Capítulo 08. La historia del cañón

La comisión del Gun-Club continúa sus trabajos, pasando a estudiar, en su segunda sesión, el problema del cañón que ha de propulsar el proyectil con destino a la Luna. Se analizan sus dimensiones teniendo en cuenta el tamaño y peso del proyectil, y lo mismo se hace con el material. Finalmente, se calcula el volumen de materiales necesarios y se encuentra que se necesita una cantidad astronómica de dinero para poder llevar a delante la empresa.

Capítulo 08. La historia del cañón

Las resoluciones tomadas en la primera sesión produjeron en el exterior un gran efecto. La idea de una bala de 20 000 libras atravesando el espacio alarmaba un poco a los meticulosos. ¿Qué cañón, se preguntaban, podrá transmitir jamás a semejante mole una velocidad inicial suficiente? Durante la segunda sesión de la comisión debía responderse satisfactoriamente a esta pregunta.

Al día siguiente por la noche, los cuatro miembros del Gun-Club se sentaban delante de nuevas montañas de emparedados, a la orilla de un verdadero océano de té. La discusión empezó de inmediato, sin ningún preámbulo.

—Mis queridos colegas —dijo Barbicane—, vamos a ocuparnos de la máquina que se ha de construir, de su tamaño, forma, composición y peso. Es probable que lleguemos a darle dimensiones gigantescas, pero, por grandes que sean las dificultades, nuestro genio industrial las allanará fácilmente. Tened, pues, la bondad de escucharme, y no os desagrade hacerme las objeciones que os parezcan convenientes. No las temo.

Un murmullo aprobador acogió esta declaración.

—No olvidemos —continuó Barbicane— el punto a que ayer nos condujo nuestra discusión. El problema se presenta ahora bajo esta forma: dar una velocidad inicial de 12 000 yardas por segundo a una granada de 108 pulgadas de diámetro y de 20 000 libras de peso.

—He aquí el problema, en efecto —respondió el mayor Elphiston.

—Prosigo —repuso Barbicane—. Cuando un proyectil se lanza al espacio, ¿qué sucede? Se halla solicitado por tres fuerzas independientes: la resistencia del medio, la atracción de la Tierra y la fuerza de impulsión de que está animado. Examinemos estas tres fuerzas. La resistencia del medio, es decir, la resistencia del aire, será poco importante. La atmósfera terrestre no tiene más que 40 millas de altura, que con una velocidad de 12 000 yardas el proyectil podrá atravesar en cinco segundos, lo que nos permite considerar la resistencia del medio como insignificante. Pasemos a la atracción de la Tierra, es decir, al peso de la granada. Ya sabemos que este peso disminuirá en razón inversa del cuadrado de las distancias. He aquí lo que la física nos enseña: cuando un cuerpo abandonado a sí mismo cae a la superficie de la Tierra, su caída es de 15 pies en el primer segundo, y si este mismo cuerpo fuese transportado a 257 542 millas o, en otros términos, a la distancia a que se encuentra la Luna, su caída quedaría reducida a cerca de media línea, en el primer segundo, lo que es casi la inmovilidad. Trátase, pues, de vencer progresivamente esta acción del peso. ¿Cómo la venceremos? Mediante la fuerza de impulsión.

—He aquí la dificultad —respondió el mayor.

—En efecto —repuso el presidente—, pero la allanaremos, porque la fuerza de impulsión que necesitamos resulta de la longitud de la máquina y de la cantidad de pólvora empleada, hallándose ésta limitada por la resistencia de aquélla. Ocupémonos ahora, pues, de las dimensiones que hay que dar al cañón. Téngase en cuenta que podemos procurarle condiciones de una resistencia infinita, si es lícito hablar así, pues no se tiene que maniobrar con él.

—Es evidente —respondió el general.

—Hasta ahora —dijo Barbicane—, los cañones más largos, nuestros enormes columbiads, no han pasado de veinticinco pies de longitud; mucha sorpresa causarán, pues, a la gente las dimensiones que tendremos que adoptar.

—Sin duda —exclamó J. T. Maston—. Yo propongo un cañón cuya longitud no baje de media milla.

—¡Media milla! —exclamaron el mayor y el general.

—Sí, media milla, y me quedo corto.

—Vamos, Maston —respondió Morgan—. Exageráis.

—No —replicó el fogoso secretario—, no sé en verdad por qué me tacháis de exagerado.

—¡Porque vais demasiado lejos!

—Sabed, señor —respondió J. T. Maston, con solemne gravedad—, sabed que un artillero es como una bala, que no puede ir demasiado lejos.

La discusión tomaba un carácter personal, pero el presidente intervino.

—Calma, amigos, calma, y razonemos. Se necesita evidentemente un cañón de gran calibre, puesto que la longitud de la pieza aumentará la presión de los gases acumulados debajo del proyectil, pero es inútil pasar de ciertos límites.

—Perfectamente —dijo el mayor.

—¿Qué reglas hay para semejantes casos? Ordinariamente la longitud de un cañón es la de 20 a 25 veces el diámetro de la bala, y pesa de 235 a 240 veces más que ésta.

—No basta —exclamó J. T. Maston impetuosamente.

—Convengo en ello, mi digno amigo. En efecto, siguiendo la proporción indicada, para el proyectil que tuviese 9 pies de ancho y pesase 20 000 libras, el cañón no tendría más que una longitud de 225 pies y un peso de 200 000 libras.

—Lo que es ridículo —añadió J. T. Maston—; tanto valdría echar mano de una pistola.

