Olivier Sinclair arriesga su vida por salvar la de su admirada señorita Campbell, que ha quedado atrapada por un intenso temporal en la gruta de Fingal.
Olivier Sinclair estaba sano y salvo y, momentáneamente, en seguridad. La oscuridad era entonces muy profunda para que pudiera ver nada del interior. La claridad del día crepuscular solo penetraba en el intervalo que dejaban las embestidas del mar cuando la entrada se libraba de la masa de agua.
Sin embargo, Olivier Sinclair intentó hacer un reconocimiento del lugar para ver dónde se había refugiado la señorita Campbell… Pero fue inútil.
Entonces gritó:
—¡Señorita Campbell! ¡Señorita Campbell!
No podemos describir la emoción que le embargó al oír que le respondían:
—¡Señor Olivier! ¡Señor Olivier!
¡La señorita Campbell estaba viva!
Pero ¿en qué lugar se había podido guarecer para librarse de la embestida de las aguas?
Olivier Sinclair, arrastrándose por el reborde, dio la vuelta a la gruta de Fingal.
El desprendimiento de un trozo de basalto había producido una anfractuosidad de la forma de un nicho esférico. En aquel punto estaban los pilares desunidos. El hueco, bastante ancho por su abertura, se estrechaba de modo que no permitía colocarse en él más que a una persona. La tradición denominaba a aquel agujero el sillón de Fingal.
En él se había refugiado la señorita Campbell sorprendida por la invasión del mar.
Cuando la imprudente joven vino unas horas antes, la marea descendente hacía perfectamente practicable la entrada de la gruta. Pero, sumida en sus ensueños, no se dio cuenta del peligro que la amenazaba hasta que vio como las aguas invadían la gruta, y, al querer salir, grande fue su espanto al ver que era prácticamente imposible efectuarlo.
Sin embargo, la señorita Campbell no perdió la serenidad y buscó un lugar donde protegerse, cosa que encontró al cabo de varias tentativas, arriesgándose a ser arrastrada por las olas en más de una ocasión.
En el sillón de Fingal la encontró Olivier Sinclair, apretujada en el angosto refugio, y con un suspiro de alivio, le dijo:
—¡Ah! ¡Señorita Campbell! ¡Cómo ha sido usted tan imprudente para exponerse de este modo en medio de la tempestad! ¡Temíamos que se hubiera ahogado!
—¡Pero usted ha venido a salvarme, señor Olivier! —contestó la señorita Campbell, más emocionada por la acción valerosa del joven, que espantada por los peligros que podían correr aún.
—He venido para sacarla de esta apurada situación, señorita Campbell, y lo conseguiré con la ayuda de Dios. ¿No tiene usted miedo?
—¡Yo no tengo miedo! ¡No! ¡Ya que usted está aquí, no tengo miedo de nada! Y, además, ¿podría sentir otra cosa que admiración ante tamaño espectáculo…? ¡Mire!
La señorita Campbell había retrocedido hasta el fondo de la cavidad; Olivier Sinclair, de pie ante ella, intentaba protegerla lo mejor que podía de las olas que penetraban furiosas hasta donde estaban.
Los dos permanecieron silenciosos. ¿Necesitaba Olivier Sinclair hablar para que se le comprendiera? ¿Qué falta hacían a la señorita Campbell las palabras para expresar todo lo que sentía? Pero el joven se daba cuenta con verdadera angustia, no para él, sino para la señorita Campbell, de que las amenazas del exterior aumentaban cada vez más. Al oír el ulular del viento y el estruendo del mar, fácilmente se comprendía que la tempestad se desencadenaba con un furor creciente. ¿No veían ya como el nivel del agua iba subiendo con la marea, amenazando con cubrir la gruta en pocas horas?
No podían prever el límite de la marea, pero lo que sí podían ver era que la gruta iba llenándose de agua por momentos. Si la oscuridad no era completa, era debido a que la cresta de las olas reverberaba la luz exterior. Además anchas placas fosforescentes la repetían aquí y allí como reflejos eléctricos, que al chocar con las aristas de basalto despedían destellos de un lívido resplandor.
En uno de estos relámpagos de luz, Olivier Sinclair se volvió hacia la joven, contemplándola con una emoción que no era producida únicamente por el peligro. En cambio, la señorita Campbell se mantenía sonriente y completamente satisfecha por lo sublime del espectáculo: ¡una tempestad en una gruta!
En aquel momento una ola más fuerte se levantó hasta donde permanecían ellos, y Olivier Sinclair creyó que iba a arrastrarles fuera de su refugio; por esto estrechó a la muchacha entre sus brazos, como disputando una presa que el mar quisiera arrancarle.
—¡Olivier… Olivier! —exclamó ella, con un gesto de espanto, que no le fue posible contener.
—No tema usted nada, Elena —contestó Olivier Sinclair—. Yo la defenderé, Elena… yo…
Mientras afirmaba que la defendería, pensaba en cómo hacerlo. ¿Cómo podría sustraerla de la violencia de las olas, si la furia del mar crecía cada vez más y las aguas subían rápidamente? ¿Dónde irían a refugiarse si llegara a ser imposible permanecer en aquel lugar? Todos estos problemas se le aparecieron en su cruda y terrible realidad.
