En casa del señor Sesemann se recibe la buena noticia de la llegada de la abuelita de Clara, que resulta ser una agradable anciana. La vida de Heidi en casa de los Sesemann mejora en gran medida desde que esta señora se interesa por hablar con ella para ayudarle.
A juzgar por los preparativos que ocuparon todo el día siguiente, se veía claramente que la persona esperada debía jugar un papel importante en la casa y que todos sentían por ella el mayor respeto. Tinette se había puesto su toca más blanca, y Sebastián repartió un montón de escabeles por toda la casa, de manera que la señora Sesemann encontrara siempre alguno dispuesto para sus pies, dondequiera que se sentara. La señorita Rottenmeier recorría todas las habitaciones más tiesa y más severa que nunca, como si con ello quisiera dar a entender que, si bien iba a llegar una nueva autoridad, ella aún no estaba dispuesta a ceder la suya.
El coche se paró delante de la casa, y Tinette y Sebastián se precipitaron escaleras abajo; la señorita Rottenmeier les siguió con lentitud y dignidad. No ignoraba que ella también lenía que estar ahí para recibir a la señora Sesemann. Heidi había sido enviada a su habitación, con la orden de permanecer en ella hasta que la llamasen, porque era seguro que la vieja dama iría primero a la habitación de Clara y querría verla a solas. Heidi se sentó pues en un rincón de su cuarto y trató de recordar todas las recomendaciones que le habían hecho. Al cabo de poco rato, Tinette entreabrió la puerta y le gritó con la acostumbrada sequedad:
—¡Vaya a la sala de estudio!
Heidi obedeció inmediatamente. Al entrar en la sala de estudio, la abuela la acogió con una bondadosa sonrisa y, tendiéndole la mano, le dijo:
—¡Aquí tenemos a nuestra pequeña! Ven, acércate, que te vea bien.
Heidi se acercó y dijo con su voz muy clara:
—Buenos días, señora abuelita.
—¿Por qué no, después de todo? —exclamó riendo la señora Sesemann—. ¿Se dice así en tu casa? ¿Lo has oído en las montañas de tu país?
—No, allí nadie se llama así —respondió Heidi con la mayor seriedad.
—Y aquí tampoco, hija mía —continuó la abuela, riéndose de nuevo y acariciándole la mejilla—. No lo digas más. Para los niños sólo quiero ser la abuelita. Llámame así, ¿te acordarás, verdad?
—¡Oh, sí, sí! —exclamó Heidi—. Si antes ya lo decía así.
—¡Ah, ya entiendo! —contestó la abuela, moviendo la cabeza con una sonrisa maliciosa.
Luego examinó atentamente a Heidi, y de cuando en cuando volvía a mover la cabeza. Heidi la miraba derecho a los ojos. Había en la mirada de la anciana algo bondadoso que conmovía profundamente a la niña. La abuela entera le agradaba tanto, que no podía quitarle los ojos de encima. Tenía una hermosa cabellera blanca cubierta de una toca de puntillas que encuadraba el rostro; muy especialmente le gustaban a Heidi las dos cintas que flotaban a ambos lados de la cabeza como si una ligera brisa soplara constantemente alrededor de la anciana.
—Y tú, ¿cómo te llamas, pequeña? —preguntó al fin la abuela.
—Yo me llamo solamente Heidi; pero como también tengo que llamarme Adelaida, tengo que tener cuidado… —Se detuvo porque la señorita Rottenmeier acababa de entrar en la sala y Heidi se sentía un poco culpable porque seguía sin contestar cuando la llamaba Adelaida, pues aún no tenía presente que tal era su nombre.
—La señora Sesemann convendrá —dijo la señorita Rottenmeier— que era preciso elegir un nombre que se pudiera pronunciar sin sentirse incómodo, aunque sólo fuese a causa de la servidumbre.
—Querida Rottenmeier —contestó la anciana— cuando una niña se llama Heidi y está acostumbrada a este nombre, ¡pues se la llama así y nada más!
No había nada que decir. La abuela tenía ideas propias y nadie podía hacerla cambiar. Era una mujer con sus cinco sentidos bien despiertos, que la edad no había debilitado aún, y desde el primer momento se había dado cuenta de lo que sucedía en aquella casa. Al día siguiente, cuando Clara, después de comer, fue a hacer la siesta, como de costumbre, la abuela se sentó a su lado y cerró los ojos durante unos minutos. Luego volvió a levantarse, alegre y despierta, y se fue al comedor. No había nadie en él.
«Debe de dormir», se dijo la anciana, dirigiéndose a la habitación de la señorita Rottenmeier. Allí llamó enérgicamente a la puerta. Al cabo de unos segundos, el ama de llaves apareció y se echó atrás, un poco asustada ante la inesperada visita.