—Yo también opino lo mismo —respondió Barbicane—, por lo que propongo cuadruplicar esta longitud y construir un cañón de novecientos pies.

Unas vistas perfectas del cañón
Unas vistas perfectas del cañón

El general y el mayor hicieron algunas objeciones; pero sostenida resueltamente la proposición por el secretario del Gun-Club, se adoptó definitivamente.

—Ahora sepamos —dijo Elphiston— qué grueso debemos dar a sus paredes.

—Seis pies —respondió Barbicane.

—Supongo que no intentaréis colocar en una cureña semejante mole —preguntó el mayor.

—¡Lo que, sin embargo, sería soberbio!

—Pero impracticable —respondió Barbicane—. Creo que se debe fundir el cañón en el punto mismo en que se ha de disparar, ponerle abrazaderas de hierro forjado y rodearlo de una obra de mampostería, de modo que participe de toda la resistencia del terreno circundante. Fundida la pieza, se pulirá el ánima para impedir el viento de la bala, y de este modo no habrá pérdida de gas, y toda la fuerza expansiva de la pólvora se invertirá en la impulsión.

—¡Bravo! —exclamó J. T. Maston—. Ya tenemos nuestro cañón.

—¡Todavía no! —respondió Barbicane, calmando con la mano a su impaciente amigo.

—¿Por qué?

—Porque hasta ahora no hemos discutido aún su forma. ¿Será un cañón, un obús o un mortero?

—Un cañón —respondió Morgan.

—Un lanzaobuses —replicó el mayor.

—Un mortero —exclamó J. T. Maston.

Iba a empeñarse una nueva discusión que prometía ser bastante acalorada, y cada cual preconizaba su arma favorita, cuando intervino el presidente.

—Amigos míos —dijo—, voy a poneros a todos de acuerdo. Nuestro columbiad participará a la vez de las tres bocas de fuego. Será un cañón, porque la recámara y el ánima tendrán igual diámetro. Será un lanzaobuses, porque disparará una granada. Será un mortero, porque se apuntará formando con el horizonte un ángulo de noventa grados, y, además le será imposible retroceder, estará fijo en tierra, y así comunicará al proyectil toda la fuerza de impulsión acumulada en sus entrañas.

—Adoptado, adoptado —respondieron los miembros de la comisión.

—Permitidme una sencilla reflexión —dijo Elphiston—. ¿Este cañón-lanzaobuses-mortero será rayado?

—No —respondió Barbicane—, no; necesitamos una velocidad inicial enorme, y ya sabéis que la bala sale con menos rapidez de los cañones rayados que de los lisos.

—Justamente.

—¡En fin, ya es nuestro! —repitió J. T. Maston.

—Aún falta algo —replicó el presidente.

—¿Qué falta?

—Aún no sabemos de qué metal se ha de componer.

—Decidámoslo sin demora.

—Iba a proponéroslo.

Los cuatro miembros de la Comisión se zamparon una docena de emparedados por barba, seguidos de una buena taza de té, y reanudaron la discusión.

—Dignísimos colegas —dijo Barbicane—, nuestro cañón debe tener mucha tenacidad y dureza, ser infusible al calor, ser inoxidable e indisoluble a la acción corrosiva de los ácidos.

—Acerca del particular, no cabe la menor duda —respondió el mayor—. Y como será preciso emplear una cantidad considerable de metal, la elección no puede ser dudosa.

—Entonces —dijo Morgan—, propongo para la fabricación del columbiad la mejor aleación que se conoce, es decir, cien partes de cobre, doce de estaño y seis de latón.

—Amigos míos —respondió el presidente—, convengo en que la composición que se acaba de proponer ha dado resultados excelentes, pero costaría mucho y se maneja difícilmente. Creo, pues, que se debe adoptar una materia que es excelente y al mismo tiempo barata, cual es el hierro fundido. ¿No sois de mi opinión, mayor?

—Estamos de acuerdo —respondió Elphiston.

—En efecto —respondió Barbicane—, el hierro fundido cuesta diez veces menos que el bronce; es fácil de fundir y de amoldar, y se deja trabajar dócilmente. Su adopción economiza dinero y tiempo. Recuerdo, además, que durante la guerra, en el sitio de Atlanta, hubo piezas de hierro que de veinte en veinte minutos dispararon más de mil tiros sin experimentar deterioro alguno.

—Pero el hierro fundido es quebradizo —respondió Morgan.

—Sí, pero también muy resistente. Además, no reventará, respondo de ello.

—Un cañón puede reventar y ser bueno —replicó sentenciosamente J. T. Maston, abogando pro domu sua como si se sintiese aludido.

—Es evidente —respondió Barbicane—. Me permito, pues, suplicar a nuestro digno secretario que calcule el peso de un cañón de hierro fundido de 900 pies de longitud y de un diámetro interior o calibre de 9 pies, con un grueso de 6 pies en sus paredes.

—Al momento —respondió J. T. Maston.

Y como lo había hecho en la sesión anterior, hizo sus cálculos con una maravillosa facilidad, y dijo al cabo de un minuto:

—El cañón pesará 68 040 toneladas.

—¿Y a dos céntimos la libra, costará…?

—Dos millones quinientos diez mil setecientos un dólares.

J. T. Maston, el mayor y el general, miraron con inquietud a Barbicane.

—Señores —dijo éste—, repito lo que dije ayer: estad tranquilos, los millones no nos faltarán.

Dadas estas seguridades por el presidente, la comisión se separó, quedando citados todos sus individuos para el día siguiente, en que celebrarían la tercera sesión.