Heidi disfruta de la compañía y de la atención de la señora Sesemann, la abuelita de Clara, que ejerce de asesora espiritual de la niña. Esto contrasta con las absurdas prohibiciones de la señorita Rottenmeier, que solamente consiguen empeorar la situación emocional de la niña.
Durante su estancia en Frankfurt, todas las tardes, la abuela de Clara se instalaba al lado de su nieta a la hora de la siesta, mientras la señorita Rottenmeier, que parecía necesitar reposo, desaparecía misteriosamente. Pero al cabo de unos minutos, la señora Sesemann estaba nuevamente de pie y hacía venir a su habitación a Heidi a fin de hablar con ella, para entretenerla y hacer que se divirtiera un poco. La abuela había traído consigo unas preciosas muñecas y enseñaba a Heidi a confeccionar ropa para ellas. Así Heidi había aprendido a coser sin darse cuenta. La anciana señora tenía unas bonitas telas de los más variados colores, con las cuales Heidi hacía vestiditos y abriguitos magníficos.
Ahora que sabía leer, Heidi le leía a la abuela y eso le encantaba; cuanto más leía las historias, más se encariñaba con ellas, porque se identificaba de tal modo con los personajes y con todo lo que les sucedía, que se sentía estrechamente ligada a su suerte y gustaba de permanecer en su compañía.
Sin embargo, Heidi ya no se veía feliz y sus ojos alegres habían dejado de brillar.
Era la última semana que la señora Sesemann había de pasar en Frankfurt. Acababa de llamar a Heidi a su habitación, mientras Clara dormía. Cuando la niña entró, con el gran libro bajo el brazo, la abuela le hizo seña de que se acercara a ella, puso el libro a su lado y le dijo:
—Ven aquí, mi pequeña, y di me, ¿por qué estás tan triste? ¿Sigues con la misma pena?
—Sí —respondió Heidi.
—¿Y has contado tus penas a Dios Nuestro Señor?
—Sí.
—¿Y sigues rogándole todos los días que remedie tu mal y que te haga otra vez feliz?
—No, ya no se lo pido más.
—¿Qué dices, Heidi? ¿Por qué no ruegas ya a Dios?
—Porque de nada me sirve; Dios no me ha escuchado. Y es natural —continuó la pequeña con cierta agitación— que no pueda prestar atención a todo lo que le dice la gente cuando hay tantos aquí en Frankfurt que rezan al mismo tiempo. Es normal que a mí nunca me haya oído.
—¿Cómo puedes estar tan segura, Heidi?
—Yo he rogado a Dios la misma cosa todos los días, siempre lo mismo, durante varias semanas y él no ha hecho lo que yo le pedía.
—¡Pero, Heidi, las cosas no son tan simples! Tienes que comprenderlo: Dios es nuestro padre, un padre bueno que siempre sabe lo que nos conviene, aunque nosotros no lo sepamos. Si queremos obtener de él algo que no es bueno para nosotros, no nos lo concede. Pero nos concede algo mucho mejor si continuamos rogándole de todo corazón; lo esencial es tener paciencia y no perder la confianza en él. Lo que tú le habrás pedido, seguramente no será bueno para ti en este momento. Pero ten entendido que Dios ha oído tu voz. Él puede ver y escuchar a todos los hombres a la vez, por eso es Dios y no alguien como tú y yo. Y como sabe muy bien lo que es bueno para ti, seguramente se habrá dicho: «Sí, Heidi tendrá algún día lo que pide, cuando haya llegado el momento y eso la haga verdaderamente feliz». Porque si ahora lograra lo que pide y luego ve que habría sido aún mucho más feliz si yo no hubiese accedido a sus deseos, ella llorará y dirá: «¡Ojalá Dios no me hubiera concedido lo que yo le pedía! Esto no es tan bueno para mí como yo me figuraba». Y ahora resulta que mientras él desde arriba te mira para ver si tienes confianza en él y si sigues rogándole todos los días cuando alguna cosa te apena, tú te has alejado de él, tú has dejado de decir tus oraciones y te has olvidado completamente de él. Pero has de saber que, cuando nosotros nos portamos de esta manera y Dios ya no oye nuestra voz, él también nos olvida y nos deja solos. Y luego, cuando nos encontramos desgraciados y nos quejamos, nadie tiene piedad de nosotros, al contrario se nos dice: «Tú fuiste quien olvidaste a Dios, que era el único que podía ayudarte». Di, ¿deseas que te suceda a ti lo mismo, Heidi? ¿O quieres volver a Dios, pedirle perdón y contarle luego todos los días tus penas, tener confianza en él y creer que él lo arreglará todo para que puedas alegrarte de nuevo?
Heidi había escuchado con mucha atención. Cada una de las palabras de la abuela le llegó al corazón, porque tenía en ella una fe sin límites.
—Ahora mismo voy a pedir perdón a Dios y nunca más le olvidaré —dijo la niña, llena de arrepentimiento.