—Quería saber dónde se encuentra la niña a estas horas y qué hace —dijo la señora Sesemann.
—Está en su cuarto, donde podría ocuparse útilmente si tuviese el menor instinto de actividad. ¡Si usted supiera, señora, las ideas que le pueden pasar por la cabeza y que, a veces, lleva a cabo! Ideas que apenas me atrevería a mencionar en la buena sociedad.
—Pues si yo tuviera que estar encerrada en una habitación como esta niña, ¡se lo puedo asegurar: haría lo mismo! ¡Y a ver si usted podía contarlo en sociedad! Ahora vaya a buscar a la niña y llévela a mi habitación. Quiero enseñarle unos libros muy bonitos que he traído.
—¡Precisamente eso es lo que quería decir! —exclamó la señorita Rottenmeier—. ¿Qué hará ella con esos libros? Desde que está aquí, ni siquiera ha logrado aprender el abecé; no hay medio de hacerle comprender la menor cosa; el señor profesor se lo dirá: si además de ser una excelente persona no tuviera la paciencia de un ángel, hace mucho tiempo que hubiera renunciado a las lecciones.
—¿Ah, sí? Me extraña mucho, porque Heidi no tiene aspecto de alguien que no pueda aprender las cosas y menos el abecé —observó la señora Sesemann—. Pero ahora, señorita Rottenmeier, haga el favor de ir a buscarla, de momento podrá mirar los dibujos.
La señorita Rottenmeier hubiese querido añadir algunas observaciones, pero la señora Sesemann le había vuelto ya la espalda y se dirigía a su habitación. Que Heidi tuviera tantas limitaciones le había intrigado mucho y había decidido examinar el asunto. Sin embargo no quería interrogar al profesor, al que, naturalmente estimaba mucho, pero a quien esquivaba para no enfrascarse en una conversación con él, ya que difícilmente soportaba su rara manera de expresarse.
Heidi compareció ante la abuela y abrió mucho los ojos al ver las magníficas ilustraciones de los grandes libros que ésta había traído. De pronto dio un grito; la anciana señora acababa de dar la vuelta a una hoja y la mirada de Heidi quedó fija sobre la nueva ilustración. Sus ojos se llenaron de lágrimas y la niña prorrumpió en amargo llanto. La abuela miró la imagen. Representaba una magnífica pradera verde donde pacían toda clase de animales; en medio de ellos el pastor, apoyado en un largo bastón, contemplaba su rebaño. Todo el cuadro parecía bañado por los reflejos dorados del sol que desaparecía en el horizonte.
La abuela cogió la mano de Heidi.
—Vamos, vamos, pequeña —le dijo afectuosamente—, no llores. Esta imagen te ha recordado sin duda algo familiar; pero, mira, con el dibujo hay una historia muy bonita y yo te la contaré esta noche. En este libro hay además otras historias muy bellas que se pueden leer y luego explicar. Vamos, seca tus lágrimas, aún hemos de hablar de otras cosas. ¡Ponte delante de mí para que te vea bien y hazme una gran sonrisa!
Aún pasó un buen rato hasta que Heidi cesó de sollozar. La abuela dejó que se fuera desahogando y calmando, diciéndole de cuando en cuando:
—Ya ha pasado, ya estás más tranquila.
Y cuando, por fin, la niña se calmó, le dijo:
—Ahora, mi niña, tienes que contarme cómo van tus lecciones con el señor profesor. ¿Has aprendido algo?
—¡Oh, no! —respondió Heidi con un suspiro—, pero ya lo sabía que no podría aprender.
—¿Qué quieres decir, Heidi? ¿Qué es lo que no se puede aprender?
—No se puede aprender a leer, es demasiado difícil.
—¡No me digas! ¿De dónde sacas tú eso?
—Me lo ha dicho Pedro y él lo sabe muy bien. Siempre tiene que empezar de nuevo y jamás podrá aprender, es demasiado difícil.
—¡Vaya un muchacho original ese Pedro! Pero, fíjate Heidi, no se debe creer todo lo que Pedro, u otros como él, puedan decir. Es preciso que uno mismo lo compruebe. Estoy segura de que tú no has escuchado al señor profesor con la debida atención y que no has mirado bien las letras.
—No sirve para nada —dijo Heidi con expresión de absoluta resignación.
—Heidi —continuó la abuela—, escucha bien lo que voy a decirte: si aún no has aprendido a leer, es porque has creído lo que dijo Pedro, pero yo te aseguro que puedes hacerlo en muy poco tiempo, como la mayor parte de los niños que son como tú y no como ese Pedro. ¿Y sabes lo qué sucederá cuando sepas leer? Tú has visto el pastor en el bonito prado verde, pues, cuando hayas aprendido a leer, yo te regalaré el libro y en él hallarás su historia, como si alguien te la contara. Descubrirás todas las cosas extrañas que le suceden a él, a sus ovejas y a sus cabras. Te gustaría saber todo eso, ¿verdad?