Pero Olivier Sinclair era un hombre que no perdía fácilmente la serenidad y conservóse dueño de sí mismo. Era de temer que la joven, si no perdía la fuerza moral, no tardaría en agotar la resistencia física. Exhausta por las largas horas de lucha, Olivier Sinclair sentía como la muchacha se iba debilitando poco a poco, y quiso tranquilizarla, a pesar de que él también empezaba a perder las esperanzas.
—¡Elena… mi querida Elena! —murmuró—. Cuando regresé a Oban supe… que fue gracias a usted… que me salvaron del abismo de Corryvreckan…
—¡Olivier… lo sabe usted! —contestó la señorita Campbell con un soplo de voz.
—¡Sí… y quiero corresponder hoy… salvándola a usted de la gruta de Fingal!
¡Cómo podía hablar de salvación Olivier Sinclair en el mismo momento en que las masas de agua caían abundantes sobre ellos! Dos o tres veces fueron casi arrastrados por los remolinos, y pudo resistirlos solo haciendo esfuerzos sobrehumanos, al sentir los brazos de la señorita Campbell rodeándole el cuerpo, y al pensar que el mar les arrastraría a los dos.
Serían las nueve y media de la noche. La tempestad había alcanzado el máximo grado de intensidad, pues las aguas se precipitaban en la gruta de Fingal con el ímpetu de un alud. Al chocar contra las paredes producían un ruido ensordecedor y tal era su furor que hacían saltar pedazos de roca con sus embates.
Con la violencia del agua, ¿era posible que los pilares de la gruta se derrumbasen? Olivier Sinclair lo temía todo, y se sentía invadido por un insoportable torpor. A veces les faltaba el aire, pues las olas parecían aspirarlo al retroceder hacia fuera.
En estas condiciones, la señorita Campbell, completamente agotada, vio que sus fuerzas la abandonaban, sintiéndose desfallecer.
—¡Olivier… Olivier! —murmuró cayendo desmayada entre sus brazos.
Olivier Sinclair se había acurrucado con la muchacha en la parte más profunda de la hendidura, y a pesar de sus esfuerzos, no podía reanimar aquel cuerpo frío e inconsciente.
El agua les llegaba ya a la cintura, y si él perdía el conocimiento, ya no habría salvación posible.
Pero el intrépido joven tuvo fuerzas para resistir durante varias horas todavía. Sostenía fuertemente a la señorita Campbell protegiéndola tanto como podía de los golpes de mar, luchaba apoyándose en los salientes de basalto, en medio de una oscuridad que la extinción de las fosforescencias hacía más profunda, en medio de aquel trueno continuo originado por choques, bramidos y silbidos. Aquélla no era la voz de Selma que resonaba en el palacio de Fingal. Eran los terribles ladridos de los perros de Kamchatka, los cuales, según Michelet «en grandes manadas, a millares, en las largas noches, aúllan contra la rugiente ola, rivalizando en furor con el océano».
Por fin la marea empezó a descender. Olivier Sinclair se dio cuenta que con el descenso de la marea también decrecía el furor de las olas. La oscuridad dentro de la gruta era tan completa, que en el exterior que podía verse a través de la abertura que las olas no obstruían ya, parecía como si fuera el día. Algunos momentos después solo llegaban hasta el sillón de Fingal las últimas olas del mar embravecido, terminando la horrible convulsión que acababa de experimentar el líquido elemento. La esperanza volvió a renacer en el corazón de Olivier Sinclair.
Relacionando el tiempo transcurrido con el movimiento de la marea, seguramente habría pasado ya la medianoche. Dos horas más, y el agua habría abandonado el pasadizo de la gruta, haciéndolo practicable.
Esto era lo que Olivier Sinclair esperaba y esto es lo que sucedió llegado el momento.
Pero la señorita Campbell todavía no había recobrado el conocimiento. Olivier Sinclair la tomó en brazos, completamente inerme, y empezó a caminar por el estrecho saliente de la roca, que la furia de las olas había erosionado, así como había arrancado la barandilla de hierro que lo protegía.
Tenía que andar muy lentamente, pues cada vez que se levantaba una ola, tenía que detenerse o retroceder, para no ser arrastrado. Ya casi estaba a la salida, cuando una ola más grande que las otras se desplomó sobre él haciéndole tambalear… Creyó que la señorita Campbell se le escapaba de los brazos, y en un desesperado esfuerzo para no verse precipitado contra los salientes de la pared, echóse hacia delante y logró al fin hallarse fuera de la gruta, pisando tierra firme.
En pocos instantes llegó al extremo del acantilado, donde estaban aguardándolos los hermanos Melvill, Partridge y la señora Bess, que también había acudido.
¡Todos estaban salvados!
Pero, entonces, toda la tensión moral y física, tan sobrehumana, que había sostenido a Olivier Sinclair, tocó a su fin y el joven cayó sin sentido al pie de las rocas, después de haber depositado a la señorita Campbell entre los brazos de la señora Bess.
Pero sin su abnegado valor y su intrepidez, Elena no hubiera logrado salir con vida de la gruta de Fingal.