—Así me gusta, Heidi; ten la seguridad de que él te ayudará cuando haya llegado el momento. Heidi salió corriendo de la habitación y se fue a la suya para pedir perdón a Dios y rogarle que no la olvidara nunca, sino que velara por ella desde arriba.
Había llegado el día de la marcha, un día muy triste para Clara y para Heidi, pero la abuela supo darle un aire festivo para hacer olvidar a las dos niñas su tristeza. Sin embargo, cuando vieron a la abuela alejarse en el coche, sintieron un gran vacío. Un silencio pesado invadió la casa, como si todo hubiera acabado, y Clara y Heidi pasaron el resto del día juntas y desamparadas, y se preguntaban qué harían sin la abuela.
Al día siguiente, después de las lecciones, Heidi se dirigió a Clara con el gran libro debajo del brazo y le dijo:
—Te voy a leer cuentos todos los días, ¿quieres, Clara? Clara aceptó y Heidi empezó a leer con mucho entusiasmo. Pero pronto interrumpió la lectura, porque la narración trataba de la muerte de una abuela; la pequeña exclamó, estallando en sollozos:
—¡Oh, ahora la abuela se ha muerto!
Para Heidi apenas había una diferencia entre las historias que leía y la realidad. Así pues, pensaba que la abuela de los Alpes estaba muerta, y no cesaba de llorar y repetir:
—La abuela se ha muerto, ya no podré ir a verla nunca más, y siquiera le he dado un solo panecillo.
Clara se esforzó por explicarle que en la narración no se trataba de la abuela de los Alpes, sino de otra abuela muy distinta. Sin embargo, aun después de haberlo comprendido, Heidi no se consolaba y siguió llorando. Por primera vez advirtió la posibilidad de que la abuela de Pedro pudiera morirse estando ella tan lejos y su abuelo también. Se imaginaba que, a su regreso, después de una larga ausencia, ya no habría vida, sólo silencio en aquellas montañas y estaría muy sola allí y nunca más volvería a ver a las personas a quien tanto amaba.
Entretanto había entrado en la habitación la señorita Rottenmeier y había oído cómo Clara trataba de sacar a Heidi de su error. Cuando vio que la niña no cesaba de llorar, se aproximó y, con visible impaciencia, le dijo en tono categórico:
—¡Adelaida, basta ya de llantos! Te advierto: si vuelves a hacer escenas como ésta a causa de las dichosas narraciones, te quito el libro para siempre.
Heidi se puso pálida del susto, porque aquel libro era su más preciado tesoro. Secó rápidamente sus lágrimas e hizo esfuerzos por calmar los sollozos. La amenaza había producido efecto; a partir de aquel día, Heidi no lloró más, por triste que fuera la historia que estaba leyendo. Pero a veces le costaba dominar sus emociones, y un día Clara, muy asombrada, le dijo:
—Heidi, ¿qué muecas estás haciendo? ¡Jamás vi cosa parecida!
Pero las muecas no hacían ruido, la señorita Rottenmeier no las veía y cuando Heidi lograba sobreponerse a su tristeza y desesperación, todo volvía a su sitio en la mayor tranquilidad.
No obstante, Heidi perdía cada vez más el apetito; estaba tan delgada y pálida, que Sebastián, al verla así y en la mesa rechazar los bocados más apetitosos, trataba de animarla y a menudo le susurraba, al ofrecerle un plato:
—Tome un poco, señorita, que esto está muy bueno. No basta una cucharada, tome algunas más.
Pero de nada sirvió: Heidi casi no comía. Por las noches, apenas se hallaba acostada, le acosaban los recuerdos de la montaña y lloraba larga y silenciosamente para que nadie la oyera.
Así transcurrió cierto tiempo. Heidi ya no sabía si estaban en invierno o verano, porque las grandes fachadas de las casas que veía por las ventanas tenían siempre el mismo aspecto, y a la calle no salía más que cuando Clara se sentía lo suficientemente bien para poder dar un paseo en coche. Pero estos paseos eran siempre de corta duración, porque Clara no podía resistir mucho tiempo el movimiento del coche, y no salían nunca de las murallas de la ciudad ni de las calles empedradas. El coche iba por las grandes y bellas avenidas de la ciudad, en las que había muchísima gente, pero no había ni árboles, ni flores, ni abetos, ni montañas. Heidi tenía el ardiente deseo de volver a ver los bellos lugares familiares y bastaba oír el nombre que evocaba uno de estos recuerdos para que se renovase el pesar contra el cual luchaba con todas sus fuerzas.
Pasaron el otoño y el invierno. El sol volvió a lucir con su esplendor sobre las blancas fachadas de las casas. Heidi pensaba que debía acercarse la temporada en que Pedro volvía a subir con sus cabras a los campos de pasto, donde las flores amarillas brillaban bajo el radiante sol y las montañas se incendiaban en el atardecer.
Entonces Heidi se sentaba sólita en un rincón de su cuarto, ocultaba el rostro entre las manos para no ver resplandecer el sol en los muros de la casa vecina y, hasta que Clara reclamaba su presencia, permanecía así, sin moverse, luchando silenciosamente contra la nostalgia que le desgarraba el corazón.