Heidi había escuchado con la mayor atención y, con ojos brillantes, suspiró:
—¡Oh, si ya pudiera leer eso!
—Todo llegará, tranquila, y si no me equivoco, no tardarás mucho. Ahora vámonos a ver lo que hace Clara; ven, le llevaremos estos libros tan hermosos.
La abuela cogió a Heidi de la mano y la condujo a la sala de estudio.
Desde el día en que Heidi trató de huir de la casa y la señorita Rottenmeier la riñó, diciéndole cuánta ingratitud había demostrado al querer fugarse y qué suerte había tenido de que el señor Sesemann no se hubiera enterado de nada, se había operado en la niña un gran cambio. Llegó a comprender que no podía regresar a sus montañas cuando quisiera, como su tía le había dicho, sino que era preciso permanecer en Frankfurt aún durante mucho tiempo, tal vez para siempre. Había también comprendido que quizás el señor Sesemann creyera que era una ingrata si ella solicitaba permiso para irse y que Clara, y quizá también la abuela, pensarían lo mismo. De ahí que Heidi determinara no decir a nadie cuánto le gustaría volver a su casa, porque no quería que la abuela, que tan buena era con ella, se enojase como ya lo hiciera la señorita Rottenmeier. Pero el peso que oprimía su corazón se hacía cada vez más pesado; casi no comía y de día en día estaba más pálida. Por las noches no podía dormir, porque cuando estaba sola en su cuarto y a su lado reinaba el silencio, ante sus ojos desfilaban imágenes de los Alpes iluminados por los rayos del sol y cubiertos de flores. Si al fin lograba dormir, en sueños veía las altas rocas del Falkniss y la nieve resplandeciente de Cásaplana. Y a la mañana siguiente, cuando se despertaba, toda contenta y dispuesta a salir para correr y saltar alrededor de la cabaña, de pronto volvía a la realidad y se daba cuenta de que se encontraba en su gran cama de Frankfurt, lejos, muy lejos de los Alpes y de su casa. Entonces Heidi ocultaba el rostro en la almohada y lloraba largo rato, pero muy bajito, por miedo de que la pudiesen oír.
La tristeza de Heidi no pasó inadvertida a la abuela. Ésta dejó transcurrir algunos días, para ver si la niña salía de su abatimiento. Pero al ver que no se operaba ningún cambio en la pequeña y advertir, casi todas las mañanas, que Heidi había llorado de nuevo, la llamó un día a su habitación y le preguntó con mucha bondad:
—Dime, Heidi, ¿qué es lo que tienes? ¿Acaso te aflige alguna pena?
Pero Heidi temía parecer ingrata a la abuela, y de enojarla también; así respondió con tristeza:
—No lo puedo decir.
—¿No? Y a Clara, ¿se lo puedes decir?
—No, no, a nadie —exclamó la pequeña con tanta pena que la anciana sintió lástima.
—Escúchame bien, pequeña Heidi —continuó—, quiero decirte algo. Cuando se tiene una pena que no se puede confiar a nadie, hay que decírsela a Dios, que está en el cielo, y se le pide ayuda a él, porque él puede resolver nuestras dificultades. Lo entiendes, ¿verdad? ¿Te acuerdas todas las noches de dar gracias a Dios por lo que te da y de rogarle que te libre de mal?
—No, nunca hago eso.
—¿No has rogado nunca a Dios, Heidi? ¿No sabes lo que es una oración?
—Lo aprendí hace ya muchísimo tiempo con mi primera abuela, pero lo he olvidado.
—¿Ves, Heidi, por qué estás tan triste? Es que no tienes a nadie que te ayude. Piensa un poco el bien que te hará cuando tengas algo que te oprima y te atormente, y puedas ir a Dios y rogarle que te ayude. Porque él lo hace si nosotros se lo pedimos y así nos devuelve la felicidad.
Los ojos de Heidi se iluminaron:
—¿Y se le puede decir todo, todo? —preguntó.
—Sí, Heidi, todo, todo.
Heidi retiró su mano de entre las de la abuela y dijo:
—¿Puedo irme ahora?
—Claro que sí —respondió la abuela.
Y sin esperar más, Heidi se alejó corriendo y subió a su habitación. Allí se sentó sobre su taburete y, juntando las manos, contó a Dios todo lo que tenía en su corazón, todo lo que la hacía sentirse desgraciada, y le pidió con insistencia que acudiese en su socorro y que le permitiese volver pronto, muy pronto, a casa de su abuelo.
