este pensamiento la afligió y se quedó largo rato pensando en lo que podría hacer para que la anciana pudiera escuchar las canciones todos los días. De pronto se le ocurrió un medio, y tanto se alegró de haberlo hallado, que hubiese querido que fuese de día para poner manos a la obra. Luego se incorporó en la cama con un movimiento rápido y juntó las manos, pues a fuerza de reflexionar no había rezado aún la oración de la noche, y jamás quería olvidarse de decirla.
Cuando hubo dirigido de todo corazón sus súplicas a Dios, rogando por la abuelita y el abuelito, la niña se acostó de nuevo en su mueble cama de heno y durmió profunda y tranquilamente hasta el amanecer.