Había transcurrido desde aquel día, poco más o menos, una semana, cuando el profesor pidió permiso para ver a la señora Sesemann, pues deseaba tener con ella una conversación acerca de un hecho muy singular. La anciana señora lo recibió y le tendió amistosamente la mano cuando entró.
—Querido señor profesor, sea usted bienvenido —le dijo, y siéntese aquí a mi lado. Dígame lo que le trae aquí. ¿Nada grave, ninguna queja, espero?
—Al contrario, señora —empezó el profesor—, ha sucedido algo que en modo alguno podía yo esperar, algo que sorprendería a cualquiera que estuviera al corriente de lo acontecido con anterioridad, pero es preciso convenir que según las reglas de la lógica esto era completamente imposible, aunque, sin embargo, ha ocurrido y del modo más maravilloso, cosa que precisamente está en contra de lo que cabía esperar…
—¿Es que, por casualidad, Heidi ha aprendido a leer, señor profesor? —le interrumpió la señora Sesemann.
El profesor la miró, mudo de estupefacción.
—Realmente es algo maravilloso —dijo al fin—, no sólo porque después de todas mis detalladas explicaciones y el trabajo extraordinario que me había tomado, la niña no había podido aprender el abecé, sino que ahora lo ha aprendido en tan poco tiempo, precisamente en el momento en que yo había decidido renunciar a las explicaciones para enseñarle las letras sin más. Ella ha aprendido a leer, por decirlo así, de la noche a la mañana, y esto con una corrección que raras veces se encuentra en los principiantes. Y lo que también me parece muy notable, señora, es que usted haya considerado como probable un hecho cuya realización parecía tan imposible.
—Muchas cosas extraordinarias pasan en la vida —respondió la señora Sesemann sonriendo satisfecha— Hay también con frecuencia felices coincidencias; el encuentro de dos hechos, como, por ejemplo, un nuevo afán en el discípulo y un nuevo método por parte del maestro; ambas cosas tienen indudablemente algo bueno, señor profesor. Ahora ya podemos alegramos de los progresos de la niña y esperar que continúen.
Y, al decirlo, acompañó al profesor hasta la puerta y luego se apresuró a acudir a la sala de estudio para convencerse por sí misma de la buena noticia.
En efecto, Heidi estaba sentada al lado de Clara y le leía un cuento. La niña misma parecía sorprendida de lo que le sucedía e impaciente por adentrarse en aquel nuevo mundo que se abría ante ella, ahora que las negras letras se animaban para convertirse en seres y cosas y contaban historias apasionantes.
Por la noche, al sentarse a la mesa, Heidi encontró sobre su plato el gran libro con las hermosas láminas. Elevó hacia la abuela una mirada interrogante y la anciana le respondió con una sonrisa.
—Sí, ahora es tuyo.
—¿Para siempre? ¿Aun cuando vuelva a los Alpes? —preguntó Heidi, roja de alegría.
—Sí, naturalmente, para siempre. Mañana empezaremos a leerlo.
—Pero tú no volverás a los Alpes, todavía, ¿verdad? Hasta dentro de unos años —exclamó Clara— debes quedarte conmigo para que no esté tan sola cuando la abuelita se marche.
En su habitación, antes de quedarse dormida, Heidi hojeó su hermoso libro; y a partir de aquel día, su más preciada ocupación consistía en leer y releer sin cesar las narraciones con las hermosas láminas en color. Y para ella los momentos más felices eran cuando, por la noche, la abuela le decía: «Ahora Heidi nos leerá un cuento», porque ya leía corrientemente y al hacerlo en voz alta, las historias le parecían aún más bellas y más emocionantes. Y luego, la abuela explicaba y contaba muchas cosas más.
La historia que Heidi prefería a todas las demás era aquella de la lámina en que se veían los prados verdes con el pastor en medio de su rebaño, apoyado en su bastón con cara alegre; guardaba la manada de su padre y le gustaba seguir y correr detrás de las divertidas ovejas y cabras. Pero aparecía otra lámina en que se le veía después de haber huido de la casa paterna: estaba en el extranjero y tenía que guardar los cerdos; estaba muy delgado, porque no comía más que las peladuras, como los cerdos. En esta lámina no lucía el sol, todo era gris y nebuloso. Pero luego venía una tercera lámina: en ella el viejo padre salía de su casa y corría, con los brazos abiertos, al encuentro de su hijo, muy flaco y harapiento. Ésta era la historia favorita de Heidi y la leía siempre, fuera en voz alta, o muy bajito, y jamás dejaba de escuchar atentamente los comentarios de la abuela cada vez que oía el cuento. Pero también había otras historias muy hermosas y ricamente ilustradas; tan precioso era el libro y tan bonito era poder leerlo, que los días transcurrían volando y muy pronto llegó el momento fijado para la marcha de la abuela.